Cómo Israel construyó su arsenal nuclear con engaños y la complicidad de EEUU

El vuelo de un avión espía U2 en 1958 da a Estados Unidos la primera pista de que algo está ocurriendo en Dimona, Israel. Las fotografías no son una prueba definitiva porque lo que se ve en superficie no permite llegar a una conclusión clara. Es posible que para entonces ya exista un complejo subterráneo para el procesamiento de plutonio. El programa nuclear israelí se había iniciado antes con la firma de un pacto con Francia, por el que París acordaba vender a su aliado en la guerra de Suez un reactor nuclear capaz de producir grandes cantidades de plutonio y la tecnología necesaria para separar el plutonio del combustible irradiado del reactor.

En el último año de su mandato, el presidente estadounidense Eisenhower no abre un conflicto a causa de unas revelaciones aún no confirmadas. La Administración de John F. Kennedy adopta una posición muy diferente. La política de no proliferación nuclear es uno de los objetivos básicos del nuevo presidente y eso le coloca en rumbo de colisión con el primer ministro israelí, David Ben Gurion. El político que dominó los primeros quince años del Estado israelí no permitirá que JFK le arranque una concesión más de la necesaria. Ya ha comenzado el proceso por el que Israel se hará con la bomba nuclear. Actualmente, se calcula que el Estado judío cuenta con al menos noventa cabezas nucleares.

Entonces, tanto el Departamento de Estado como la CIA reciben informaciones o rumores sobre la colaboración de Israel y Francia. En junio de 1960, la Embajada de EEUU en Tel Aviv pide explicaciones por primera vez. Recibe la respuesta de que se trata de una planta de investigación metalúrgica. En diciembre, Washington descubre gracias al Gobierno británico que Noruega ha vendido a Israel veinte toneladas de agua pesada y las dudas empiezan a disiparse. El 8 de diciembre, el director de la CIA, Allen Dulles, informa a la Casa Blanca de que Israel está construyendo una gran central nuclear.

La opinión pública no tarda mucho tiempo en enterarse. El 16 de diciembre, el diario británico Daily Express anuncia que Israel está desarrollando “una bomba nuclear experimental” en Dimona, una pequeña localidad situada en el desierto del Negev.

La primera reacción israelí es la habitual en todos los países que han conseguido la bomba. Dimona ha sido “diseñada exclusivamente con fines pacíficos”, dice el Gobierno de Ben Gurion. Como Israel no cuenta oficialmente con uranio, promete que entregará a EEUU cualquier cantidad de plutonio que se produzca en el proceso de fisión nuclear. No es que estas promesas tengan mucha credibilidad en el Congreso de EEUU en un principio. “Mienten como ladrones de caballos”, dice con lenguaje pintoresco el senador republicano Bourke Hickenlooper.

La presión de Washington es incesante. Kennedy aún alberga esperanzas de que el presidente Gamal Abdel Nasser no coloque a Egipto en el bando soviético y cree compatible la alianza con Israel con un rechazo radical a la bomba nuclear israelí. En una reunión en la suite 28A del Waldorf Astoria de Nueva York, el 30 de mayo de 1961, se produce la confrontación entre los dos hombres.

Ben Gurion se mantiene firme en la defensa del uso pacífico de Dimona. Israel necesita la energía nuclear para mantener plantas desalinizadoras con las que suministrar agua potable a zonas necesitadas, dice. Kennedy no se conforma con explicaciones plausibles. Exige una serie de inspecciones anuales de Dimona con la presencia de científicos neutrales para darles más credibilidad. Ben Gurion comienza a desconfiar.

BG: “¿Qué quiere decir con neutrales?”.

JFK: “¿Cree, como Jruschov, que ningún hombre puede ser neutral? Pensemos en Nehru” (primer ministro de India).

BG: “Sí, Nehru es neutral, aunque tras su experiencia con China, no diría que es tan neutral”.

JFK: “Sí. O Suiza, Suecia o Dinamarca. ¿Se opondría a que enviáramos a un científico neutral?”.

Ben Gurion está acorralado. Negarse a esas inspecciones demostraría que tiene algo que ocultar, que es precisamente lo que está ocurriendo. Acepta, pero a partir de entonces se embarca en una serie de maniobras de obstrucción y consigue retrasar las visitas. Una inspección anterior no había arrojado ningún resultado. En una segunda ocasión, los científicos sólo pueden pasar 40 minutos en Dimona y no reciben permiso para visitar el edificio principal. Todo está preparado para que no encuentren nada.

Kennedy podría haber aumentado la presión hasta niveles insoportables impidiendo la venta de los misiles antiaéreos Hawk en 1962. Por otro lado, sin ellos es probable que Ben Gurion no hubiera autorizado ningún tipo de inspección. Y eso es todo lo que podía conseguir EEUU en ese momento.

Los Hawks son la mejor línea de defensa con la que Dimona puede contar ante un hipotético ataque preventivo egipcio, como de hecho ya había amenazado Nasser. En la primera oleada de ataques para destruir a las fuerzas aéreas egipcias en la Guerra de los Seis Días (1967), Israel sólo pierde ocho aviones. Uno de ellos vuelve dañado a su base manteniendo el silencio de las comunicaciones ordenado para la misión. Entra en el espacio aéreo de Dimona y es derribado por un Hawk.

Kennedy no ceja en su empeño hasta que arranca un compromiso en una reunión con Shimon Peres –entonces viceministro de Defensa e implicado en el programa nuclear desde el primer momento–, que termina convirtiéndose en la respuesta estándar israelí para las décadas siguientes. “Puedo asegurarle con total claridad que no introduciremos las armas nucleares en la región, y que ciertamente no seremos los primeros en hacerlo”, dice Peres en la Casa Blanca. Como se verá más tarde, las palabras tendrán un significado muy peculiar a la hora de encubrir las evidencias sobre la bomba israelí.

La resistencia de Ben Gurion a aceptar inspecciones reales termina enfureciendo a Kennedy. En la historia de la relación entre ambos aliados, pocas veces EEUU ha enviado a Israel un ultimátum tan claro como el que aparece en la carta de JFK al primer ministro israelí del 18 de mayo de 1963. “Este compromiso [con la seguridad de Israel] y este apoyo estarían en serio peligro para la opinión pública de este país y para Occidente si este Gobierno [de EEUU] fuera incapaz de obtener información fiable sobre un asunto tan vital para la paz como el carácter de los esfuerzos israelíes en el campo nuclear”.

Dos hechos inesperados contribuirán a que la tormenta amaine: la dimisión de Ben Gurion y el asesinato de Kennedy.

Una primera respuesta del primer ministro a la carta de Washington contiene las promesas habituales, pero también ciertas salvedades ambiguas que hacen ver a los norteamericanos que el israelí no ha entendido el mensaje. Un mes después, Kennedy envía una segunda carta en términos similares, si cabe más duros, y reitera la amenaza de que el apoyo a Israel está “en serio peligro”.

Ben Gurion está tensando la cuerda al límite, pero no tendrá que afrontar las consecuencias. Antes de que el embajador norteamericano pueda entregarle la segunda carta, presenta la dimisión de forma inesperada. La noticia causa un gran impacto en Israel. El político más poderoso del país se retira de todos sus cargos: primer ministro, ministro de Defensa y líder del partido Mapai (que luego será el Partido Laborista).

Varios políticos e historiadores creen que el conflicto con Washington es lo que ha originado la dimisión. Incluso algunos opinan que fue forzada por Kennedy. Sin embargo, no parece que sea así. En el libro ‘Support Any Friend. Kennedy’s Middle East and the Making of the U.S.-Israel Alliance’, el historiador Warren Bass sostiene que la razón no hay que buscarla en el programa nuclear. La posición de Ben Gurion dentro de su partido era insostenible. La vieja guardia del Mapai “estaba convencida de que Ben Gurion iba a pasar por encima de la vieja generación de líderes y colocar a (Shimon) Peres y (Moshe) Dayan al frente del partido”. No iban a permitirlo.

Sin el carácter indomable de Ben Gurion, muchos creen que el sucesor, Levi Eshkol, será un líder de transición. Pero en el caso del conflicto nuclear con EEUU, su perfil bajo y alergia a los grandes enfrentamientos le resultan muy útiles.

Eshkol no tiene la menor intención de correr riesgos en la relación con Washington. Es demasiado valiosa como para adoptar una actitud obstruccionista. Bass cuenta en su libro un viejo chiste israelí en el que unos agricultores se presentan en el despacho del primer ministro para quejarse de los efectos de una terrible sequía. “¿Dónde?”, pregunta un alarmado Eshkol. “En el Negev, por supuesto”, le dicen. “Menos mal”, comenta Eshkol, mucho más aliviado. “Pensaba que era en EEUU”.

Donde Ben Gurion había sido intransigente, su sucesor es flexible y conciliador. Acepta la idea de inspecciones regulares sin concretar demasiado. En ese momento, la prioridad es reducir al mínimo las tensiones en una relación que es estratégica para Israel. Ya habrá tiempo de ocuparse de que el programa nuclear siga oculto. Kennedy se da de momento por satisfecho.

Su muerte en noviembre de 1963 no provoca un giro completo en las relaciones con Israel. Sí acelera la profundización de la alianza. Lyndon Johnson no está tan comprometido con la idea de no proliferación. Nunca permite que el programa nuclear israelí interfiera en su diálogo con Eshkol. Y da inicio a una etapa que se prolonga hasta nuestros días de venta del mejor armamento a Israel. 210 tanques M-48 en 1965. 48 bombarderos Skyhawk en 1966, la primera gran venta de aviones. 50 bombarderos F-4 Phantom en 1968.

Las inspecciones de Dimona –Kennedy quería que fueran dos al año– se reducen a una sola. Los norteamericanos ven lo que los israelíes quieren que vean. En junio de 1966, The New York Times informa de que la última visita confirma a Washington “la conclusión inicial de que la central no se está utilizando para fabricar armas atómicas”. Lo que no conoces no te puede hacer daño.

En algún momento de la presidencia de Johnson, Israel concluye los trabajos de su primera bomba nuclear. Según el historiador israelí Avner Cohen, cuando llega la guerra de 1967, el país ya cuenta con “capacidad armamentística nuclear, rudimentaria pero operativa”, probablemente dos bombas nucleares.

La Administración Johnson nunca se ve en la tesitura de tomar una decisión al no poder ignorar que Israel tiene la bomba. Nixon no tiene esa posibilidad. Cuando plantea en varias ocasiones al Gobierno de Golda Meir que la aparición de armas nucleares en Oriente Medio es “una amenaza directa a la seguridad nacional de Estados Unidos” porque supondría un grave revés para los intentos de impedir la extensión de esas armas en todo el mundo, Israel comienza a dar forma a la política de ambigüedad calculada que persiste hasta nuestros días. Para ello, es necesario retorcer la verdad, aplicar a ciertos conceptos un significado discutible y hacer creer a Washington que estaría dispuesta a firmar el Tratado de No Proliferación.

Al final, Richard Nixon y Henry Kissinger deciden que la capacidad de presión de su Gobierno sobre Israel es limitada y que llevarla hasta sus últimas consecuencias sería incluso contraproducente para la política de no proliferación.

Tras la llegada de Nixon a la Casa Blanca, la bomba israelí es ya el fantasma del que todos hablan en los Departamentos de Estado y de Defensa en Washington, aunque los hay que harán todo lo posible por ocultarlo. Entre ellos, está el embajador norteamericano en Tel Aviv, Walworth Barbour, en el cargo desde 1961 (lo fue durante doce años).

Barbour asiste a una reunión en el Departamento de Estado al comenzar 1969 donde recibe un informe sobre lo que los servicios de Inteligencia conocen del programa de armas nucleares israelíes. En un momento dado, el embajador se levanta y da por zanjada la cuestión: “Caballeros, no me creo ni una palabra de esto”.

Hay una persona que no da crédito a lo que escucha, quizá porque sólo unos meses antes había dado a Barbour esa información sin que se produjera la misma reacción. Fuera de los oídos de los demás, le dice: “Señor embajador, usted sabe que esto es cierto”. El diplomático le deja claro cuáles son sus prioridades: “Si yo lo reconociera, tendría que ir al presidente [para informarle]. Y si él lo admite, tendría que hacer algo al respecto. El presidente no me envió para meterle en problemas. No quiere que le den malas noticias”.

Todas las claves de lo que termina siendo la luz verde de EEUU a la bomba israelí están en un informe que Kissinger envía a Nixon en julio de 1969, desclasificado en 2001, poco antes de una visita de Golda Meir a la Casa Blanca. El consejero de Seguridad Nacional presenta ahí el consenso existente entre los principales departamentos implicados y hace sus propias recomendaciones.

El texto es en sí mismo un manual de la realpolitik. Se establecen unos principios claros de la política exterior norteamericana pero, al mismo tiempo, se admite que hacerlos cumplir perjudicaría por otras razones a los intereses del país. El silencio es la forma con que se salva esa contradicción. Si los israelíes quieren tener algo, la única alternativa viable es que no se sepa. Golda Meir no podría estar más de acuerdo.

Kissinger establece que la presencia de armas nucleares en Oriente Medio va contra los intereses de EEUU. Acto seguido, detalla el potencial israelí: “Israel tiene 12 misiles superficie-superficie entregados por Francia. Ha puesto en marcha una cadena de producción y planea tener para finales de 1970 una fuerza total de 24-30, diez de los cuales están programados para llevar cabezas nucleares”.

¿Cuál es la principal y única baza con la que cuenta EEUU para presionar, dado que nadie se imagina que vaya a imponer sanciones a su aliado? La venta de los bombarderos F-4 Phantom, prometida por Johnson y que está previsto que se inicie en septiembre. Kissinger apunta que, cuando se firmó ese contrato, Israel se comprometió a “no ser el primero en introducir armas nucleares en Oriente Medio”. Hay que recordar que los F-4 pueden adaptarse para lanzar una bomba nuclear.

Para salvar el salto entre el lenguaje y la realidad, los israelíes tienen su propia definición de la palabra introducir. Según ha contado Yitzhak Rabin a sus interlocutores (entonces embajador israelí en Washington), es lícito contar con armas nucleares mientras no hagan una prueba nuclear, desplieguen esas armas o hagan pública su posesión. Si no hacen nada que sirva al mundo para ser consciente de que existe una nueva potencia nuclear, en ese caso no estarían introduciendo las nuevas armas en la región.

“Al firmar el contrato [de venta de los F-4], escribimos a Rabin para decirle que creemos que la simple ‘posesión’ constituye una ‘introducción’, y que la introducción de armas nucleares por Israel sería para nosotros causa suficiente para cancelar el contrato”, prosigue Kissinger.

Con ser peligrosa, la posesión de armas nucleares no lo es tanto como el hecho de que trascienda. Podría hacer que la URSS extendiera su paraguas nuclear sobre los países árabes y reforzar su control sobre ellos. Kissinger se pone en la piel del Politburó para afirmar que los soviéticos también preferirían no saber y no tener por tanto que cumplir los compromisos con sus aliados.

A EEUU le interesa “como mínimo” que Israel firme el TNP. Con una mezcla de cinismo y realismo, Kissinger admite que quizá sea irrelevante. “No es que firmar suponga alguna diferencia en el programa nuclear israelí, porque Israel podría fabricar las cabezas nucleares de forma clandestina”. Al menos, la firma les daría la opción de tratar el asunto abiertamente con el Gobierno de Golda Meir.

Los objetivos norteamericanos planteados a Nixon son que Israel firme el TNP, que se comprometa por escrito a no ser el primer país en introducir las armas nucleares en Oriente Medio, quedando claro que posesión es sinónimo de introducción (aunque Kissinger dice que podrían darse por satisfechos siempre que no se concluya hasta el final el proceso de ensamblaje de una cabeza nuclear o su instalación en un misil); y que detenga la producción y despliegue de los misiles Jericó o cualquier otro misil capaz de transportar una cabeza nuclear.

De inmediato, Kissinger plantea a Nixon por qué estos tres objetivos son de hecho inalcanzables. Este “dilema” se basa en que “Israel no nos tomará en serio” si no estamos en condiciones de amenazar con cancelar la venta de aviones o incluso toda la relación militar entre los dos países, incluida la venta de armamento. Se puede realizar esa presión, pero no será efectiva si no se está dispuesto a llegar hasta el final.

Y lo que Kissinger le dice a Nixon es que no pueden. Negar a Israel los aviones provocaría una “enorme presión pública” sobre el Gobierno –hay que suponer que por la probable protesta de la comunidad judía norteamericana y del Congreso–. “Estaríamos en una posición indefendible si no pudiéramos declarar por qué hemos retirado los aviones. Pero si explicamos nuestra posición en público, seríamos nosotros los que estaríamos desvelando la posesión de armas nucleares por Israel, con todas las consecuencias internacionales que eso conlleva”.

El resultado de la reunión entre Nixon y Golda Meir en septiembre de 1969 no se conoce con el mismo detalle. Parece claro que EEUU e Israel llegaron a un acuerdo secreto en los términos que deseaba Meir. No se harían pruebas nucleares que trascendieran y no habría una declaración pública sobre el nuevo arsenal. EEUU no reconocería en público que Israel contaba con armamento nuclear.

En octubre, Rabin informa a Kissinger de que Israel “no se convertirá en una potencia nuclear”. Es una simple mentira o una aplicación de la adaptación del lenguaje a las circunstancias. Las bombas nucleares existen pero, al no hacerse pública su existencia, en realidad no existen.

Además, comunica que su país estudiará firmar el TNP después de las elecciones de noviembre. Al año siguiente, el mismo Rabin confirma que no habrá tal adhesión. Ya da igual. EEUU abandona toda idea de presión y pone fin a las inútiles inspecciones de la central de Dimona. No es necesario continuar con el teatro de las inspecciones que nunca iban a encontrar nada.

Desde entonces, Israel mantiene una política a la que se llama de ambigüedad nuclear. Ni confirma ni desmiente que tenga las armas nucleares que todo el mundo sabe que tiene. Si es necesario, reitera los términos expresados años atrás por Rabin. En 1986, un técnico de Dimona llamado Mordejái Vanunu se puso en contacto con The Sunday Times para contar lo que sabía del arsenal atómico y aportar pruebas fotográficas. El periódico lo llevó al Reino Unido, pero el Mossad consiguió engañarle después y lo secuestró. Fue juzgado en secreto en Israel y condenado. Pasó 18 años en prisión, de los que once fueron en confinamiento solitario.

El entonces primer ministro, Ehud Olmert, cometió un desliz en una entrevista con una televisión alemana en 2006 al dar a entender que Israel contaba con armas nucleares. Recibió muchas críticas de la oposición entre las que destacó la del exministro de Exteriores Silvan Shalom, del Likud. “Siempre nos enfrentamos a la misma cuestión cuando nuestros enemigos preguntan: ¿por qué se permite a Israel tener la bomba y no a Irán?”. Esa es la pregunta que todos los presidentes norteamericanos posteriores a Nixon no han querido responder en público.

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Trump y Jamenéi, dos ancianos que nunca toleran que no se imponga su voluntad

Trump no se quitó la gorra del movimiento MAGA durante la reunión en la Casa Blanca en la que se siguió el resultado del ataque.

En la era de los autócratas en la que vivimos, el mundo contempla absorto lo que harán dos ancianos que mantienen un férreo control sobre sus países. Dos ancianos que no están acostumbrados a que se ignore su voluntad. Donald Trump, de 79 años, ha ordenado la destrucción de tres instalaciones de un programa nuclear en el que Irán ha invertido centenares de miles de millones de dólares. Alí Jamenéi, de 86 años, escondido en un búnker, debe sopesar sus siguientes pasos. No puede mostrar debilidad, pero corre el riesgo de que su respuesta, iniciada este lunes, provoque una reacción brutal de EEUU y que Israel continúe el proceso de demolición del Gobierno iraní.

Durante muchos años, Israel reclamó que EEUU utilizara contra el programa nuclear iraní la mayor bomba no nuclear con que cuenta en su arsenal. Una bomba antibúnker de trece toneladas con una cabeza explosiva de 2,7 toneladas. Era supuestamente el arma definitiva en el objetivo de destruir lo que esconde Fordo, un monte en el que las instalaciones subterráneas se encuentran situadas a cerca de cien metros de profundidad. Trump ha presumido que el éxito ha sido completo y que el objetivo ha sido “total y completamente arrasado”. Sin presentar pruebas. El jefe de las Fuerzas Armadas, el general Caine, no se ha mostrado tan rotundo.

Tan temerario como imprevisible, Trump ha anunciado hace unas horas un alto el fuego entre Israel e Irán, que es producto de su intervención y de la colaboración en la mediación del Gobierno de Qatar, y no de una iniciativa de los dos países beligerantes. Esta madrugada, Israel ha atacado varios objetivos en el norte de Irán matando a once personas. Un edificio de viviendas de la localidad israelí de Bersheva ha sufrido el impacto directo de un misil y se ha informado de cuatro muertes. El ministro de Defensa ha anunciado una respuesta contra “el corazón de Teherán”, con lo que aún es muy pronto para saber si la tregua sobrevivirá a este día.

Si la defensa de un país exige consistencia y determinación, Trump puede presumir de lo segundo, pero no de lo primero. EEUU exige a Irán que vuelva a la mesa de negociaciones, pero lo cierto es que Teherán no la había abandonado. Fue Israel quien creó una nueva situación al desencadenar una guerra aérea contra Irán a la que se ha unido Trump de forma directa con el ataque contra Fordo, Natanz e Isfahán.

A Trump le gustan las victorias y quizá por eso se ha dado prisa en promover una tregua. Había mostrado en semanas anteriores su apuesta por las negociaciones con las que llegar a un acuerdo con Teherán, quizá con la misma falta de realismo que cuando decía estar convencido de que pondría fin a la guerra de Ucrania en un corto espacio de tiempo. Según varios medios norteamericanos, cambió de posición cuando vio el éxito de la primera ronda de ataques israelíes que eliminaron a la cúpula militar iraní. La cobertura triunfalista de Fox News, que Trump consume todos los días, también dejó su huella en el presidente.

La credibilidad es un factor esencial en cualquier negociación. Por eso, un presidente deja que sean otros los que intenten engañar con artimañas, anuncios que no tienen la intención de cumplir o filtraciones anónimas. Pero fue el mismo Trump, que nunca esconde sus ansias por el protagonismo, el que se ocupó del engaño de afirmar que se tomaría una o dos semanas para dar el paso definitivo. Para entonces, la decisión estaba tomada.

Jamenéi está más solo que nunca. En el último año y medio, la red de seguridad estratégica a disposición de Irán se ha venido abajo, lo que se llamaba “el eje de la resistencia”. Fundamentalmente, no disfruta de la protección indirecta que Hizbolá le prestaba desde Líbano ante una amenaza israelí. Siria ya no cuenta con un Gobierno aliado que esté en deuda con Teherán. Varios de sus colaboradores más directos en el Ejército o la Guardia Revolucionaria están muertos.

Es el líder político y religioso de Irán desde 1989. En los ocho años anteriores, fue el presidente del país. Su prioridad ha sido siempre reforzar la legitimidad del régimen, lo que incluye perseguir a los reformistas más activos, y extender la influencia de Irán en Oriente Medio. Las protestas por los derechos humanos han sido numerosas, en especial en 2009, pero nunca han puesto en peligro la supervivencia del Gobierno. Por mucho que Jamenéi pida a la población que participe en las elecciones, antes el régimen se ocupa de vetar a los candidatos que pueden ser un peligro en las urnas.

El asesinato de Qasem Soleimani por EEUU en 2020 le privó de un protagonista clave en las relaciones con los movimientos chiíes de la región, alguien que era más importante que el ministro de Defensa. Se pensaba que se produciría una venganza de grandes dimensiones. Todo se limitó a un ataque con decenas de misiles contra una base norteamericana en Irak del que se avisó con antelación al Gobierno de Trump. Los soldados tuvieron tiempo de protegerse en los refugios. Fue una forma de saldar cuentas sin provocar una escalada.

Esa parece ser otra vez la intención de Jamenéi con el ataque del lunes con un número reducido de misiles a la mayor base militar estadounidense en Oriente Medio situada en Qatar. Fuentes del Gobierno iraní informaron a The New York Times que habían avisado antes a Qatar con la intención de reducir el número de bajas. La base había quedado prácticamente vacía. Se trata por tanto de un ataque simbólico que luego la propaganda iraní se ocupará de engrandecer.

Trump ha dicho que nunca aceptará que Irán consiga fabricar armas nucleares. Ha sido la política de todos los gobiernos norteamericanos. Su ataque del fin de semana puede provocar paradójicamente lo contrario. Irán tiene ante sí la oportunidad de abandonar el tratado de no proliferación nuclear con lo que quedaría fuera del control del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). Pero eso no impediría que Israel y EEUU continuaran atacando sus centros nucleares, aunque no tengan autoridad legal para hacerlo.

Netanyahu, de 75 años, es el tercer hombre con una inmensa capacidad de condicionar la política norteamericana. Lo ha demostrado sobradamente con distintos presidentes. Su misión es acabar con el programa nuclear iraní para siempre y crear una situación que provoque el hundimiento del régimen de Jamenéi.

Es una vuelta a 2003, cuando hizo una promesa a los congresistas estadounidenses sobre el derrocamiento de Sadam Hussein: “Si ustedes acaban con Sadam, con el régimen de Sadam, les garantizo que habrá enormes consecuencias positivas en la región”. Lo que ocurrió fue que Oriente Medio se llenó de sangre, Al Qaeda salió beneficiada del caos de Irak, EEUU se vio inmerso en una inicua aventura imperial de nueve años. Una de sus consecuencias políticas previsibles fue el aumento de la influencia iraní en Irak.

Los altos cargos del trumpismo más escéptico con el uso de la fuerza, como el vicepresidente J.D. Vance, insistieron el fin de semana en que EEUU no busca un “cambio de régimen” en Irán, un objetivo que está fuera de su alcance si la intervención se limita a bombardeos aéreos. En las entrevistas televisivas, algunas respuestas solo sirvieron para retorcer el significado de las palabras. “No estamos en guerra con Irán. Estamos en guerra con el programa nuclear iraní”, dijo Vance. Le preguntaron si apoyaba que Israel intente matar al líder iraní. “Eso depende de los israelíes –respondió–, pero nuestra opinión ha sido muy clara y es que no queremos un cambio de régimen”.

Cualquier cosa es posible con Trump. Unas horas después, los desmentidos perdieron buena parte de su valor con un mensaje del presidente en su red social: “No es políticamente correcto usar el término ‘cambio de régimen’, pero si el actual régimen iraní es incapaz de hacer a Irán grande de nuevo, ¿por qué no debería haber un cambio de régimen?”.

Jamenéi lo interpretará como una amenaza personal. A corto plazo, la prioridad de su Gobierno es salvaguardar el producto resultante de sus centrifugadoras. Fuentes iraníes informaron a Reuters de que el Gobierno había sacado de Fordo todo el uranio enriquecido –estimado en 408 kilos– antes del ataque para esconderlo en un lugar secreto. Una parte importante de ese uranio está enriquecido al 60%, un porcentaje que se acerca al 90% mínimo necesario con el que fabricar un arma nuclear.

Alí Shamkhani es uno de los principales asesores de Jamenéi. Le dieron por muerto tras uno de los bombardeos israelíes, pero está vivo y recuperándose de las heridas. A través de Twitter ha publicado un mensaje que resume la mentalidad de Jamenéi y la promesa de que el conflicto está lejos de su final: “Incluso si las instalaciones nucleares son destruidas, la partida no ha terminado”.

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La destrucción de Gaza y la vergüenza de Europa

En esta semana, varios gobiernos europeos se han decidido a mostrar su rechazo más absoluto a los ataques masivos contra la población civil que Israel está realizando en Gaza. No son muy diferentes a lo que ha ocurrido en el último año y medio, pero ahora de repente a algunos les parecen intolerables. 17 de los 24 gobiernos de la UE han decidido que hay que revisar el acuerdo comercial de la UE con Israel por la violación de derechos humanos. Hasta hace nada, sólo los gobiernos de España, Irlanda y Bélgica habían elevado su voz en la UE para denunciar los crímenes de guerra cometidos por el Gobierno israelí. No sé dónde estaban los otros cuando los ministros del Gobierno de Binyamín Netanyahu hacían declaraciones públicas de intención claramente genocida. Sobre lo que la comunidad internacional debería hacer a partir de ahora, me vale como guía lo que ha escrito una comisión de la Conferencia Episcopal de España. Este párrafo es bastante elocuente:

“Para llegar a una situación de ”justicia, paz, verdad y fraternidad“, como viene reclamando el Papa León XIV, se requiere, de manera urgente e inaplazable, terminar con el asedio a la población, así como con el ataque a los hospitales, con los bombardeos a la población civil, la destrucción sistemática de infraestructuras y vecindarios, y la negación de asistencia humanitaria, lo que supone una violación de los derechos humanos más básicos y del derecho internacional humanitario, actos de ocupación equivalentes a una limpieza étnica”.

Todo lo descrito en este párrafo no se basa sólo en la doctrina de la Iglesia sobre conflictos bélicos o en las palabras del nuevo pontífice, sino en las normas sobre la guerra que aparecen en las Convenciones de Ginebra aprobadas después de la Segunda Guerra Mundial. Deberían obligar a todos los estados y condicionar las respuestas que den otros gobiernos. Y no vale con aprovechar esa reacción para ajustar cuentas con los rivales en la política interna.

Esa ha sido la actitud de Alberto Núñez Feijóo al acusar al Gobierno de Pedro Sánchez de utilizar los acontecimientos de Gaza para ocultar sus problemas. Una respuesta adecuada a la actitud escasamente moral de Feijóo la ha dado precisamente el presidente de la Conferencia Episcopal con el que seguro que está de acuerdo en muchas cosas. “Gritemos alto y claro contra el drama humanitario que ocurre en Gaza por la acción del Gobierno de Israel”, ha escrito Luis Argüello, arzobispo de Valladolid. “No cabe el silencio usando el argumento de que el Gobierno de España lo utiliza como escudo para ocultar otros problemas. Ese silencio utiliza la misma táctica encubridora”. 

Es obvio que Feijóo tiene otras prioridades. No le interesa apoyar al Gobierno en ningún tema. Ni siquiera cuando hay tantas vidas en juego. No se atreverá, supongo, a acusar a la Iglesia de ser antisemita.

Tampoco a Ehud Olmert, primer ministro israelí entre 2006 y 2009, que esta semana describió en Haaretz qué está ocurriendo en Gaza: “Lo que estamos haciendo en Gaza es una guerra de aniquilación. Estamos matando a civiles de forma indiscriminada, brutal y criminal. Estamos haciéndolo no porque hayamos perdido el control en una zona concreta, no por un ímpetu desproporcionado de los combatientes de alguna unidad, sino como resultado de la política dictada por el Gobierno de forma consciente, intencionada, cruel, maliciosa y temeraria. Sí, estamos cometiendo crímenes de guerra”. 

El Gobierno español ha estado bastante solo en Europa desde que comenzó a denunciar los crímenes de Gaza. La pasividad ha alcanzado niveles inauditos desde el momento en que Israel prohibió durante once semanas la entrada de comida y medicinas a Gaza. Un sitio por hambre como los que se realizaban en la Edad Media. Es lo que llevó al Financial Times a publicar un editorial que denunciaba “el vergonzoso silencio de Occidente” ante lo que estaba sucediendo. EEUU y Europa elogian a Israel por ser supuestamente un país con el que comparten los valores de la democracia liberal, pero “deberían estar avergonzados por su silencio y no permitir más que Netanyahu actúe con total impunidad”. Por mucho menos, han dejado claro que Putin es un enemigo de Europa y de sus valores.

Esa inacción ha cambiado un poco ahora al comprobarse que las autoridades israelíes pretenden hacer lo que dijeron que iban a hacer desde el primer momento. Su objetivo no se limitaba a acabar con Hamás como fuerza militar que pudiera amenazar a Israel, sino destruir Gaza, convertirla en un lugar en el que sea imposible vivir.

Recordemos que al principio de la guerra Israel negaba tajantemente que estuviera atacando hospitales. Las informaciones que lo confirmaban eran tachadas de propaganda en favor de Hamás. O afirmaba que en los sótanos del centro sanitario Hamás había instalado un puesto de mando, aunque luego las pruebas ofrecidas no confirmaban la acusación. Desde hace ya mucho tiempo, no hay ningún intento de ocultar esos ataques. Se ataca a los hospitales que quedan en ruinas o en condiciones penosas, se detiene al personal sanitario y se destruye el material que hay en su interior. El objetivo es que el edificio ya no pueda servir para su función. ¿Y cómo vas a vivir en un lugar donde nadie puede atender a tus hijos si están heridos o enfermos?

La destrucción que se puede apreciar en fotografías, vídeos e imágenes por satélite no se debe sólo a los bombardeos o a los combates de los primeros meses con miembros de Hamás. Barrios enteros han sido reducidos a montañas de escombros hasta el punto de que se necesitarán décadas para limpiar esas zonas. Un artículo en la web israelí +972 cita a los soldados que se ocuparon de las tareas de demolición:

“Me hice con cuatro o cinco bulldozers y se demolían 60 casas al día –decía uno de esos soldados–. Una casa de uno o dos pisos, la tiraban abajo en una hora. Con una casa de tres o cuatro pisos, se tardaba más. La misión oficial consistía en abrir una ruta logística para poder maniobrar, pero en la práctica los bulldozers simplemente destruían casas. La parte sureste de Rafah está completamente destruida. El horizonte es plano. No hay ya una ciudad”. 

El otro método se basaba en los explosivos. “Algunos días demolíamos de ocho a diez edificios. Otros días, ninguno –explica un militar–. Pero en general, en los 90 días que estuvimos allí, mi batallón destruyó entre 300 y 400 edificios. Nos alejábamos 300 metros y los volábamos”.

En ocasiones, cumplían órdenes de arriba. Lo más frecuente es que las unidades militares sobre el terreno no necesitaran directrices concretas. Los soldados saben que tienen que dejar atrás un mar de ruinas. El propio Netanyahu lo dijo en una reunión reciente de la Comisión de Exteriores del Parlamento, celebrada a puerta cerrada. “Estamos destruyendo más y más casas. No tendrán un sitio al que volver. El único resultado previsible será que los gazatíes desearán emigrar fuera de la franja” (de Gaza).

Algunos mandos militares no han tenido ningún problema en contarlo a medios israelíes. “Al final, no estamos luchando contra un ejército, sino contra una idea”, dijo el comandante del Batallón 74 en diciembre de 2024. “Si mato a los combatientes, la idea permanecerá. Pero yo quiero que la idea se convierta en inviable. Cuando miren Shujaiya (un barrio de Ciudad de Gaza), verán que no queda nada, sólo arena. Esa es la idea. No creo que puedan regresar en al menos cien años”. 

En Shujaiya, vivían antes de la guerra cerca de 100.000 personas. Su nombre procede de un emir que luchó contra los cruzados en el siglo XIII. Fue la primera expansión de la localidad más allá de sus murallas originales. Siglos de historia han sido convertidos en ruinas en unos meses. 

No cabe una definición más completa de genocidio que esta. No es sólo por los 53.901 muertos (según los últimos datos del sábado) o los más de 15.000 niños y adolescentes asesinados, que ya sería motivo suficiente para emplear esa palabra. Cuando tu objetivo es eliminar la presencia humana en amplias zonas de un país para que nadie pueda volver a vivir allí, como dice ese teniente coronel, lo que en el fondo estás buscando es borrar a un pueblo de la historia.

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El cónclave y la teoría del péndulo

La campaña electoral para la elección del próximo Papa ha comenzado. Cuenta con mítines con los 133 votantes como espectadores. Algunos de los cardenales conceden entrevistas destinadas a influir en el sentido del voto. Hay hasta campañas de desprestigio, en general difundidas en privado, aunque algunas terminan apareciendo en los medios. Si algún católico considera que esta es una forma poco respetuosa de definir el proceso que culminará en el cónclave, no debería olvidar que en la antigüedad todo era mucho peor. 

Para los que creen que el cónclave recibirá una atención desmedida de los medios, por ejemplo este mismo que están leyendo, pueden verlo desde este punto de vista. El futuro Papa será una de las figuras religiosas y políticas más importantes del planeta. Un jefe de Estado con una influencia muy superior al número de habitantes del país (882). Una estrella mediática en la medida en que sus declaraciones públicas recibirán una cobertura inmensa y puede que hasta desproporcionada. El jefe de un aparato diplomático que tiene presencia en más de 180 países. En cierto modo, un dictador porque puede imponer su voluntad, con algunas limitaciones, a las jerarquías católicas. No tiene un Parlamento que lo controle, aunque algunos altos cargos de la Iglesia no dejen de intentarlo.

La influencia política de la Iglesia se puede criticar o elogiar, pero no desdeñar. Evidentemente, era mucho mayor en la Guerra Fría y en especial en algunos países. Los católicos italianos eran amenazados con la excomunión si se les ocurría votar al Partido Comunista. El cardenal Alfredo Ottaviani, una de las voces conservadoras más relevantes en el Concilio Vaticano II, no se cortaba en los años sesenta: “La gente puede decir lo que quiera sobre la Santísima Trinidad, pero si votan a los comunistas, recibirán su excomunión por correo al día siguiente”. Esos sí que eran tiempos duros. 

¿Cómo han influido los papas en los asuntos políticos internacionales? Juan XXIII intentó abrir el catolicismo al mundo laico y también también entablar relaciones con los países comunistas, lo que favoreció la distensión y la coexistencia pacífica entre el Este y el Oeste. Juan Pablo II reforzó la confrontación con el comunismo, lo que le colocó en la misma senda ideológica de Reagan y Thatcher. Francisco ha defendido los derechos de los inmigrantes en una época en que Europa y Estados Unidos pretenden cerrarles todas las puertas. Lo que pasa entre los muros del Vaticano resuena muy lejos.

Como explica Jesús Bastante, los grupos católicos ultraconservadores que han tenido una ‘mala década’ a causa del pontificado de Francisco confían en que ahora cambien las tornas y se elija a un Papa con una ideología diferente. La Iglesia dice que es el Espíritu Santo el que inspira a los cardenales a la hora de tomar la decisión. Una vez más, conviene recordar que eso no es lo que dice la historia, pero tampoco debemos tomárnoslo como algo personal. Lo que es un hecho es que un grupo numeroso de cardenales acudirá al cónclave con una idea muy clara de cuál es el tipo de Papa que deben elegir. Sin necesidad de que el Espíritu Santo les comente nada al respecto.

Algunos han iniciado la campaña muy pronto. El cardenal alemán Gerhard Müller ha dado una entrevista muy explícita a The Times. Está considerado un portavoz destacado del grupo más conservador de la jerarquía católica y ahora está dispuesto a todo para que no se repita el error de 2013 cuando el cónclave eligió con rapidez a Jorge Bergoglio. Hasta el punto de chantajear al resto de purpurados. Afirma que la Iglesia se arriesga a un cisma si no se nombra a un Papa “ortodoxo”. “El catolicismo no debe obedecer ciegamente a un Papa sin respetar la sagradas escrituras, la tradición y la doctrina de la Iglesia”, dice. Es decir, lo que él cree que debe ser la doctrina de la Iglesia.

Uno pensaría que alguien como Müller da por hecho que los demás cardenales tienen las mejores intenciones. No del todo. No descarta que cometan un error dramático. Afirma que no se trata de elegir “entre conservadores y progresistas”, sino “entre ortodoxia y herejía”, con lo que cree que es posible que apuesten por lo segundo. “Rezo para que el Espíritu Santo ilumine a los cardenales, porque un Papa herético que cambie de opinión en función de lo que digan los medios de comunicación sería una catástrofe”. Un Papa hereje, nada menos. Para que luego digan que los rojos no respetan a la Iglesia.

La postura de Müller no sorprende. Es uno de los cardenales que comunicaron a Francisco que estaban en contra de sus decisiones. Benedicto XVI le había conferido el cargo de la guardián de la ortodoxia como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el organismo que siglos antes se llamaba la Inquisición. Francisco lo mantuvo en el puesto al ser elegido, pero lo destituyó en 2017.

El cónclave deberá elegir si prefiere un Papa que continúe el camino emprendido por Francisco u otro que eche el freno de mano y obligue al catolicismo a circular en sentido contrario. La inmensa mayoría de los cardenales electores fue elegida por Bergoglio, pero eso no quiere decir mucho. Casi todos los cardenales que votaron por él habían sido nombrados por Juan Pablo II y Benedicto XVI, dos pontífices de ideas muy diferentes a las del Papa argentino. 

Es por eso que para intuir por dónde irán las votaciones los vaticanistas suelen mencionar la “teoría del péndulo”, por la que los cardenales optan por elegir a alguien que imprima a la Iglesia un estilo diferente para adecuarse a los tiempos o corregir errores del pasado. En su largo pontificado hasta 1903, León XIII hizo que la Iglesia intentara adaptarse a un mundo en que la ciencia y los estados ya contaban con una influencia superior a la de la Iglesia. Le sustituyó Pío X, un Papa reaccionario que abjuraba de lo que llamaba el “modernismo”. Después de Pío XII y su aversión a los cambios, llegó Juan XXIII, alguien optimista y dispuesto a abrazar el mundo tal y como era.

En este punto, conviene recordar lo que ocurrió en el cónclave de 2005 tras la muerte de Juan Pablo II. Como decano del colegio cardenalicio, correspondió a Joseph Ratzinger pronunciar la homilía de la misa ‘pro eligendo pontífice’, que se celebra justo antes del inicio del cónclave. En el funeral del Papa fallecido, la homilía tiene como función recordar su figura. En la segunda, se habla de la situación de la Iglesia y de la misión que tendrá el futuro Papa.

En la cita de 2005, Ratzinger dio un discurso que fue entendido como un programa electoral con una crítica radical del relativismo que, según él, impregnaba al mundo occidental. “Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, es muchas veces etiquetado de integrismo, mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar de aquí allá por cualquier viento de doctrina, es visto como el único comportamiento a la altura de los tiempos”. El mundo podía cambiar, pero la Iglesia tenía la responsabilidad de seguir siendo lo que era.

Un punto de vista muy extendido entre los expertos es que el discurso fue clave para explicar la rápida elección de Ratzinger. Francisco participó en ese cónclave y debió de ser consciente de la influencia de esa intervención. Por esa u otras razones, decidió en febrero mantener a Giovanni Battista Re al frente del colegio cardenalicio a pesar de que lo previsible hubiera sido el relevo a causa de su edad. Como tiene 91 años, no participará en el cónclave al que sólo pueden entrar los menores de 80 años. 

Re también establecerá las normas sobre las congregaciones generales, los encuentros que celebran todos los cardenales, también los que cuentan con más de 80 años, en las semanas anteriores al cónclave. El primero se celebró este jueves. Ahí es donde se produce lo que podríamos llamar la campaña electoral. Los que toman la palabra describen sus ideas sobre adónde debe ir la Iglesia. Aquellos que sean especialmente elogiados darán pistas a los cardenales sobre quiénes son los mejores candidatos, aunque nadie se presente como tal.

Fue en las congregaciones generales de 2013 donde Francisco confirmó a su público que era la persona adecuada para el puesto. Lo hizo con un discurso de menos de cuatro minutos. 

“El papado fue en un tiempo pasado el capellán de la OTAN. Ahora (con Francisco) se ha convertido en el capellán de los Brics. Hay un sentimiento en el mundo subdesarrollado de que su momento ha llegado y de que están cansados de que Occidente les dé lecciones”, ha dicho John Allen, periodista con una larga experiencia en medios católicos norteamericanos. Se refiere con ello a los nombramientos de Francisco, que aumentó el número de cardenales procedentes de Asia, África y Latinoamérica.

Los cardenales europeos y norteamericanos son 67. Los del resto del mundo, 68. Los cardenales electores de Italia son ahora 17, un 12%. En 2023, eran 28 (un 24%). Eso no impide que entre los candidatos más mencionados para el nuevo cónclave haya italianos como Pietro Parolin y Matteo Zuppi. Pero también los hay del Tercer Mundo entre los favoritos. Es el caso del filipino Luis Antonio Tagle y del congoleño Fridolin Ambongo Besungu.

Este último es un ejemplo de que no todos los purpurados nombrados por Francisco pueden ser definidos como progresistas. En 2023, viajó a Roma para protestar airadamente por la decisión del Vaticano de permitir a los sacerdotes bendecir a las parejas homosexuales siempre que eso no se pudiera considerar un matrimonio. La jerarquía católica africana se opone con firmeza a cualquier gesto que suponga reconocer la unión de parejas gays. 

Por tanto, a Francisco puede sustituirle un Papa de ideas diferentes o que tenga como prioridad cambiar ciertas cosas. En su libro ‘Cónclave’, John Allen explica el porqué. Cuenta que la mayoría de los pontificados cuenta con un periodo de intensa actividad que dura en torno a una década y que luego pocas cosas cambian. Habrá que esperar a un nuevo Papa, se dice entonces en el Vaticano. Además, el grupo que es derrotado en un cónclave no olvida y espera al siguiente para volver a presentar batalla. “Los cardenales tienden a ir al cónclave buscando al candidato que corrija los errores del Papa que acaba de morir. Incluso si están de acuerdo con él en un 95% de lo que decía, lo que tendrán en mente es cómo arreglar ese 5% que creen que falló”, escribió Allen. 

En algún momento de mayo –la fecha no está aún decidida– saldremos de dudas y veremos qué pesa más en la conciencia de los 133 cardenales electores. 

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El Papa Francisco como defensor de los olvidados por Occidente

Cada noche en torno a las ocho el párroco de la iglesia de la Sagrada Familia en Ciudad de Gaza recibía una llamada por videoconferencia. Al otro lado estaba el Papa Francisco que se interesaba por la salud de todas las familias que habían encontrado refugio en el templo y la escuela adyacente desde el inicio de los bombardeos israelíes. El Papa rezaba con ellos y les daba sus bendiciones. Llevaba haciéndolo desde el 9 de octubre de 2023.

Cuando fue hospitalizado en febrero, continuó con las llamadas hasta que el agravamiento de su estado le obligó a interrumpirlas. Luego, las reanudó, porque sabía lo que suponían para los que las recibían, empezando por el párroco, el también argentino Gabriel Romanelli. Como toda la población de Gaza, esas seiscientas personas, tanto cristianas como musulmanas, se sentían abandonadas por todo el mundo, menos por el pontífice. 

“Hemos perdido a un santo que nos enseñaba cada día a ser valientes, a ser pacientes y a seguir siendo fuertes”, dijo a Reuters el jefe del comité de emergencia de la iglesia después de conocer la noticia de su muerte. “Hemos perdido a un hombre que luchó cada día por todos los medios para proteger a este pequeño rebaño suyo”.

En varios de sus discursos públicos, Francisco reclamó el fin de las matanzas y denunció los ataques con disparos que sufrió esa misma iglesia católica a la que telefoneaba cada día. “Los niños fueron atacados con bombas”, dijo en diciembre en un discurso ante los cardenales que dirigen los departamentos del Vaticano. “Esto es crueldad. Esto no es una guerra. Quiero decirlo porque es algo que conmueve el corazón”.

Desde el inicio de su pontificado, Jorge Mario Bergoglio se presentó como defensor de los que no tienen voz y de los que han sido olvidados. Los papas anteriores también hicieron llamamientos de ese tipo, así como contra todas las guerras. Lo que ocurre es que para Francisco se trataba de un elemento esencial de su magisterio. Es donde ponía su pasión. 

Cansados del inmovilismo y los escándalos permitidos por la Curia, los cardenales lo eligieron con rapidez en el cónclave de 2013. Él ya había sido el segundo con más apoyos en la votación final que se decantó años atrás por Joseph Ratzinger. Quizá Francisco nunca estuvo a la altura de las expectativas que se crearon porque era casi imposible. Doctrinalmente, la Iglesia católica está ahora en posiciones similares a las del pasado, pero ahora son expresadas con una humanidad y una empatía que interpela a todos los católicos. Menos obsesión por la sexualidad y más atención a los pobres fue una de las ideas que el Vaticano tuvo que aprender de él. 

A pesar de su carisma, Francisco no podía impugnar la realidad si reducimos la extensión del catolicismo a una cuestión de números, muy importantes para la Iglesia. El número de bautismos anuales se ha reducido claramente, desde 18 millones en 1998 a 13,7 millones en 2024, según Fides, la agencia de noticias del Vaticano. Las tendencias más negativas se centran en Europa.

Su primer viaje oficial fuera de Roma fue a la isla italiana de Lampedusa, que acogía a miles de inmigrantes llegados en pateras. Además de oficiar una misa, lanzó una corona de flores al mar desde un barco en memoria de todos los que habían muerto ahogados al intentar alcanzar la isla. 

En 2016, después de que Donald Trump prometiera levantar un muro en la frontera con México, afirmó que “una persona que sólo piensa en construir muros, no importa dónde estén, y no en construir puentes no es cristiana”. Como hijo de inmigrantes italianos en Argentina, nunca olvidó de qué lado estaría en esta cuestión. 

Si a los líderes hay que valorarlos por sus enemigos, los del Papa estaban todos entre los fundamentalistas cristianos y la extrema derecha. En España, Santiago Abascal le llamó “ciudadano Bergoglio” con intención de hacerle de menos. Isabel Díaz Ayuso no ocultó su enfado cuando el pontífice pidió perdón “por los errores del pasado” en una carta dirigida a la Iglesia mexicana. El portavoz de la Conferencia Episcopal, Luis Argüello, se declaró perplejo por «las declaraciones de personas que uno intuye que solo han leído el titular, y no una cartita de un folio”.

A causa de su lenguaje procaz, nadie superó los insultos que Javier Milei solía dirigir al Papa hace unos pocos años. “Es el representante del maligno a la cabeza de la casa de Dios”, escribió el hoy presidente argentino en 2018. También ese año le llamó “imbécil” en una entrevista televisiva. Sobre las críticas de Bergoglio al capitalismo y su lucha contra la desigualdad, dijo que “es un ignorante en economía y promueve un sistema que alimenta la envidia, el odio, el resentimiento, el asesinato y el robo, además de promover pobreza y hambre”. También es cierto que entonces y ahora Milei siempre insulta a los que no piensan como él.

No es cierto que Bergoglio nunca criticara a gobiernos de izquierda. Sus relaciones con Néstor y Cristina Kirchner siempre fueron malas. Además de por su rechazo al aborto, el entonces arzobispo de Buenos Aires denunciaba de forma reiterada la extensión de la pobreza en una Argentina que salía con grandes dificultades de un hundimiento económico.

En Europa, Francisco nunca cesó de martillear la conciencia de los gobernantes al recordarles sus obligaciones en el Mediterráneo. Cuando casi todos estaban pensando en mantener las migraciones lo más lejos posible de sus fronteras, el Papa les decía que también eran responsables de las muertes en alta mar. “No podemos seguir asistiendo a las tragedias de los naufragios provocados por tráficos odiosos y por el fanatismo de la indiferencia”, dijo en 2023 en Marsella.

El hecho de que el Mediterráneo se haya convertido en un cementerio hacía que Francisco advirtiera a los gobiernos de que “lo único que queda sepultado es la dignidad humana”.

En un momento en que Trump y los republicanos quieren deportar a millones de inmigrantes sin papeles y que la mayoría de los gobiernos europeos busca aumentar el número de extranjeros deportados o de enviar a los solicitantes de asilo a centros de internamiento fuera de la Unión Europea, Francisco ha sido un incansable defensor de los derechos de los que huyen de sus países para escapar de la guerra o la miseria. 

El alcance de la humanidad del Papa se puede medir por su respuesta en una entrevista en un programa de la televisión italiana a la pregunta de cómo imaginaba el infierno. “Lo que voy a decir no es un dogma de fe, sino una opinión personal. Me gusta pensar que el infierno está vacío. Espero que lo esté”. Nunca perdió la fe en el ser humano.

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Que vienen los rusos y otras historias de la nueva Guerra Fría

En plena Guerra Fría (1966), los norteamericanos fueron a los cines a reírse de la Guerra Fría. ‘Que vienen los rusos’ era una comedia satírica sobre la historia de un submarino ruso que encalla por accidente en la costa de Massachusetts y provoca el pánico en el pueblo más cercano. Inevitablemente, los militares rusos son tan torpes como los habitantes, lo que da lugar a todo tipo de situaciones absurdas. Recibió cuatro nominaciones a los Oscar, incluida la de mejor película. Pero si queremos sumergirnos en lo peor de la locura que supuso esa época, o podía haber supuesto, no hay nada mejor que ver ‘Teléfono rojo, volamos hacia Moscú’ (Dr. Strangelove), de Stanley Kubrick. “¡Señores, no pueden pelearse aquí! Esto es la Sala de Guerra”, dice el presidente que encarna Peter Sellers.

Cualquiera diría que hemos vuelto a esos tiempos. ¡Vuelven los rusos! Ya no son comunistas, pero continúan siendo peligrosos. Hay que estar preparados. Es necesario aumentar los gastos militares de forma exponencial. Incluso una comisaria europea nos advierte de que debemos tener a mano una navaja suiza. Ya no sólo debemos estar alerta, no sea que nos ocupen la casa cuando salimos a comprar el pan. Ahora hay que ir pertrechados ante el posible final de la civilización. El hombre es un lobo para el hombre. La mujer, menos, pero para eso está la navaja.

No se puede retrasar el reloj. No podemos pensar que la situación es la misma que antes de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania. Tampoco podemos pretender que nada ha cambiado desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca. En política internacional, otros toman decisiones por ti, te guste o no. Las burbujas, reales o no, pueden pincharse desde fuera y dejar expuestos a los que estaban dentro tan tranquilos. Se requieren nuevas soluciones y medidas que antes no tenían mucho sentido. Lo que ocurre es que no conviene dejarse llevar por el pánico. Si te dicen que tengas preparada una navaja, algunos pensarán: ¿y por qué no una pistola? ¿Alguien está vigilando la costa por si aparece un submarino?

Quizá sea exagerado afirmar que vivimos en un clima prebélico, pero no será porque algunos políticos no lo intentan. Los hay, como la jefa de la política exterior de la UE, Kaja Kallas, que casi dan por hecho que Rusia estará en condiciones de atacar a un país de la OTAN en 2030. Lo que es indudable es que la amenaza no es la misma que antes de 2022 y que, por tanto, Europa debe asumir responsabilidades de defensa que antes estaban en un segundo plano. Antes de la invasión, las encuestas mostraban el rechazo de suecos y finlandeses a la entrada en la OTAN. Los números cambiaron por completo después hasta llegar a un apoyo superior al 60%.

Otro factor innegable es que EEUU es ahora un adversario de la Unión Europea. No es ya que el Gobierno de Trump piense que los europeos son unos gorrones que disfrutan de una gran prosperidad gracias a la generosidad norteamericana. Se ha embarcado en una guerra económica contra Europa con los aranceles como arma. Existe además una incompatibilidad ideológica. Como quedó claro en el discurso del vicepresidente JD Vance en Múnich, su Gobierno desprecia los valores políticos que rigen en Europa y cree que el continente se encamina a “un colapso como civilización”. Es el mensaje de la extrema derecha, el de Abascal, Le Pen y Orbán. No hay semana en que Washington no demuestre con declaraciones y hechos que ya no es aliada de Europa.

EEUU no respeta tampoco a su vecino del norte. El primer ministro de Canadá, Mark Carney, lo ha reconocido en un discurso este jueves: “La antigua relación que teníamos con Estados Unidos, basada en la integración creciente de nuestras economías y en una estrecha cooperación militar y de seguridad, ha terminado”. Y si lo saben en Canadá, cuya economía está totalmente ligada a la estadounidense, hay que suponer lo que debería decir un gobernante europeo.

En Europa, los que no tiemblan cuando escriben un discurso sobre las relaciones de Europa y EEUU tampoco dudan. “Está claro que la relación transatlántica, tal y como era, ha terminado”, dijo al NYT Nathalie Tocci, directora de un ‘think tank’ italiano. “En el mejor de los casos, es un desprecio indiferente. En el peor, y estamos más cerca de eso, existe un intento activo de socavar a Europa”.

Un político atlantista como el futuro canciller alemán, el conservador Friedrich Merz, sabe que Europa ya no puede contar con EEUU e incluso debe “independizarse” de ese país. “No pensaba que iba a decir algo como esto, pero, después de las declaraciones de Trump, está claro que los norteamericanos, o al menos el Gobierno norteamericano, se muestran indiferentes ante el destino de Europa”.

Ursula von der Leyen ha aprovechado esta nueva situación para convertir a la Comisión Europea en el motor de la futura maquinaria militar europea. Las cifras que se manejan son astronómicas: 800.000 millones de euros hasta 2030. Desde Bruselas, Irene Castro explica las repercusiones de este objetivo. En el caso de España, la cantidad estaría en torno a 24.000 millones anuales, muchísimo más que los 10.000 millones que Pedro Sánchez dice que ha aumentado el gasto militar en nuestro país en cada uno de los últimos años. Hablamos de un nivel de rearme que es dudoso que la opinión pública española pueda aceptar.

En el caso de España, la cantidad estaría en torno a 24.000 millones anuales, muchísimo más que los 10.000 millones que Pedro Sánchez dice que ha aumentado el gasto militar en nuestro país en cada uno de los últimos años. Hablamos de un nivel de rearme que es dudoso que la opinión pública española pueda aceptar.

A esto se unen las noticias de las últimas semanas. De forma un tanto temeraria, Macron está hablando de una fuerza militar europea que se despliegue en Ucrania después de que tengan éxito las negociaciones de paz que promueve Trump. De esas conversaciones entre EEUU y Rusia que acaban de comenzar, sabemos entre poco y nada. Decir que esa discusión es prematura es quedarse corto. Sánchez no quiere desmentir en público a Macron, pero eso no quiere decir que le guste lo que escucha. “Un escenario de paz y de reconstrucción por supuesto que contaría con el apoyo de España. Pero es que ahora mismo ni siquiera sabemos si Rusia tiene un interés real en un alto el fuego”, han dicho fuentes de Moncloa.

Esta semana, se celebró en el Congreso un debate monográfico sobre la situación internacional. Los que pensaban que escucharían de Pedro Sánchez una explicación sobre de qué manera se llevará a cabo el aumento del gasto de defensa quedaron decepcionados. Más allá de decir que España aumentará ese gasto hasta el 2% del PIB, como se acordó en 2014 en una cumbre de la OTAN, no hubo nada. Los ciudadanos tienen derecho a saber en qué se gastará y con qué objetivos concretos. Todo esto está por definir en buena parte, aunque persiste la sospecha de que los políticos no creen que los votantes estén preparados para conocer la realidad. O temen perder sus votos.

Hay muchas más preguntas que respuestas. Como los demás países de la UE y la OTAN, España está comprometida en la defensa de las repúblicas bálticas –Lituania, Estonia y Letonia– y no puede dejarlas abandonadas a su suerte. No se puede afirmar que España les defenderá únicamente con la diplomacia. Eso no le sirvió de mucho a Ucrania frente a Rusia. ¿Hay que enviar más tropas a esos países? ¿Deben los miembros europeos de la UE formar una fuerza de despliegue rápido con base en Polonia que pueda ser capaz de desplazarse allí en 48 o 72 horas? ¿Hay sistemas de armamento en los que Europa debe gastar más dinero porque hasta ahora le valía con depender de EEUU? De todo eso se habló hace casi tres años en la cumbre de la OTAN en Madrid, pero no parece que se haya concretado mucho desde entonces.

El argumento de que la suma de los presupuestos de defensa de los estados de la UE triplica al de Rusia no es muy sólido. Como mucho, sirve para salir del paso. La fragmentación, los diferentes sistemas de armamento –los europeos emplean doce carros de combate distintos– y de munición y la diferente cultura de mando y funcionamiento, así como el déficit de recursos, hacen que no se pueda hablar de un ejército europeo. El Gobierno ruso ha obligado a sus empresas a que den prioridad al esfuerzo de guerra sin importarle el efecto en la inflación y los tipos de interés. Eso no ha ocurrido en Europa y es improbable que ocurra.

Medir la amenaza rusa es más difícil que contar soldados, tanques o aviones. La invasión de Ucrania demostró que el Ejército ruso no estaba tan preparado como pensaba Putin. Añadieron unos cuantos capítulos a los libros sobre incompetencia militar. Pero las guerras son como cursos acelerados de adiestramiento para los ejércitos. Las Fuerzas Armadas rusas no son las mismas ahora que cuando entraron en Ucrania. Su uso masivo de los drones ha tenido un efecto terrible en las fuerzas de tierra ucranianas. Esa guerra ha cambiado muchas de las ideas preconcebidas en los Estados Mayores de todo el mundo.

No conviene desdeñar el argumento contrario. Si en tres años los rusos no han podido derrotar a un país de recursos escasos como Ucrania, ¿cómo podrían hacerlo con Polonia que tendría la ayuda del resto de la UE? Por otro lado, no eran muchos en Europa los que pensaban que Putin estuviera cerca de invadir Ucrania a causa del impacto económico de esa decisión.

Para que exista en Europa un debate racional sobre los peligros del futuro, es conveniente que los ciudadanos reciban la mejor información posible. Es lo propio en una sociedad democrática. Resulta sospechoso que los gobiernos se ocupen fundamentalmente de alentar una cultura del miedo que siempre ha fortalecido las posiciones más reaccionarias. De lo que no cabe duda es que ya no sirven las soluciones del pasado en el mundo de Trump y Putin. Ellos han tomado decisiones que son hostiles para la Unión Europea, por no hablar del derecho de los ucranianos a defender su soberanía. Desconfíen de aquellos que afirman que nada ha cambiado o que los remedios necesarios no supondrán ninguna alteración en el reparto de nuestros recursos.

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Un acontecimiento inesperado en la guerra de Siria que nunca terminó

Tropas insurgentes junto al castillo de Alepo el sábado. Foto: Anas Alkharboutli/dpa

Lo que no ocurrió hace más de diez años en Siria podría estar ocurriendo ahora. El Ejército sirio se ha venido abajo en cuestión de días en el norte del país. Los insurgentes, hasta ahora encerrados en la provincia de Idlib, han avanzado hasta la ciudad de Alepo, la mayor del país, con una facilidad inesperada. Este sábado, circulan informaciones no totalmente confirmadas que indican que está ocurriendo lo mismo en Hama, a 135 kilómetros al sur, que el ministro sirio de Defensa ha desmentido. Todo en cuestión de días, desde el miércoles.

La guerra civil siria nunca ha terminado, pero las posiciones estaban fijas desde hace años. El Gobierno no estaba en condiciones de tomar el control sobre Idlib y los insurgentes no tenían muchas posibilidades de avanzar hacia el sur. Años atrás, la intervención rusa con la Fuerza Aérea cerró cualquier debate sobre un posible hundimiento repentino del régimen de Asad. Su ayuda permitió al Gobierno recuperar el control de Alepo en 2016. Ahora ya se ha producido la respuesta en forma de bombardeos sobre puntos de Alepo. Lo que ocurre es que ya no hay fuerzas sirias de tierra que puedan aprovechar esa situación.

Evidentemente, Rusia tiene ahora otras prioridades en Ucrania. Su mayor interés continúa siendo la costa y la base naval que facilitan que su Armada tenga presencia permanente en el Mediterráneo. Hizbolá no puede enviar a miles de tropas para ayudar a un Ejército que por entonces no contaba con fuerza suficiente para derrotar a sus enemigos en todo el país. Irán no puede permitir que Asad sea derrocado. Contaba con que no necesitara implicarse más en ese conflicto, aunque debe ahora replantearse la estrategia.

El ministro iraní de Exteriores visitará Damasco el domingo y seguirá después a Turquía. Existe la sospecha de que el Gobierno de Erdogan ha tenido que autorizar la ofensiva. Varios de los grupos que la protagonizan han recibido apoyo material de los turcos desde hace años.

Israel ha realizado numerosos ataques aéreos sobre territorio sirio en el último año, casi siempre para impedir el envío de armamento iraní desde ese país hasta Líbano. No le interesa que un debilitado Gobierno sirio sea sustituido por una amalgama de grupos islamistas. Según el exjefe de las Fuerzas Armadas israelíes Dan Halutz, a Israel le interesa que Asad continúa en el poder. «Debemos preguntarnos si queremos cambiar un régimen malo por un régimen muy malo que no conocemos», ha dicho. Es mejor un rival vulnerable que otro que no se sabe cómo será.

Los insurgentes están formados por varios grupos diferentes encabezados por Hayat Tahrir al-Sham, el grupo fundamentalista que rompió sus relaciones con Al Qaeda hace años y que controlaba la mayor parte de Idlib. Grupos kurdos del norte de Siria han tomado posiciones en las afueras de Alepo, pero no forman parte de esa alianza que ha protagonizado la ofensiva.

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Vean lo rápido que cambia la opinión sobre la economía después de unas elecciones

¿Qué tiene que ocurrir para que la opinión pública cambie su punto de vista sobre la situación económica del país? En función de las ideas de cada uno, a todo el mundo se le ocurrirían unas cuentas propuestas sobre empleo, impuestos, vivienda, etcétera. Hay un remedio mucho más rápido y no tiene nada que ver con la economía: las elecciones cuando provocan la alternancia política.

Lo que ocurre es que ese cambio de gobierno provocará un cambio de todos los votantes, no sólo los del partido que gana las elecciones. Ha ocurrido ahora en EEUU y hay que decir que no es la primera vez que pasa. Uno de los elementos que más influye en esa opinión tiene que ver con el color político del partido que está en el poder.

Eso es lo que muestra la última encuesta de Morning Consult en su índice de confianza del consumidor:

Ocurrió en 2020 y ha vuelto a suceder. La confianza de los votantes republicanos en la economía ha subido 30 puntos gracias a la victoria de Donald Trump. La de los demócratas ha caído 19 puntos. Para los votantes registrados como independientes, no hay una variación apreciable.

Trump no asumirá el cargo hasta el 20 de enero. Todo es un juego de expectativas sobre cómo funcionará la economía en un futuro cercano y cómo puede beneficiar eso a cada consumidor. En ese sentido, no se puede decir que los votantes mientan al responder al sondeo. Es sólo lo que esperan que suceda en un sentido u otro.

Sirve para poner un poco en cuestión las opiniones de los encuestados sobre la situación económica. Depende en primer lugar del nombre del partido en el poder. En cambio, si les preguntas por su situación económica personal, que evidentemente conocen muy bien, conviene prestar atención al resultado.

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La victoria de Trump demuestra que el PIB no es suficiente para ganar elecciones

Entre los senadores demócratas es difícil encontrar a alguien con posiciones más progresistas que las de Sherrod Brown. El senador de Ohio desde 2007 ha sido especialmente crítico a lo largo de su carrera con la tendencia de su partido a alejarse de las clases trabajadoras de EEUU en el Medio Oeste, que vive en una permanente sensación de crisis desde el inicio del declive de la industria tradicional en los años ochenta. Siempre ha gozado del apoyo de los sindicatos en su Estado y ha participado en piquetes en las convocatorias de algunas huelgas. Brown, de 71 años, pero con aspecto de ser más joven, es lo más parecido a un político de izquierdas que se pueda encontrar en EEUU.

En las elecciones de este martes, Brown ha sido derrotado por el candidato republicano, Bernie Moreno. Ha sido una contienda disputada. Moreno obtuvo el 50,2% de los votos por el 46,4% de Brown, con algo más de 200.000 votos de diferencia. Moreno, nacido en Colombia, entró en política hace tres años después de ganar mucho dinero como dueño de concesionarios de coches de lujo. Rechaza el derecho al aborto y apoya la construcción de un muro en la frontera con México. Años atrás, calificó a Donald Trump de “lunático”, pero ahora se considera un político cien por cien trumpista.

Ohio es un Estado que ha evolucionado en los últimos veinte años a posiciones claramente conservadoras. Aun así, los demócratas confiaban en que Brown pudiera resistir en estos comicios, lo que no ha sido posible. El final de su carrera política sirve como ejemplo para entender el resultado de las elecciones que ha ganado Trump.

No importaba que las grandes cifras de la economía norteamericana fueran positivas desde el final de la pandemia. El impacto de la inflación en la economía de los hogares iba a castigar al partido en el poder, aunque pocos pensaban que hasta los extremos que se han producido en las urnas.

Kamala Harris centró su campaña en advertir de los peligros que supone Trump para el futuro de la democracia. La mayoría de los votantes consideró que su situación económica era más importante a la hora de decidir el voto, como ocurre en casi todos los países. No se les puede llamar egoístas. Es sólo que la Constitución no te da de comer todos los días.

El senador Bernie Sanders, que consiguió la reelección en Vermont con un 63% de los votos, tuvo duras palabras con la estrategia de la campaña de Harris. “No puede ser una gran sorpresa que el Partido Demócrata, que ha abandonado a la clase trabajadora, descubra que la clase trabajadora le ha abandonado”.

En una de las últimas encuestas de The New York Times, el pesimismo de los votantes era evidente, como había quedado reflejado en otros muchos sondeos. Sólo el 28% de la gente creía que el país caminaba en la dirección correcta y sólo el 40% aprobaba la gestión de Joe Biden. Con esos números, cualquier partido en cualquier país está condenado a la derrota. Ese malestar estaba extendido en toda la población con independencia de la edad, educación y género, y sólo era menos intenso entre los mayores de 65 años y la población negra.

A la pregunta de en qué candidato confiaba más para la dirección de la economía, Trump gozaba de una ventaja de siete puntos sobre Harris. En otros sondeos, esa diferencia era mayor. Un 51% pensaba que la economía necesitaba cambios importantes. Sólo un 3% creía que no era necesario ningún cambio.

Las encuestas hechas a pie de urna en el día de las elecciones apuntaron a un culpable obvio: la inflación. Un 67% decía que la situación económica era mala o muy mala, según el sondeo de NBC. La economía familiar estaba peor para el 45%, igual para el 30% y mejor para el 24%. Sólo el 24% afirmaba que la inflación no le había provocado problemas graves. Como pasa en todos los países, el impacto de los precios era más intenso en las rentas bajas y medias al ser muy evidente en los alimentos y la vivienda, dos de esos gastos que son inevitables.

Kamala Harris perdió tres puntos entre los que tienen ingresos por debajo de 30.000 dólares anuales con respecto a los resultados de Biden en 2020. Perdió cinco puntos con los votantes de entre 30.000 y 50.000 dólares. La pérdida de apoyos fue mayor, ocho puntos, en los hogares con ingresos de entre 50.000 y 100.000 dólares. Al igual que en España, el índice de participación en las urnas aumenta en función de los ingresos.

En 2023, el salario mediano en EEUU fue de 48.060 dólares anuales, aunque hay grandes diferencias entre estados (en Texas fue de 45.970 dólares, en California de 54.030).

Ante esa realidad, el mensaje centrado en los muy buenos datos macroeconómicos de EEUU estaba condenado al fracaso. Y no es que esas cifras sean falsas. El PIB per cápita del país alcanzó los 65.548 dólares en 2019. En 2023, ascendió a 81.695. El paro en octubre de este año estaba en el 4,1% de la población activa, el 3,4% entre los mayores de 24 años. La Bolsa de Wall Street encadenaba récords de subidas.

Ese nivel de pleno empleo no podía ocultar que los salarios no habían subido al mismo nivel en el sector de los servicios que la inflación. En muchos estados norteamericanos, la población latina cuenta con una presencia muy importante en el personal de los servicios, lo que ayuda a entender que Trump haya disfrutado de un récord de apoyo entre ellos por encima de lo conseguido antes por cualquier otro candidato republicano.

Cuando los precios comenzaron a bajar, una parte importante de la población no veía las buenas noticias por ninguna parte. A nivel macroeconómico, era un hecho indudablemente positivo, pero las familias no lo veían así. A fin de cuentas, los precios no habían bajado, sino que habían dejado de subir con tanta velocidad. Desde finales de 2023, el aumento de los salarios había sido superior al de los precios, pero no tanto como para compensar la pérdida anterior de poder adquisitivo.

El incremento de los precios no fue uniforme. Los productos más baratos tuvieron aumentos de precios mayores que los más caros, según un estudio citado por el Financial Times. En cuanto al empleo, el temor a perder el puesto de trabajo aumentó a lo largo de este año entre los trabajadores con ingresos inferiores a 50.000 dólares. Los impagos en las cantidades que hay que abonar por el pago con tarjetas de crédito también han sido mayores en los hogares de renta baja.

El aumento de los precios se inició ya con Biden en la Casa Blanca. Se hubiera producido con cualquier otro presidente. Los votantes recordaban que la inflación había sido baja en el primer mandato de Trump. Los republicanos se ocuparon de culpar al inmenso paquete de gasto público promovido por Biden para que la población soportara el impacto de la pandemia, que fue muy superior al que se llevó a cabo en los países europeos.

La inflación es un arma deslegitimadora de los gobiernos. Su capacidad para impedir la subida de precios no es muy grande, pero lo que es seguro es que los partidos en el poder sufrirán las consecuencias políticas.

El fenómeno se ha producido también en Europa. Por esa y otras muchas razones, los conservadores fueron aniquilados en las elecciones británicas. En Francia y Alemania, los gobiernos se encuentran en mínimos de popularidad. Los socialdemócratas se encaminan a una derrota segura en las elecciones de Alemania de 2025.

Nadie ha salido indemne. El pesimismo económico tiene una capacidad brutal de matar gobiernos.

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Donald Trump, el monarca reaccionario que impondrá su voluntad

En su no demasiado larga carrera política para un hombre de 78 años, Donald Trump no ha dejado de dar sorpresas. La conseguida este miércoles supera todas las anteriores. Su victoria en las urnas le permite regresar a la Casa Blanca cuatro años después de ser derrotado por Joe Biden. Esta clase de retorno no tiene precedentes en la historia política norteamericana moderna. Hay que remontarse al siglo XIX para encontrar algo parecido con la victoria de Grover Cleveland en 1892.

Claro que tampoco es posible encontrar muchos políticos que se parezcan a este promotor inmobiliario neoyorquino. Sus tres matrimonios y su vulgaridad no le impidieron recibir todo el apoyo de los ultraconservadores evangélicos. Sus ideas distintas a la cultura conservadora en materia económica en relación al comercio exterior no le han dejado sin el voto de la mayoría de los votantes republicanos, que a fin de cuentas valoran que Trump vaya a hacer lo que les importa: bajar los impuestos.

Un disparo de fusil estuvo a punto de hundir sus planes en esta campaña y de volarle la cabeza. Le rozó la oreja, pero un desvío de un centímetro podría haber cambiado la historia del país. “Mucha gente dice que Dios salvó mi vida por una razón”, dijo Trump al celebrar su victoria esta noche. “La razón fue restaurar este país, repararlo. Vamos a cumplir esa misión juntos”. Lo de juntos es discutible. El futuro presidente sabe muy bien lo que le ocurrió en su primer mandato. Ahora no dejará que un miembro de su Gobierno o un asesor alteren sus planes. Se hará lo que él diga.

Una de los elementos singulares sobre la trayectoria de Trump es ver lo poco que ha cambiado desde los años en que ni él mismo pensaba que pudiera tener éxito si se metía en política. Cuando poquísima gente lo conocía fuera del Estado de Nueva York. Todo eso cambió con un programa de televisión, que lo creó como figura pública nacional. ‘The Apprentice’ era un ‘reality’ en el que jóvenes aspirantes a genios de los negocios competían ante un único juez, Donald Trump. Los creadores sabían lo que tenían que hacer. “Nuestro trabajo entonces consistía en hacer una ingeniería inversa del show para conseguir que él no pareciera un completo imbécil”, dijo un miembro del equipo de producción a los autores del libro ‘Lucky Loser’. 

Esa misma sensación de ilusión –una fantasía difícil de creer– existió cuando presentó su candidatura a las primarias republicanas para las elecciones de 2016. Contra los pronósticos de los que habían cubierto las primarias desde décadas atrás, Trump fue el vencedor de la competición interna y después de las elecciones presidenciales. Algunos incautos creyeron que Trump se iba a moderar o adaptarse a las estructuras tradicionales del sistema político norteamericano. No podían estar más equivocados. 

El mismo efecto de incredulidad tuvo su llegada a la Casa Blanca, que inició un período caótico de gobierno que se vio finalmente arrollado por la pandemia. Trump se reveló como el padre protector de la desinformación como forma de hacer política cuando se negó a reconocer su derrota en las urnas ante Biden en 2020. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 demostró el precio que podían pagar las democracias si tenían éxito aquellos que desprecian a las instituciones democráticas. En ese momento, parecía que el futuro de Trump había quedado amortizado de forma definitiva al quedar claro y a la vista de todos que se había convertido en un peligroso dinamitero de la democracia. Una vez más, resultó un pronóstico errado.

En 2022, con las elecciones legislativas, cae hasta el que quizá sea el punto más bajo de su prestigio entre los conservadores. Candidatos promovidos por él –algunos realmente estrafalarios– son derrotados. Hasta los medios de Rupert Murdoch toman nota de su declive.

En el colmo del descrédito, el tabloide conservador The New York Post, que siempre le había apoyado, coloca su anuncio de que se presenta a las primarias en la parte inferior de la portada con el titular “Florida Man Makes Announcement” (un hombre de Florida hace un anuncio) y envía la noticia a la página 26. “Sus niveles de colesterol son desconocidos, pero su comida favorita es un filete muy hecho con ketchup. Ha declarado que sus méritos para el cargo incluyen ser ‘un genio estable’. Trump también fue el 45º presidente”, dice el texto escrito con la única intención de burlarse de él.

Es otro espejismo. Trump convierte esas primarias en un paseo. El Partido Republicano está en sus manos y se ha convertido en una plataforma para su beneficio personal.

Votantes de Trump en una fiesta del Partido Republicano en un hotel de Las Vegas el 5 de noviembre. EFE

Donald John Trump, 78 años, 1,90 de estatura, quizá algo menos sin alzas en los zapatos, casi siempre por encima de los cien kilos de peso, nacido en Nueva York y residente en Florida desde 2020, abstemio y gran devorador de hamburguesas (su comida favorita es un Big Mac, un sandwich de pescado también de McDonald’s, patatas fritas y un batido de vainilla, según su yerno), tres matrimonios, cinco hijos, un ego aun más grande que su aspecto. Un tipo obsesionado con la opinión que los demás tienen de él.

De joven, es un gran admirador de Richard Nixon, el presidente que más influyó en la política norteamericana de las décadas posteriores. De él, hereda el resentimiento personal contra las élites de la Costa Este que ningunearon a Nixon al principio y lo hundieron después. Y también el resentimiento contra la evolución de un país en el que los blancos no son los únicos que tienen sujetas las riendas del poder. En el fondo, quiere que EEUU vuelva ser el país que era antes en un mundo diferente que ya no volverá. Antes de que las mujeres y los negros reclamaran sus derechos.

No se puede entender a Trump, cuenta Maggie Haberman –la periodista de The New York Times que mejor lo conoce porque ha escrito sobre él desde que era un empresario neoyorquino–, sin recordar sus inicios en el distrito de Queens y sus primeros pasos siguiendo las huellas de su padre.

Ayudado al principio por préstamos personales de Fred Trump, extiende el poder de la empresa familiar hasta alcanzar el éxito con la construcción de un rascacielos en la Quinta Avenida de Nueva York que inevitablemente llevará su nombre, la Trump Tower. Siempre con la idea de que su objetivo es ser millonario, pero lo realmente importante es aparentar ser millonario con el fin de codearse con el dinero viejo de Manhattan, que siempre lo ha visto como un arribista de Queens con más dinero que clase.

Trump en la inauguración de su nuevo casino en Atlantic City, New Jersey, en 1990. Getty

“Sus principales intereses eran el dinero, el dominio, el poder, el acoso y él mismo. Para él, las normas y las leyes constituían trabas innecesarias, más que frenos a su conducta”, escribe Haberman en el libro ‘El camaleón’, publicado en España por la editorial Península. Como es habitual en los ochenta, construye su imperio sobre una montaña de deuda aprovechando el principio de que cuando debes decenas o centenares de millones a un banco, el riesgo no es sólo tuyo, sino también de la entidad.

Las reglas están para romperlas. Es capaz de tener contactos con la mafia de Nueva York –en esa época es casi imposible conseguir cemento y no tener problemas con los sindicatos sin asegurarse su apoyo– y ganar también la confianza del poderoso fiscal del distrito Robert Morgenthau, cuyos objetivos en los tribunales son peces más gordos que ese empresario sin escrúpulos.

Para los juegos sucios cuenta con la ayuda inestimable del abogado Roy Cohn, que echó los dientes como asesor del senador McCarthy en los años cincuenta. Es un personaje siniestro con una capacidad innata para moverse en el corrupto sistema de poder que rige en la ciudad. Trump nunca lo olvidará. Si Cohn siguiera vivo, yo aún sería presidente, dice a sus colaboradores después de su derrota de 2020.

En su trayectoria, siempre deja claro que sólo le interesa el presente. No se preocupa por pensar a largo plazo. La nostalgia es uno de sus rasgos personales y políticos. “Trump también vive en el eterno pasado”, cuenta Haberman en su libro. “Arrastra constantemente una ristra de agravios, o de quimeras de los buenos tiempos perdidos, e intenta forzar a los demás a revivirlos con él en el presente”.

Trump no ha olvidado a aquellos que le traicionaron en su primer mandato. Al principio, era consciente de su falta de experiencia política. Por eso, presumió de que iba a nombrar “un Gobierno de los mejores”. Si eran militares retirados con prestigio en los círculos conservadores, contaban el doble. El general James Mattis en el Pentágono. El general H.R. McMaster como consejero de Seguridad Nacional. El general John Kelly como secretario de Seguridad Interior y luego jefe de su gabinete. Rex Tillerson, consejero delegado de Exxon Mobil, como secretario de Estado.

Todos acaban hartos de su forma caótica de gobernar y de su asombroso desconocimiento del funcionamiento de la Administración. En sólo unos meses, Tillerson ya está pensando en dimitir y dice ante testigos que Trump es “idiota”. Menos de un año después de su dimisión, no tiene inconveniente en señalar que tenía que contarle que algunas cosas que pretendía hacer eran ilegales o violaban un tratado internacional. Lo describe como “un hombre bastante indisciplinado, al que no le gusta leer y no le gusta leer los informes que le preparan”.

Kelly es más duro. No tiene problemas en revelar conversaciones personales. Cuenta que Trump le dijo que necesitaba tener bajo su mando a “los generales de Hitler”, militares que cumplieran sus órdenes sin rechistar por brutales que fueran. “Ciertamente, el expresidente está en la extrema derecha, es realmente un autoritario y admira a los que son dictadores, lo ha dicho. Por tanto, sí entra dentro de la definición general de lo que es un fascista”, ha dicho este mes.

Trump celebra la victoria junto a su mujer Melania y su hijo Barron el 6 de noviembre. EFE

A Trump le encantan los dictadores. Admira de ellos su capacidad para imponer su voluntad. “La prensa no soporta que diga que es una persona brillante”, ha dicho sobre Xi Jingping hace una semana en un mitin. “Gobierna a 1.400 millones de personas con un puño de hierro”. Piensa lo mismo de Vladímir Putin y Kim Jong-un. Son los tipos duros del planeta y él se encuentra en la misma categoría. Lo que más le enerva es que esos líderes no respetan a EEUU. “Él pensaba que Obama era un auténtico idiota”, ha comentado sobre Kim.

Trump no está dispuesto a que le ocurra lo mismo con los nombramientos del futuro Gobierno. Exigirá lealtad absoluta y desde luego no le importará lo que digan otros gobiernos. Ha amenazado con imponer aranceles a la importación de toda una serie de bienes. La mayoría de los economistas afirma que eso provocará un fuerte aumento de la inflación. Para él, no es una cuestión económica, sino de poder.

Al igual que en su época de empresario, Trump cree que en todas las transacciones económicas –sea entre personas, empresas o estados– hay un ganador y un perdedor, alguien que engaña y alguien que es estafado. No cree que existan las relaciones comerciales en que ambas partes salgan beneficiadas. Lleva no años sino décadas afirmando que EEUU, la economía más poderosa del mundo, es timada por todos los demás países.

La retórica incendiaria de Trump le ha acompañado en todas las campañas en que ha participado. Ahora su lenguaje se ha hecho aún más vulgar y amenazante. Ha dicho que Kamala Harris ha sido “una vicepresidenta de mierda” o que está “mentalmente desequilibrada”. Ha prometido “deportaciones masivas”. Ha anunciado que hará una purga masiva en la Administración para expulsar a todos los que no le sean leales y que encarcelará a aquellos rivales políticos que, según él, manipulen el sistema de votación para negarle la victoria.

En una encuesta reciente de The New York Times, un 41% se muestra de acuerdo con la frase ‘la gente que se ofende con los comentarios de Trump toman sus palabras demasiado en serio’. Muchos de sus votantes republicanos no creen que vaya a hacer todo lo que promete y prefieren fijarse en el descenso de impuestos que ha asegurado que pondrá en marcha. Todos esos avisos sobre el peligro que supondrá para la democracia no les interesan tanto como su bolsillo.

Ayudado por ese impulsor de la desinformación que es el dueño de Twitter, Elon Musk, las mentiras y los bulos forman parte de su dieta básica, en especial para realizar ataques xenófobos. En 2016, declaró que los inmigrantes que llegan de México son unos “violadores”. En septiembre de este año, dice que los inmigrantes haitianos roban perros y gatos para comérselos en una ciudad de Ohio. Un periodista de Fox News le pregunta después si es consciente de que eso no es cierto. Lo he leído en algún sitio, contesta, pero sigue intentándolo: “¿Y qué hay de los gansos? ¿Qué pasa con los gansos? ¿Qué ocurrió allí? Todos desaparecieron”.

Está convencido de que da igual mentir. Sus partidarios no se lo tendrán en cuenta. Juega con sus resentimientos para mostrarles que él está dispuesto a hacer lo que otros nunca harán. Su confianza en sí mismo aparece plasmada en su frase más famosa de las primarias de 2016. “Podría plantarme en mitad de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería ningún votante, ¿de acuerdo? Es realmente increíble”, dice dos semanas antes de que empezara esa contienda.

Ocho años después, la frase no ha perdido valor y vuelve a estar en la mente de cualquier observador de Estados Unidos. No ha importado cuántas veces ha despreciado elementos básicos del funcionamiento de la política norteamericana. No han sido relevante en las urnas los insultos procaces a sus rivales ni su desprecio a los medios de comunicación, incluidos en ocasiones algunos que le apoyaban. Tampoco ha importado que sus conocimientos económicos sean limitados o provoquen el pasmo de muchos economistas. Trump ha vuelto a ser el paladín de la derecha más reaccionaria sin perder apoyo entre los votantes republicanos tradicionales.

Al mundo entero le esperan cuatro años más de un hombre resentido en la presidencia de EEUU que cree que las instituciones deben estar a su servicio exclusivo. Esta vez, en su último mandato como presidente, no permitirá que nadie vuelva a engañarle. EEUU volverá a tener un rey casi 250 años después de haber renegado del monarca Jorge III y expulsado a los británicos del país.

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