
En esta semana, varios gobiernos europeos se han decidido a mostrar su rechazo más absoluto a los ataques masivos contra la población civil que Israel está realizando en Gaza. No son muy diferentes a lo que ha ocurrido en el último año y medio, pero ahora de repente a algunos les parecen intolerables. 17 de los 24 gobiernos de la UE han decidido que hay que revisar el acuerdo comercial de la UE con Israel por la violación de derechos humanos. Hasta hace nada, sólo los gobiernos de España, Irlanda y Bélgica habían elevado su voz en la UE para denunciar los crímenes de guerra cometidos por el Gobierno israelí. No sé dónde estaban los otros cuando los ministros del Gobierno de Binyamín Netanyahu hacían declaraciones públicas de intención claramente genocida. Sobre lo que la comunidad internacional debería hacer a partir de ahora, me vale como guía lo que ha escrito una comisión de la Conferencia Episcopal de España. Este párrafo es bastante elocuente:
“Para llegar a una situación de ”justicia, paz, verdad y fraternidad“, como viene reclamando el Papa León XIV, se requiere, de manera urgente e inaplazable, terminar con el asedio a la población, así como con el ataque a los hospitales, con los bombardeos a la población civil, la destrucción sistemática de infraestructuras y vecindarios, y la negación de asistencia humanitaria, lo que supone una violación de los derechos humanos más básicos y del derecho internacional humanitario, actos de ocupación equivalentes a una limpieza étnica”.
Todo lo descrito en este párrafo no se basa sólo en la doctrina de la Iglesia sobre conflictos bélicos o en las palabras del nuevo pontífice, sino en las normas sobre la guerra que aparecen en las Convenciones de Ginebra aprobadas después de la Segunda Guerra Mundial. Deberían obligar a todos los estados y condicionar las respuestas que den otros gobiernos. Y no vale con aprovechar esa reacción para ajustar cuentas con los rivales en la política interna.
Esa ha sido la actitud de Alberto Núñez Feijóo al acusar al Gobierno de Pedro Sánchez de utilizar los acontecimientos de Gaza para ocultar sus problemas. Una respuesta adecuada a la actitud escasamente moral de Feijóo la ha dado precisamente el presidente de la Conferencia Episcopal con el que seguro que está de acuerdo en muchas cosas. “Gritemos alto y claro contra el drama humanitario que ocurre en Gaza por la acción del Gobierno de Israel”, ha escrito Luis Argüello, arzobispo de Valladolid. “No cabe el silencio usando el argumento de que el Gobierno de España lo utiliza como escudo para ocultar otros problemas. Ese silencio utiliza la misma táctica encubridora”.
Es obvio que Feijóo tiene otras prioridades. No le interesa apoyar al Gobierno en ningún tema. Ni siquiera cuando hay tantas vidas en juego. No se atreverá, supongo, a acusar a la Iglesia de ser antisemita.
Tampoco a Ehud Olmert, primer ministro israelí entre 2006 y 2009, que esta semana describió en Haaretz qué está ocurriendo en Gaza: “Lo que estamos haciendo en Gaza es una guerra de aniquilación. Estamos matando a civiles de forma indiscriminada, brutal y criminal. Estamos haciéndolo no porque hayamos perdido el control en una zona concreta, no por un ímpetu desproporcionado de los combatientes de alguna unidad, sino como resultado de la política dictada por el Gobierno de forma consciente, intencionada, cruel, maliciosa y temeraria. Sí, estamos cometiendo crímenes de guerra”.
El Gobierno español ha estado bastante solo en Europa desde que comenzó a denunciar los crímenes de Gaza. La pasividad ha alcanzado niveles inauditos desde el momento en que Israel prohibió durante once semanas la entrada de comida y medicinas a Gaza. Un sitio por hambre como los que se realizaban en la Edad Media. Es lo que llevó al Financial Times a publicar un editorial que denunciaba “el vergonzoso silencio de Occidente” ante lo que estaba sucediendo. EEUU y Europa elogian a Israel por ser supuestamente un país con el que comparten los valores de la democracia liberal, pero “deberían estar avergonzados por su silencio y no permitir más que Netanyahu actúe con total impunidad”. Por mucho menos, han dejado claro que Putin es un enemigo de Europa y de sus valores.
Esa inacción ha cambiado un poco ahora al comprobarse que las autoridades israelíes pretenden hacer lo que dijeron que iban a hacer desde el primer momento. Su objetivo no se limitaba a acabar con Hamás como fuerza militar que pudiera amenazar a Israel, sino destruir Gaza, convertirla en un lugar en el que sea imposible vivir.
Recordemos que al principio de la guerra Israel negaba tajantemente que estuviera atacando hospitales. Las informaciones que lo confirmaban eran tachadas de propaganda en favor de Hamás. O afirmaba que en los sótanos del centro sanitario Hamás había instalado un puesto de mando, aunque luego las pruebas ofrecidas no confirmaban la acusación. Desde hace ya mucho tiempo, no hay ningún intento de ocultar esos ataques. Se ataca a los hospitales que quedan en ruinas o en condiciones penosas, se detiene al personal sanitario y se destruye el material que hay en su interior. El objetivo es que el edificio ya no pueda servir para su función. ¿Y cómo vas a vivir en un lugar donde nadie puede atender a tus hijos si están heridos o enfermos?
La destrucción que se puede apreciar en fotografías, vídeos e imágenes por satélite no se debe sólo a los bombardeos o a los combates de los primeros meses con miembros de Hamás. Barrios enteros han sido reducidos a montañas de escombros hasta el punto de que se necesitarán décadas para limpiar esas zonas. Un artículo en la web israelí +972 cita a los soldados que se ocuparon de las tareas de demolición:
“Me hice con cuatro o cinco bulldozers y se demolían 60 casas al día –decía uno de esos soldados–. Una casa de uno o dos pisos, la tiraban abajo en una hora. Con una casa de tres o cuatro pisos, se tardaba más. La misión oficial consistía en abrir una ruta logística para poder maniobrar, pero en la práctica los bulldozers simplemente destruían casas. La parte sureste de Rafah está completamente destruida. El horizonte es plano. No hay ya una ciudad”.
El otro método se basaba en los explosivos. “Algunos días demolíamos de ocho a diez edificios. Otros días, ninguno –explica un militar–. Pero en general, en los 90 días que estuvimos allí, mi batallón destruyó entre 300 y 400 edificios. Nos alejábamos 300 metros y los volábamos”.
En ocasiones, cumplían órdenes de arriba. Lo más frecuente es que las unidades militares sobre el terreno no necesitaran directrices concretas. Los soldados saben que tienen que dejar atrás un mar de ruinas. El propio Netanyahu lo dijo en una reunión reciente de la Comisión de Exteriores del Parlamento, celebrada a puerta cerrada. “Estamos destruyendo más y más casas. No tendrán un sitio al que volver. El único resultado previsible será que los gazatíes desearán emigrar fuera de la franja” (de Gaza).
Algunos mandos militares no han tenido ningún problema en contarlo a medios israelíes. “Al final, no estamos luchando contra un ejército, sino contra una idea”, dijo el comandante del Batallón 74 en diciembre de 2024. “Si mato a los combatientes, la idea permanecerá. Pero yo quiero que la idea se convierta en inviable. Cuando miren Shujaiya (un barrio de Ciudad de Gaza), verán que no queda nada, sólo arena. Esa es la idea. No creo que puedan regresar en al menos cien años”.
En Shujaiya, vivían antes de la guerra cerca de 100.000 personas. Su nombre procede de un emir que luchó contra los cruzados en el siglo XIII. Fue la primera expansión de la localidad más allá de sus murallas originales. Siglos de historia han sido convertidos en ruinas en unos meses.
No cabe una definición más completa de genocidio que esta. No es sólo por los 53.901 muertos (según los últimos datos del sábado) o los más de 15.000 niños y adolescentes asesinados, que ya sería motivo suficiente para emplear esa palabra. Cuando tu objetivo es eliminar la presencia humana en amplias zonas de un país para que nadie pueda volver a vivir allí, como dice ese teniente coronel, lo que en el fondo estás buscando es borrar a un pueblo de la historia.