Edward Snowden apareció descrito en algunos artículos como «exagente de la CIA». Luego le llamaron extécnico de la CIA. Algo más cercano a la realidad, pero tampoco describe la importancia de su actividad. En los últimos cuatro años, Snowden ha trabajado para la NSA como empleado de varias empresas privadas, entre ellas Booz Allen Hamilton.
Y ahí reside un hecho muy significativo revelado por la filtración de la red de control de comunicaciones de la NSA y desvelada por The Guardian. Resulta que la organización más secreta y tecnológicamente más avanzada de los servicios de inteligencia norteamericano (esa a la que antes llamaban No Such Agency) no está aislada por un impenetrable cordón de seguridad, sino que tiene una intensa relación con el sector privado.
Al igual que los militares, los espías han descubierto en la última década las virtudes del libre mercado. Y eso puede tener consecuencias no deseadas en los altos niveles de confidencialidad en los que se supone que se tiene que mover ese mundo.
La invasión y ocupación de Irak fue el momento culminante de un proceso por el que el Pentágono bajo Rumsfeld entregó progresivamente más funciones en el teatro de operaciones a empresas privadas. En principio, se justificó por la necesidad de emplear los recursos humanos a las tareas propias de un Ejército y dejar la carga de buena parte de las funciones logísticas a agentes externos. Dar de comer a los soldados o suministrar combustible a las unidades son funciones que no tienen necesariamente que ser llevadas a cabo por uniformados.
Esa fue la primera explicación que se dio y no carecía de lógica. Lo que ocurrió fue algo muy diferente porque al final las grandes corporaciones privadas terminaron asumiendo funciones propias de una fuerza armada. La utilización de mercenarios no es precisamente una novedad en la historia de la guerra, pero EEUU nunca había recurrido a ellos en el exterior de esta manera.
Claro que en el lenguaje oficial del Pentágono no tienen cabida palabras tan desagradables.
Los «private contractors» se ocuparon también del interrogatorio de detenidos, proteger a los funcionarios del Departamento de Estado y USAID, dar seguridad a instalaciones militares y hasta intervinieron, cuando fue necesario, en operaciones militares.
Actualmente, el personal privado desplegado en la guerra de Afganistán está compuesto por 108.000 personas, de los que unos 30.000 son estadounidenses, según cifras oficiales, una cifra muy superior a los 65.700 militares (desequilibrio que también se produjo en Irak).
El negocio adquirió cifras gigantescas. Según un cálculo del Financial Times, las empresas facturaron en total gracias a la guerra de Irak 138.000 millones de dólares.
Si alguien piensa que el mundo de los servicios de inteligencia iba a librarse de esta tendencia, no podía estar más equivocado. Entre otras cosas porque, al igual que en la industria militar, la ‘puerta giratoria’ funciona en ambos sentidos. Es el caso del actual director de Inteligencia Nacional, James Clapper, un gran partidario de la colaboración entre la Administración y el sector privado.
Tras retirarse como general de la Fuerza Aérea en 1995, Clapper pasó seis años en distintos puestos en empresas que trabajan en inteligencia. Luego volvió a la Administración hasta 2006, momento en que fue fichado por DFI International. Un año después, volvió al Pentágono en un cargo relacionado con inteligencia y en 2010, fue nombrado para su actual puesto.
No es un caso aislado. John McConnell fue director de la NSA entre 1992 y 1996 y director de Inteligencia Nacional en 2006 y 2007. Actualmente, es vicepresidente ejecutivo de Booz Allen Hamilton (los antiguos jefes de Edward Snowden), que por cierto forma parte del Grupo Carlyle, una corporación en la que son numerosos los altos cargos de los Gobiernos norteamericanos presentes en su consejo.
En estos momentos, se calcula que 2.000 empresas prestan sus funciones a 46 organismos gubernamentales de inteligencia.
El incremento desde 2001, como en otros campos de la defensa y seguridad, ha sido espectacular. Todos los servicios de inteligencia suman un gasto anual de unos 75.000 millones de dólares. En el caso de la NSA, se cree que su presupuesto se ha doblado desde el 11S. Su sede central, en Fort Meade, Maryland, cuenta con una superficie similar a la del Pentágono (y 45 hectáreas para sus distintos aparcamientos).
Llamar empresa privada a Booz Allen Hamilton es cierto… hasta cierto punto. El 98% de los 5.900 millones de dólares ingresados en 2012 procedía de contratos con el Gobierno (sus beneficios fueron de 240 millones). El Estado es prácticamente su único cliente. Y sus trabajadores gozan de la máxima confianza a la hora de manejar documentos secretos o confidenciales (o gozaban porque aún no sabemos qué repercusión tendrá el caso de Snowden).
Cuenta con 25.000 trabajadores. Tres de cada cuatro disponen de los permisos necesarios (‘security clearances’) para tener acceso a asuntos secretos de distinto nivel. Pero si hablamos del máximo nivel (‘top secret’) aún tenemos a la mitad de sus empleados entre la aristocracia del mundo del secreto.
Todas estas cifras adquieren tal nivel que casi obligan a cuestionar el concepto de secreto. ¿Se pueden controlar la difusión de información supuestamente tan valiosa cuando hay 4,9 millones de personas con los permisos necesarios y cuyos antecedentes han sido investigados para recibir tal privilegio? ¿Cuándo los que pueden acceder a información ‘top secret’ son 1,4 millones, de los que el 34% trabaja en empresas privadas?
Se supone que obtener la calificación necesaria no está al alcance de cualquiera, y que la investigación es profunda. Snowden obtuvo su visto bueno oficial cuando trabajaba para la CIA y la mantuvo cuando fue contratado por Booz Allen Hamilton.
Para las acreditaciones ‘top secret’ se puede llegar a rastrear hasta 10 años del historial profesional y personal de un candidato. Cada una de esas investigaciones tiene un presupuesto de 4.005 dólares. Las de nivel más bajo son mucho más baratas. Pueden llegar a costar tan sólo 260.
En algunos casos, el trabajo de campo puede hacerlo el FBI pero hay un organismo en el Pentágono que concede formalmente esas «security clearances» para los que trabajan en los servicios de inteligencia del departamento. En 2006 decidió no aceptar más encargos porque tenía una lista pendiente de 700.000 personas. Por eso, desde entonces es habitual que el Pentágono contrate a empresas privadas para que revisen los antecedentes de los trabajadores de otras empresas privadas ocupadas en funciones de inteligencia.
Frente a todos los comentarios y análisis sobre la intrusión del Estado en las vidas privadas, lo cierto es que es muy posible que sea una gran corporación privada la que esté realizando esa función a cambio de un generoso contrato firmado por el Pentágono. Quizá sólo sea cuestión de tiempo para que aparezca un ‘Blackwater digital’ que provoque un escándalo similar al que originaron sus hermanos analógicos.
La polémica producirá grandes titulares, pero seguro que no puede interrumpir esta tendencia.
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Imagen: parodia del logo de la NSA por Hugh D’Andrade, de la Electronic Frontier Foundation.
Yo les puedo vender empanadas con gaseosa?
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