Guerras culturales en versión española

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En EEUU le llaman «guerras culturales». Si bien como concepto tiene su origen en los años 20, fue en los 60 cuando comenzó a darse con más virulencia y notoriedad, en la medida en que ese enfrentamiento entre posiciones conservadoras y progresistas tuvo unas consecuencias políticas más claras, ocasionó enfrentamientos violentos en la calle a causa de la guerra de Vietnam y sirvió para que algunos políticos construyeran sus carreras a partir de esa división.

El ejemplo más evidente es el de Richard Nixon, como bien saben los lectores del imprescindible libro ‘Nixonland’, de Rick Perlstein, que es algo más que una biografía, ya que permite observar los cambios que se produjeron en la sociedad norteamericana de esos años.

En España, también tenemos nuestra versión de las guerras culturales. El 12 de octubre, la fiesta oficial del país, es el momento perfecto para contemplar la pelea desde la grada o enarbolar un palo en la cancha. Ahora con las redes sociales no es necesario limitarse a contemplar los golpes. Cualquiera puede bajar y manejar con brío los conceptos de patria, nación, dignidad y libertad. Preferiblemente, si es para sacudir a alguien en la cabeza.

Quizá volvamos a ver en los periódicos más artículos lamentando la falta de eso que llaman «un relato» que puedan compartir todos los españoles. Pero lo que ocurre con los mitos fundacionales es que cada uno elige el que más le conviene o satisface. Ninguna Academia de la Historia, Gobierno o medio de comunicación puede imponer a los ciudadanos la interpretación ‘correcta’ de la historia. Las diferencias ideológicas y sociales condicionan a la gente y les hacen abrazar ciertos hechos históricos y no otros, aceptarlos o despreciarlos.

Un lugar común habitual es sostener que estas cosas sólo pasan en España. No puede ser más falso. Al menos, en una sociedad democrática el pluralismo no sólo permite que las personas voten a partidos diferentes, sino que tengan una visión diferente de su pasado y de lo que representa. Ocurre en EEUU, donde la huella de la guerra civil del siglo XIX aún no ha desaparecido, en Gran Bretaña, donde ingleses y escoceses han estado a punto de decirse adiós, en Italia, donde las diferencias entre norte y sur son algo más que económicas, y hasta en Francia, donde no han olvidado la profunda confrontación ideológica de los años 30 que quedó oculta por la Segunda Guerra Mundial.

Hay más de una Francia, como hay más de una España. El discurso uniformizador sólo sirve para que los garrotazos duelan más. Pero, claro, es posible que esa sea la idea.

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