Leemos el libro de Pedro Sánchez para que Albert Rivera no tenga que hacerlo

Leonardo DiCaprio ganó un Oscar por su interpretación en ‘El renacido’. Es un tipo de historia que siempre tiene gancho en la audiencia. Así que no es raro que Pedro Sánchez decidiera convertir en un libro su experiencia de los últimos años. Con 46 años, puede alardear de haber consumido más etapas que la mayoría de las personas que se dedican a la política toda su vida. Elegido líder de su partido con 42 años, a punto de ser elegido presidente del Gobierno un año y medio más tarde, después eliminado y humillado por sus compañeros y sin embargo rivales, regresar a lo más alto contra todo pronóstico y finalmente llegar a Moncloa subido a la ola generada por una sentencia judicial. Hay montañas rusas con menos pendientes.

El libro ‘Manual de resistencia’ procede de unas conversaciones con Irene Lozano, que entró en las listas electorales del PSOE en 2015 a invitación de Sánchez y que hoy es secretaria de Estado. «Ella les dio forma literaria a las grabaciones», dice en el prólogo. Quiere decir que fue Lozano quien lo escribió si aceptamos que «forma literaria» es una forma eufemística de definir la escritura. Aun así, el texto recuerda mucho las palabras y la forma de hablar de Sánchez, con lo que podemos llegar a la conclusión de que describe bastante bien su mentalidad y sus ideas.

Gracias a su enfrentamiento con el aparato del PSOE y a su firme negativa a convalidar la reelección de Rajoy con la abstención en el debate de investidura, Sánchez ha sido descrito en numerosas ocasiones como un político de corte muy izquierdista dispuesto a aplicar reformas profundas a la sociedad española. El libro, además de su trayectoria como presidente, permite poner esa afirmación en cuarentena. «No pasaba un día sin que me presentaran como un radical», dice perplejo sobre las opiniones suscitadas en los medios de comunicación en las primarias que le devolvieron al poder.

Nada más lejos de la realidad. «Nosotros ofrecíamos lo que la socialdemocracia ha ofrecido siempre: el cambio seguro. Está en nuestro ADN y además es lo que necesitaba España, entonces y ahora», escribe en relación a la campaña de las elecciones del 20D. Hubo un tiempo en que Albert Rivera se presentaba como la garantía del «cambio sensato». La diferencia entre ambos conceptos está en el campo de los matices.

Como protagonista de esa resurrección en su partido, inevitablemente Sánchez se presenta como el líder dispuesto a hacer las preguntas delicadas sobre cómo la crisis económica impactó en la credibilidad del PSOE. Frente a los dirigentes que pensaban tras la derrota de 2011 mientras volvían al coche oficial que era cuestión de tiempo que volvieran al poder, Sánchez al menos no oculta que las cosas no eran ya como antes. Dedica varias páginas a lo que llama «la crisis de representación», es decir, la pérdida de prestigio de los partidos tradicionales. Tiene el buen gusto de no culpar de todo al populismo, el rasgo que define a los políticos que piensan que la responsabilidad es siempre de los otros o de los votantes, de cualquiera menos de ellos.

Sánchez comenta que los votantes «no nos percibían de forma diferente al PP, nos metían en el mismo saco». No opta por el victimismo y acepta una parte importante de esa crítica (ya después tendrá tiempo para atizar a los líderes de los nuevos partidos). «Los partidos sistémicos habíamos decepcionado a la gente y esta no parecía dispuesta a confiar en nosotros porque sí».

Cuando pudo encargar encuestas desde Ferraz, las conclusiones confirmaron esa idea. Los ciudadanos «habían dejado de creer en los socialistas». En ese punto, acepta que los nuevos partidos –se refiere sobre todo a Podemos– conectaban con «las emociones de la gente», pero niega que estén preparados para gobernar, porque les falta el «espíritu reformista» del PSOE. Ahí olvida que ese espíritu, que en el PSOE ha significado no tomar medidas contundentes para afrontar problemas económicos estructurales por miedo a las repercusiones, es lo que ha llevado a la socialdemocracia a tener un perfil desdibujado ante los votantes.

Un momento dramático se produjo al conocerse el uso de las tarjetas black por los responsables de Caja Madrid y Bankia, desvelado por este medio, el escándalo que «retrató a los políticos como auténticos enemigos del pueblo, por así decirlo». La noticia produjo una conmoción en Ferraz y que Sánchez tomara medidas drásticas contra los militantes socialistas implicados. No oculta que su decisión causó rechazo «entre ciertos miembros del grupo parlamentario», lo que es una forma de decir que había dirigentes del PSOE que estaban más por lo de siempre, esconder la porquería debajo de la alfombra y esperar a que escampara la tormenta.

Sánchez dedica varias páginas a explicar por qué los partidos deben introducir mecanismos más democráticos en sus elecciones internas y su funcionamiento. Es lógico viniendo de alguien que fue apartado por dirigentes con más poder en el aparato y después salvado por los militantes. No oculta los problemas que tiene la socialdemocracia para afrontar los retos de un mundo diferente al del pasado. No queda tan claro cuál es la respuesta ideológica que se debe dar. El «cambio tranquilo» no es suficiente, aunque sirva para tranquilizar a los votantes asustadizos.

Queridos enemigos

El apartado más perversamente atractivo de este tipo de libros es cuando se ajustan cuentas con los rivales. Sánchez no cuenta mucho que no conozcamos de Mariano Rajoy. Su pasividad ante la crisis de Catalunya y su esperanza en que el problema se resolviera por sí solo son conocidas. Algunos hechos sí son relevantes. El entonces presidente le prometió que no habría cargas policiales el día del referéndum del 1-O, lo que demostraría que el Gobierno central perdió el control de la situación desde muy pronto o que Rajoy no se enteró de nada de lo que iba a hacer el Ministerio de Interior. Por eso, el despliegue policial se redujo en la tarde de ese día al comprobar la repercusión internacional de la violencia policial.

Además, cuenta que Rajoy no tenía muchas ganas de imponer el 155 a la Generalitat. «Durante toda la crisis me di cuenta de que Rajoy no quería aplicar el 155; se resistía, pero sufría presiones internas». Sánchez invitó a Rajoy a que diera el paso después de pactar un 155 temporal que incluía la convocatoria de nuevas elecciones en Catalunya cuanto antes, como así ocurrió.

Con Albert Rivera, se muestra condescendiente. En el fondo, es la historia de un gran amor que ha acabado mal. A cuenta de las negociaciones de la moción de censura, dice que Ciudadanos «no sabe gestionar las situaciones de crisis» que es como decir que en política no están a su altura. Sobre su actitud en Catalunya, afirma que el diálogo «los deja fuera de juego porque el conflicto está en su ADN». Es una forma de llamarles intransigentes o fanáticos.

Los que aún confían en un acuerdo entre PSOE y Ciudadanos tras las elecciones de abril deben saber que las relaciones entre ambos líderes tienen pinta de estar rotas para mucho tiempo.

Con Pablo Iglesias, el itinerario es el contrario. Empezaron mal, porque no se fiaban. Sánchez cree que se la jugó después de las elecciones del 20D. «Toda esa épica griega estaba siempre en su cabeza», refiriéndose a la victoria inicial de Syriza y el hundimiento del Pasok. Todo cambió, según Sánchez, con su victoria en las primarias. Iglesias debió de quedar impresionado por un desenlace que no esperaba en el PSOE. Ahora su relación es «fluida y cordial, con complicidad». A ver lo que dura.

El tamaño del ego

En política, cuando se escalan posiciones a gran velocidad, el ego aumenta en un sentido proporcional. Sánchez estaba realmente muerto cuando Susana Díaz le echó a patadas a Ferraz. El líder del PSOE cuenta que pocos días después de dimitir como diputado estaba haciendo cola en la oficina del paro acompañado de sus hijas (un detalle estupendo de ellas, por cierto). Menos de dos años después, entraba en su nueva residencia, La Moncloa.

«Puede sonar presuntuoso, pero me doy cuenta de que me crezco en las situaciones difíciles», escribe. Es cierto, suena presuntuoso. Se refiere en este caso a lo que llama «un fin de semana infernal», después de que Rajoy renunciara a presentarse a la investidura tras el 20D y Sánchez debía decidir si presentaba su candidatura al Congreso.

Sánchez tomó una decisión difícil, y que al final le benefició. Lo mismo cuando dio el paso de presentar una moción de censura. En el libro, sostiene que esa victoria deja «zanjada» la batalla por la hegemonía en la izquierda. En otro momento de euforia, afirma que su presencia en el Gobierno ha supuesto que los ciudadanos ya no crean que el PSOE forme parte del la élite del poder que ignora los problemas de la sociedad. «Yo rompí eso y ahora está claro que el único partido que realmente cree en el cambio es el PSOE». Yo.

A nada que sus apuestas vayan funcionando, los líderes tienen la tentación de creerse invencibles, de estar en condiciones de superar cualquier situación por complicada que parezca.

Ahora Sánchez ha vuelto a dar otro paso decisivo con la convocatoria de elecciones anticipadas, cuyas consecuencias aún desconocemos. Puede salirle mal y acabar con su salida de Moncloa, pero al menos esta vez es poco probable que acabe en la oficina del paro. Pero eso quedará para el siguiente libro.

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