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Marzo 23, 2008

Guerras de generales

Héroe de la II Guerra Mundial, virrey del Japón ocupado y, por encima de todo, arrogante como pocos caudillos, Douglas MacArthur estaba destinado a chocar con el presidente Truman. En la guerra de Corea, cometió el error de subestimar la capacidad de China para lanzar un temible contraataque. Cuando lo peor de la ofensiva fue conjurada y Truman estaba a punto de ofrecer negociaciones a Pekín, MacArthur amenazó a China –evidentemente sin consultarlo a sus superiores– con llevar la guerra al interior de su territorio. Para él, la victoria completa era la única forma concebible de poner fin a una guerra.

Había colmado la paciencia de Truman y su destino sólo podía ser la destitución. Avisado de que el general podía adelantarse a la comunicación oficial del relevo presentando la renuncia, Truman no quiso darle esa satisfacción: “Ese hijo de puta no me va a presentar la dimisión. Quiero que lo echen”.

Tales insubordinaciones no son frecuentes entre los militares norteamericanos, lo que no quiere decir que las relaciones hayan sido siempre pacíficas con el poder civil. El alto mando militar desconfiaba de Kennedy, porque no adoraba a los dioses de la guerra. Johnson dirigía la matanza de Vietnam desde su despacho, pero entregó al general Westmoreland todas las divisiones que le pidió sólo porque creía ver una luz al final de un túnel cegado por los cadáveres.

Antes de la invasión de Irak, los generales se plegaron como velas ante los vientos de guerra que soplaban desde la Casa Blanca. No se atrevieron a decir que el número de tropas era insuficiente para ocupar un país de 25 millones de habitantes. No osaron cuestionar la luz verde a la tortura. Se quedaron boquiabiertos al ver cómo se disolvía el Ejército iraquí, aunque muchos eran conscientes de las nefastas consecuencias. Sólo eran corderos con la pechera llena de medallas de hojalata.

Con la salida de Rumsfeld del Pentágono, algunos recuperaron sus atributos y pusieron su cerebro a funcionar. Sus coroneles y capitanes estaban abocados a una misión imposible por culpa de una estrategia condenada al fracaso. Lo primero fue afrontar la realidad y olvidarse de la propaganda de la Casa Blanca, esa que decía que la insurgencia estaba en “sus últimos estertores”.

La clave era rectificar errores anteriores y acelerar la reconstrucción del Ejército iraquí. La misión ya había sido encomendada a David Petraeus, uno de los generales más conscientes de los límites de la guerra contra la insurgencia. Los resultados fueron mediocres, como se hizo evidente en la guerra civil que destruyó Irak en 2006. Muchos de los mandos militares y policiales entrenados por los norteamericanos se pasaron a las filas de la insurgencia suní o estaban a sueldo de las milicias chiíes.

La constatación de que el Ejército de EEUU había sido un testigo impotente ante la limpieza étnica contra los suníes ocurrida en Bagdad llevó al proceso en el que estamos ahora. Petraeus recibió la misión de poner en marcha la escalada militar y pacificar Bagdad a toda costa. Bush ya tenía a su general favorito al frente del campo de batalla.

Como Johnson con Westmoreland, la Casa Blanca tenía a un militar en el que poner todas sus esperanzas. La habilidad de Petraeus para encandilar a la prensa de EEUU ayudó lo suyo, pero hubiera vuelto a fracasar sin la división de la insurgencia. Las irreductibles tribus suníes de Anbar se embarcaron en una lucha a muerte contra los yihadistas de Al Qaeda. Por algo decía Napoléon que quería tener cerca a generales con suerte.

El descenso de la violencia en Bagdad ha abierto un escenario nuevo. El propio Petraeus sabe que por debajo de las cifras optimistas corren ríos de sangre que pueden volver a la superficie. Por eso, ha entrado en conflicto con el mando militar norteamericano, que quiere reducir el nivel de tropas en Irak. Tienen muy presente que el Ejército se encuentra al límite de su capacidad y si no levantan el pie del acelerador en Irak pueden lamentarlo en otros frentes bélicos.

Uno de esos militares era el almirante William Fallon, jefe del Mando Central del Pentágono, y por tanto el superior directo de Petraeus. Fallon se había convertido en el MacArthur de Bush por su oposición a un ataque sobre Irán y sus presiones a Petraeus para que permitiera el descenso de tropas. Fallon es ya historia, obligado a dimitir por un artículo que le presentaba como el único militar con agallas para frenar las ansias militaristas de la Casa Blanca.

Petraeus (por seguir con la analogía, el Westmoreland de Bush) tiene ahora el campo libre. ¿Pero para hacer qué? “Como un torniquete, el incremento de tropas ha permitido parar la hemorragia”, ha dicho el senador Jack Reed, pero no ha servido como cura definitiva. Petraeus teme que si liberan la presión sobre la herida la recaída será inevitable. Entonces ni la suerte ni ser el favorito del emperador le salvarán el cuello.
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21.40
Para certificar que el torniquete no es suficiente, hoy lluvia de disparos de mortero sobre la Zona Verde y cerca de 60 muertos en un solo día.

Posted by Iñigo at Marzo 23, 2008 04:57 PM

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Comments

Douglas MacArthur

heroe ja ja lo que hace la propaganda, su actuacion en filipinas fue digna de un retrasado mental , con superioridad de 4 a 1, se autocerca en batan y aun teniendo fuerzas de superioridad numerica de 2 a 1, huye de la forma mas cobarde abandonando sus tropas a su suerte, que gran tipo.

en corea lo mismo un desastroso manejo de la guerra y derrota tras derrota a manos de los chinos, solo que aqui no pudo mandar asesinar a los que lo vencieron como lo hizo con los generales japoneses yamashita y Masaharu Homma, despues de la rendicion de japon.

Posted by: mexicano at Marzo 23, 2008 07:56 PM

Dejando aparte los innegables efectos de la propaganda, analizar la guerra por superioridad numérica nominal es un absurdo. Lo importante no es la fuerza sino la proyección de fuerza. En caso contrario, no se entenderá absolutamente nada de la segunda guerra mundial en el Pacífico.

Posted by: tp at Marzo 23, 2008 11:29 PM