Tenemos una pregunta sobre la pandemia pero lo que nos pone es sacar el tema de ETA

Volvió la sesión de control al Congreso y con ella las sanas tradiciones políticas españolas. Una de ellas es que no importa cuál sea el asunto que más preocupe a los ciudadanos –en estos tiempos obviamente la pandemia–, porque siempre es el momento adecuado para sacar el tema de ETA. La organización terrorista ya es historia, pero forma parte del menú del día de ciertos partidos. El suicidio del preso Igor González, en la cárcel desde hace quince años, se convirtió el miércoles en motivo suficiente para cargar contra el Gobierno, no por la posible responsabilidad de la Administración penitenciaria en la seguridad de un interno, sino porque Pedro Sánchez había «lamentado profundamente» el fallecimiento el día anterior en el Senado. Como no se alegró por el suceso y no descorchó una botella de champán, Pablo Casado se inventó la noticia: «Ayer condena la muerte de etarras», dijo. ¿Son ahora los suicidios de presos un éxito de la democracia en España?

En la misma línea, Inés Arrimadas, antes de hacer su pregunta sobre la vuelta al colegio, dio por hecho que no felicitarse por el suicidio de un condenado por delitos de terrorismo es una afrenta a otras personas: «Pido al Gobierno que muestre más empatía con las víctimas de ETA que con sus verdugos». Lo mismo Santiago Abascal: «No tendrá nuestro pésame a uno de sus cómplices».

Para criticar a Pablo Iglesias, el secretario general del PP, Teodoro García Egea, dijo que «ETA es una banda terrorista, no una banda de música». En presente. Cuando les apetece, los políticos atrasan los relojes unos cuantos años.

Como explicó el jurista y exdiputado del PP Jesús López-Medel, «cuando una persona ingresa en un centro penitenciario, la Administración asume un deber de proteger y cuidar de la vida y salud de esa persona, y una cosa es que no sea responsable de todos los suicidios que se producen en las cárceles y otra es ver si ha puesto o no los suficientes los medios para evitar ese resultado». Eso es especialmente cierto en el caso de presos que han intentado antes quitarse la vida.

Mertxe Aizpurua, diputada de Bildu, reclamó al ministro de Interior poner fin al alejamiento de presos etarras y que se excarcele a los que estén enfermos en estado grave. Recordó que Igor González había intentado suicidarse tres veces. «Esta era una muerte evitable», dijo.

Grande-Marlaska no podía dejar de responder a la pregunta. No quiso referirse al caso de González con el socorrido argumento de la Ley de Protección de Datos y defendió que «la legislación penitenciaria es modélica» en España. Informó de que 90 presos de ETA «han sido trasladados y cambiados de grado en los últimos años, siempre con control judicial».

El primer pleno tras el verano se adaptó al agravamiento de la pandemia en Madrid y las nuevas medidas restrictivas ordenadas por el Gobierno de la Comunidad. No estuvieron todos los diputados y todos llevaban mascarillas, también durante las intervenciones. La bancada del PP, que gobierna en Madrid, las aplicó a su manera. Las dos primeras filas de escaños, donde están los diputados más destacados, estaban ocupadas, así que la distancia de seguridad entre ellos no llegaba a los 50 centímetros.

Sin embargo, las medidas sirvieron para dejar fuera de este pleno a Cayetana Álvarez de Toledo, la portavoz del grupo destituida por Casado en verano. No hay problema. Ella se ha montado su propia tribuna al poner en marcha un canal personal en YouTube. Para inaugurarlo el día anterior, hizo una sesión de control del líder de su partido. Explicó que el grupo parlamentario le ha negado formar parte de las comisiones que ella había elegido y le ha dado otras. Y sobre asistir al pleno, lo siento, pero estás fuera de la lista VIP: «Según me explicó la dirección del grupo, sólo van a asistir los 44 más importantes». Para la dirección del PP, estar sentado a menos de 50 centímetros de Álvarez de Toledo debe de ser un trago muy duro.

Álvarez de Toledo ha llamado «CATilinarias» a su canal de vídeo por los cuatro discursos de Cicerón contra el demagogo Catilina. En términos de oratoria política, siempre da lustre compararse con Cicerón y sus intervenciones en favor de la república romana y contra la tiranía. Nunca conviene olvidar que el ilustre senador acabó siendo asesinado por orden de Marco Antonio, que dispuso que su cabeza y su mano derecha, con la que escribía sus discursos, fueran colocadas durante un tiempo junto a la tribuna de oradores del Senado. Su esposa Fulvia se ocupó de arrancarle la lengua. Cicerón sabía cómo enfurecer a sus rivales políticos.

Es probable que Casado utilice métodos menos expeditivos para silenciar a su antiguo fichaje estelar. No será por falta de ganas.

Las sesiones de control de septiembre sólo son un aperitivo del debate pendiente más decisivo, el de los presupuestos, sin los cuales la esperanza de vida de la legislatura quedaría bajo mínimos. El PSOE está tirando cables hacia varios sitios al mismo tiempo para ver cuál es el que resiste más peso. Sánchez no habla mucho de pactar con Esquerra, y sí en cambio con Ciudadanos y hasta con el PP, aunque sabe que esto último es imposible. En ese juego de apariencias previo a la negociación real, Gabriel Rufián optó en el pleno por dirigirse al grupo de Unidas Podemos con la intención de meter una cuña dentro del Gobierno de coalición: «¿No se dan cuenta de que esta operación, la de revivir a uno de los partidos de la derecha, va mucho más allá de unos presupuestos? ¿Que la operación es que el PSOE pueda escoger en los próximos diez años entre ustedes o Ciudadanos?».

No sabemos si a Sánchez le preocupa que Podemos se ponga nervioso por esa posibilidad. De momento, ha dado garantías a Pablo Iglesias de que no negociará a espaldas de su grupo. Como ya le ha mantenido en las tinieblas en dos asuntos muy relevantes –la huida de Juan Carlos de Borbón y la fusión de CaixaBank y Bankia–, no puede permitirse muchos más trucos. Quizá por eso el presidente cometió un error no forzado al responder a Rufián. «Ciudadanos ya ha elegido. No se ha salido de la foto de Colón», dijo en una afirmación que pareció sorprender, quizá hasta incomodar, a Arrimadas.

Es una forma extraña de negociar con un partido la de recordarle algunas de sus peores pesadillas.

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Trump mintió sobre la gravedad de la pandemia porque no quería «provocar el pánico»

Donald Trump lo sabía. El 28 de enero, su consejero de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, le informó sobre el impacto de la crisis del coronavirus. «Va a ser la mayor amenaza de seguridad nacional que afronte en su presidencia. Va a ser la prueba más dura que afronte», dijo en una reunión en el Despacho Oval. Otro de los asesores presentes lo confirmó: el mundo se enfrentaba a una amenaza similar a la de la gripe de 1918.

El 7 de febrero, Trump habló con el periodista Bob Woodward por teléfono y le dijo que era consciente del peligro. «Respiras el aire y así es como se contagia. Por eso, es una situación muy arriesgada. Muy delicada. También es más letal que la gripe común».

Las frases aparecen en el último libro –’Rage’– de Woodward, del que The Washington Post ha ofrecido un amplio resumen.

En las fechas citadas, Trump estaba negando en público la gravedad de la pandemia y previendo de forma optimista que la enfermedad no tardaría mucho en desaparecer. «Cuando el tiempo sea más caluroso, esperemos que el virus se haga más débil y finalmente desaparezca», dijo el 7 de febrero. «Pueden preguntar por el coronavirus, que está perfectamente bajo control en nuestro país», dijo el 25 de febrero. «Va a desaparecer. Algún día, será como un milagro y habrá desaparecido», dijo el 28 febrero.

Trump engañó a los ciudadanos y a los medios de comunicación. «Para ser honesto contigo, siempre he querido rebajar (la amenaza), aún quiero rebajarla, porque no quería provocar el pánico», explicó al periodista.

Woodward grabó las conversaciones con Trump, presumiblemente con el permiso del presidente. El Post ha ofrecido ahora algunos fragmentos con las frases citadas.

A pesar de lo que contó al periodista, Trump nunca contó a la opinión pública las dimensiones de la pandemia de las que era consciente, no utilizó todo el poder del Estado federal, criticó a los gobernadores demócratas que tomaron las medidas más estrictas para impedir la extensión de la enfermedad e interfirió en los trabajos de los organismos científicos que debían llevar la iniciativa, como el CDC o la FDA.

Entre otros asuntos desvelados en el libro están fragmentos de las cartas que le envió Kim Jong-un, caracterizados por un tono muy respetuoso y hasta elogioso hacia Trump. Y una revelación sobre el arsenal nuclear norteamericano de la que no se sabía nada. El presidente alardea de que EEUU cuenta con un nuevo sistema de armamento que nadie conoce. «He construido un arma nuclear, un tipo de de armamento que nadie ha tenido antes en este país. Tenemos cosas de las que no has oído hablar. Tenemos cosas que Putin y Xi no han oído hablar. No hay nadie… lo que tenemos es increíble».

Woodward afirma que ha podido confirmar por fuentes anónimas que existe ese nuevo armamento sin conocer más detalles.

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Qué ha contado Iker Jiménez en su vuelta televisiva y por qué puede ser un problema para todos

Este verano fue testigo en España del rebrote del coronavirus y de otro fenómeno más sobrenatural. Iker Jiménez descubrió horrorizado que muchos de sus seguidores en televisión y YouTube lo tachaban de traidor y vendido al poder. Si dos extraterrestres hubieran aparecido en su plató y le hubieran comunicado en perfecto español que ellos construyeron los pirámides en un fin de semana para matar el tiempo, se habría sorprendido menos (de hecho, eso no le habría sorprendido en absoluto). Esa reacción despechada se le echó encima por admitir que el Covid-19, que ha matado a más de 800.000 personas en todo el mundo, es real, no una conjura montada para favorecer a Bill Gates, George Soros y Pedro Sánchez, por este orden. «Son los mismos que hace semanas me llamaban patriota», dijo Jiménez, lo que da algunas pistas sobre la ideología de los desafectos.

Perplejo y dolorido, el presentador televisivo reaccionó en agosto de forma confusa en Twitter. Le interesaba mucho decir lo que no era: «No soy un traidor, no estoy a favor de Soros, Bildelberg ni la Masonería». El desmentido no parecía suficiente e insistía después: «No soy judío, no soy masón, no pertenezco a ninguna sociedad secreta u oculta». Judíos y masones, los enemigos declarados de la propaganda del franquismo que parece que no han perdido capacidad de hacer el mal en ciertas mentes.

¿Cómo pudisteis hacerme esto a mí?, era el argumento principal de Jiménez. Yo, que he analizado temas «intocables», como «la pederastia de las élites» o «el marxismo cultural» (este último, un tema que también preocupa a Cayetana Álvarez de Toledo)

«Algo he debido hacer mal yo durante muchos años», contó también en un instante de lucidez. Este fin de semana, volvió a Cuatro su programa ‘Cuarto Milenio’, interrumpido por la pandemia en marzo, con lo que existía la oportunidad de comprobar su presunto propósito de enmienda. Falsa alarma. «Nosotros no hemos cambiado de chaqueta», dijo al principio. Continúa residiendo en ese lugar donde los hechos son sólo una versión que hay que desmontar.

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Snow y Whitehead, los detectives del cólera en el Londres del siglo XIX

Una de las razones del deterioro de la salud publica en el Londres del siglo XIX fue paradójicamente la extensión del uso del inodoro. Una buena parte de su población no tenía ya que buscar un lugar poco concurrido entre casas para evacuar sus intestinos ni hacerlo en un cubo cuyo contenido se lanzaba luego por la ventana. No cabe duda de que había una demanda inagotable para el artilugio. 827.000 personas utilizaron los inodoros portátiles instalados en Hyde Park durante la Exposición Universal de 1851.

Sin embargo, no había una red de alcantarillado que pudiera absorber ese río de desechos. Todos acababan depositados en los pozos negros que ya existían y que se vaciaban de forma periódica. El riesgo de que acabaran contaminando el suministro de agua potable era muy real, como se pudo comprobar a mediados de siglo con la epidemia de cólera de 1856. Claro que en esa época nadie pensaba que una enfermedad infecciosa pudiera propagarse a través del agua.

Londres era entonces una gran montaña de mierda, dicho en términos directos. Era el resultado de un gran crecimiento demográfico –2,4 millones de habitantes en el censo de 1851, la mayor ciudad del planeta– y de las pavorosas condiciones de vida de su población más pobre. Ni siquiera había espacio para los muertos. En Islington, barrio de la zona norte, un cementerio con capacidad para unos 3.000 cadáveres albergaba 80.000. Londres «se estaba ahogando en su propia inmundicia», escribe Steven Johnson en el libro ‘El mapa fantasma’, publicado en España por Capitán Swing.

A lo largo de su historia, Londres había conocido varias epidemias ante las que la única solución segura para sobrevivir era huir de la ciudad. Es lo que hacía Enrique VIII cada vez que la peste volvía a la capital de su reino, y lo hacía con frecuencia. El siglo XIX fue una época de constantes avances científicos y tecnológicos, pero la ciencia discurría aún entonces por caminos sinuosos. La epidemia de cólera de 1854 fue un momento esencial no por el número de muertos –había sufrido muchas peores–, sino porque finalmente obligó a cambiar la visión establecida sobre el origen de la enfermedad. Ese gran salto científico fue posible gracias a dos hombres, el médico anestesista John Snow y el reverendo Henry Whitehead, protagonistas principales del libro.

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Cosas que hacer en sábado cuando no estás muerto

Una historia oral de ‘Un domingo cualquiera’, una película sobre fútbol americano que sólo podía hacer Oliver Stone.

‘Being John Malkovich’ es tan audaz que es casi un milagro que se estrenara.
‘Psicosis’ es algo más que la escena de la ducha.
–Cómo Ingrid Bergman y Cary Grant rodaron una de las escenas más sensuales de siempre.
–Hay estrellas de cine muy rentables y otras no tanto.
–Hay ‘remakes’ que son mejores que la película original.
Yul Brynner no se llevó muy bien con Steve McQueen en el rodaje de ‘Los siete magníficos’.
–Petrarca: amor, muerte y amistad en tiempos de pandemia.
–Una historia de la plaza de aparcamiento.

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Casado denuncia el caos del Gobierno mientras Díaz Ayuso monta el suyo en directo en plena calle

Ya es mala pata que después de siete meses sin poder ver a Pedro Sánchez te presentes en Moncloa para reunirte con el presidente el mismo día en que el Gobierno de Madrid ofrece otro espectáculo de los de frotarse los ojos. Isabel Díaz Ayuso contraprogramó el miércoles a Pablo Casado con ferocidad, como si fueran dos cadenas televisivas enfrentadas a muerte por el ‘prime time’. Por mucho que se esfuerce el líder del PP, no tiene nada que hacer ante las declaraciones de Díaz Ayuso y las imágenes que genera su Gobierno. Es una batalla desigual. Ya dijo Santa Teresa de Jesús que «se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas». Casado quería que ella fuera elegida presidenta de Madrid y desde entonces ha tenido tiempo de sobra para sufrir las consecuencias.

Partió Casado hacia Moncloa con la intención de proponer un montón de pactos de Estado a Pedro Sánchez y de responderle con un ‘no’ a todas sus ofertas. El presidente también llevaba en el bolsillo un acuerdo inviable, como el de pedir al PP que acepte negociar los presupuestos y le conceda una plácida legislatura. Un pacto entre el PSOE y el PP es imposible y todo lo que se diga al respecto es puro ruido. Ni siquiera para cumplir la Constitución, esa palabra con la que los políticos nos presionan sin piedad para resaltar lo importante que es respetar las leyes.

Casado se negó a tratar la renovación del Consejo General del Poder Judicial, que está pendiente desde finales de 2018. No es un trámite que dependa del estado de las relaciones entre los principales partidos, sino una obligación marcada por la Constitución. Pero al presidente del PP no le apetece. Afirmó que no negocia porque «el vicepresidente del Gobierno (Pablo Iglesias) busca un cambio de régimen». Si eso fuera cierto, a Casado le convendría conversar con el PSOE para contar con un nuevo CGPJ que impidiera tales designios demoníacos.

Sólo era una excusa, como quedó demostrado cuando citó otras, entre las que estaba la famosa reunión del ministro Ábalos con la vicepresidenta de Venezuela en Barajas. No sale nada de eso en la Constitución, pero qué más da.

También habló de su propuesta de crear un nuevo organismo público presidido por alguien independiente para que se ocupe de la reconstrucción económica «con el fin de evitar la discrecionalidad y el clientelismo en las ayudas». Es decir, dando por hecho que el Gobierno es tan corrupto que se quedará con todo el dinero que venga de Bruselas para gastárselo en caprichos. Cualquiera diría que esa gestión debería ser la responsabilidad del Gobierno, en especial de los ministerios de Economía y de Hacienda. Lo hizo con tanta intensidad que algunos periodistas en la rueda de prensa se creyeron que ya estaba decidido. Después, la portavoz del Gobierno les sacó de la confusión. Eso sólo era algo «accesorio» y «anecdótico».

Aparentemente, la cita de Casado y Sánchez no sirvió para nada. El primero recuperó todas sus críticas conocidas al Gobierno por su respuesta a la pandemia. Las que son reales y las que se inventó. «El INE y el Instituto Carlos III siguen dudando de la cifra oficial de fallecidos», dijo, lo que es falso. Esos dos organismos miden el exceso de muertes, una estadística que también es recopilada en otros países europeos. No es un recuento que se hace para responder al registro oficial, sino que se realiza cada año, y el de ahora sirve para medir el impacto real de la pandemia.

La respuesta de María Jesús Montero fue atronadora. «Todo lo que habla el señor Casado es ofensivo para este Gobierno». No parece que estén cerca de un acuerdo. Sobre el veto a la renovación del CGPJ, dijo: «Le hemos escuchado en esta sala decir sin sonrojo que no piensa cumplir la Constitución». Según la versión del Gobierno, el PP «está instalado en el frentismo, en la confrontación». Si el éxito en la lucha contra el coronavirus depende de algún tipo de consenso entre la izquierda y la derecha, ya podemos ir pidiendo cita en el hospital.

Preguntaron a Casado por el último arrebato de Díaz Ayuso, indignada porque Fernando Simón comentó en una rueda de prensa lo que todos sabemos, que Madrid encabeza en las últimas dos semanas la última oleada de contagios, al igual que ocurrió en primavera. Él prefirió inventar una realidad alternativa: «Cuando esta estadística hace tres semanas la encabezaba Aragón, no era un tema con mucho foco. Cuando fue Castilla-La Mancha la que tuvo la cifra relativa en cuanto a población peor de mortalidad y de contagio, también en residencias, tampoco se ponía el foco». A finales de julio y principios de agosto, todo el mundo hablaba de Aragón, ya que sus datos eran horribles. La diferencia es que el presidente de esa comunidad no denunció una campaña ni dijo que todas las demás CCAA le envidiaban.

Mientras Casado hablaba en Moncloa de lo mal que tratan los envidiosos a Díaz Ayuso, los medios de comunicación ofrecían las imágenes que dejaban en evidencia a ambos. La noche anterior, el Gobierno madrileño avisó de improviso a miles de profesores para convocarles a partir del miércoles a unas pruebas serológicas. En uno de los centros elegidos, centenares de docentes hacían cola sin que fuera posible guardar la distancia de seguridad al haberse reclamado la presencia de demasiadas personas al mismo tiempo. La Consejería de Educación optó por echarles la culpa a ellos.

Nadie supo por qué no se les había avisado con más antelación. Si fue por pura improvisación o porque el inicio del curso escolar se echa encima. Las pruebas terminaron siendo suspendidas para que no continuaran las aglomeraciones, que no estaban dando muy buena imagen. El consejero de Educación lo negó y decidió jugar con las palabras: «No se han suspendido las pruebas en ningún momento. Se han reorganizado las citaciones de algunas personas que estaban citadas a última hora de la mañana porque han ido más de las previstas».

Los consejeros piensan que en caso de problemas pueden salir bien librados si son imaginativos en sus declaraciones, como ocurre con su presidenta. Pero para todo hay que saber. Cómo no admirar el desparpajo de Ayuso en una entrevista: «A lo largo del curso es probable que prácticamente todos los niños de una u otra manera lo tengan (el coronavirus). Pero porque a lo mejor se han contagiado durante el fin de semana en una reunión familiar, o por la tarde en el parque o por un compañero. No se sabe, porque el virus está en cualquier sitio». En todos los sitios, menos en aquellos que son responsabilidad del Gobierno de Madrid.

Más pronto o más tarde, vais a morir todos. Algunos antes que otros. Para qué tantas preocupaciones por la vuelta a los colegios.

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España es un país admirable, pero es difícil saber si soportará otro mes como agosto

Moncloa no había escogido mal la fecha de la conferencia de Pedro Sánchez el lunes en la Casa de América ante una nutrida representación del Ibex. Los que habían visto el fin de semana anterior la película ‘Tenet’ y habían entendido pongamos la mitad de la trama no iban a tener problemas para comprender el mensaje del presidente. Al final resultó que tampoco habrían sufrido mayores problemas si hubieran pagado la entrada para ver ‘Mary Poppins’.

Estamos aún en verano, así que es pronto para lanzar un nuevo disco. Sánchez se limitó a tocar sus temas más conocidos de la pandemia. Hay que estar unidos, no dejaremos a nadie atrás o España saldrá adelante fueron algunos de los que sonaron. Con el último, Sánchez estuvo a punto de entrar en el escabroso terreno del plagio. «Somos un país admirable», dijo en lo que sonaba sospechosamente parecido al «España es un gran país» que Mariano Rajoy interpretó en incontables ocasiones en sus giras por la periferia. Como no es la primera vez que pasa, es posible que sea un homenaje, como los que hace Tarantino con las mejores escenas de los cineastas que admira. Everything is a remix y en la política española lo es más que en ningún sitio.

Los invitados al acto con mayor cuenta corriente eran los máximos directivos de las grandes corporaciones –BBVA, Santander, Telefónica, Inditex, Repsol, Endesa…–, la España que menos interés tiene en una reforma fiscal por la que paguen más los que más tienen, pero también la que necesita que el Gobierno tenga éxito en sus negociaciones en Bruselas. Además, los directivos multimillonarios no van a irse a dormir más tranquilos si sus clientes no pueden pagar su hipoteca o reducen sus gastos de telefonía o luz. En cualquier caso, estaban allí como muestra de cortesía institucional y algunos porque sus contratos con la Administración son un bocado que no conviene despreciar, y menos en estos tiempos.

Sánchez pretendía enviarles un mensaje que pueda llegar de alguna manera a los oídos de Pablo Casado, por mucho que el empeño esté condenado al fracaso. «Necesitamos un nuevo clima político», les dijo el presidente, que volvió a insistir en la importancia de la unidad de la clase política para afrontar una crisis gravísima. «Podemos optar por la unidad o podemos optar por las viejas divisiones y las antiguas querellas».

Repitió 18 veces la palabra ‘unidad’. No era el día para ser sutil.

«España puede» era el eslogan principal de la cita. ¿Cómo no va a poder si es un país admirable? «Ningún traspiés va a impedir levantarnos. Tras cada revés, avanzaremos de nuevo. Ningún retroceso parcial nos va a privar de esa ansiada victoria final». Es posible que el aumento de los contagios producidos en verano, que el Gobierno no esperaba que se produjera tan pronto, deba ser incluido en el apartado de retrocesos parciales, pero Sánchez no incidió en ello. No tocaba comentar las malas noticias, ni siquiera las que monopolizan ahora la atención de todos por el peligro de que sea el punto de partida hacia algo peor cuando llegue el otoño.

En esa pendiente hacia el triunfo ineludible, hubo margen para ignorar ciertas partes de la realidad. «Nadie se queda atrás», dijo, cuando hay muchos que se han quedado muy atrás, como por ejemplo los que agotaron hace meses la prestación de desempleo, los que necesitan «la ayuda para sobrevivir, ya no digo para vivir». «El problema afecta a todas las clases». La pandemia –y ahora ya no es como en marzo, esto lo debería tener muy claro ahora todo el mundo– perjudica mucho más a los que menos tienen, tanto desde el punto de vista sanitario como económico. La idea de que el coronavirus no hace distinciones es un recurso argumental que se podía emplear para convencer a la gente en la época del confinamiento, pero no en estos momentos. «Somos el país más descentralizado del mundo», dijo Sánchez en una afirmación que sólo puede ser cierta si se desconoce la existencia de los estados federales.

Si el Gobierno –o quizá sólo los ministros socialistas– confía en que las grandes empresas presionen al PP para que apoye los presupuestos o se abstenga en las votaciones, está soñando despierto. Casado no ha podido ser más claro. El nuevo portavoz nacional del partido se mantuvo en esa línea, como era de esperar. «Con los socios de Pedro Sánchez, nosotros no podemos pactar los presupuestos», avisó José Luis Martínez Almeida. A Sánchez, sólo le dejan la opción de renunciar al Gobierno de coalición y quedar aislado en medio de la nada y en manos del PP.

Quizá Sánchez sólo aspira a que el PP no sea muy duro con Ciudadanos en el caso de que el partido de Inés Arrimadas acepte llegar a algún tipo de acuerdo presupuestario con el PSOE. Sobre eso, Casado no parece con ganas de declarar la guerra a Ciudadanos. En una entrevista en La Razón, comentó que el apoyo del PP no sería necesario si los socialistas negocian con éxito con Ciudadanos, el PNV y los partidos que cuentan con un escaño. Casado ha hecho las cuentas para que los empresarios más fuertes del Ibex no le calienten la cabeza.

Unas horas después del discurso de Sánchez, tocó el momento deprimente del día con el anuncio de los nuevos contagios de coronavirus conocidos desde el viernes: 23.572 más, de los que 7.457 son en Madrid. «En cuanto al mes de agosto, tenemos un sabor agridulce. Estamos detectando un volumen enorme de casos», dijo Fernando Simón. Así que lo mejor de agosto es que ya ha terminado. Confiemos en que septiembre esté a la altura de un país tan admirable como España.

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Trump quiere repetir la estrategia electoral de Nixon en 1968 y aún está a tiempo de que le salga bien

El titular de la noticia de The Wall Street Journal era muy revelador sobre el impacto del fichaje de Kamala Harris por Joe Biden. Además, valía también para definir al propio Biden como candidato. «Wall Street respira aliviado después de que Harris se una a la candidatura de Biden». El análisis coste-beneficio estaba claro. No era ya sólo que Biden sea un veterano representante del establishment de su partido, es decir, un tipo bastante moderado, sino que la elección de Harris como candidata a la vicepresidencia confirmaba que el aumento de la regulación del sector financiero estaba fuera de las prioridades de los demócratas. Obviamente, el ritmo de las respiraciones de Wall Street habría sido diferente si la elegida hubiera sido Elizabeth Warren.

La campaña de Donald Trump reaccionó de inmediato a la noticia de la elección de Harris con un anuncio que destacaba dos veces que suponía un paso en dirección a «la izquierda radical». No fue un arrebato causado por la urgencia. En declaraciones posteriores, los partidarios de Trump han anunciado que una victoria de Biden supondría que EEUU se dirigiría de forma inexorable hacia «el socialismo».

Biden ni siquiera está a favor de Medicare for All, la idea de Bernie Sanders de levantar un sistema de sanidad pública, universal y gratuita, similar a los existentes en Europa occidental. Al igual que en 2016, los votantes demócratas han vuelto a presentar un candidato del sector moderado del partido que se declara capaz de llegar a acuerdos con congresistas republicanos moderados, en el caso de que aún existan, para aprobar leyes en favor del progreso del país y en contra de la polarización más extrema. En pocas palabras, Biden es presentado como alguien que no es Trump. Eso no funcionó muy bien en 2016, si bien es cierto que él no despierta en la gente el rechazo que provocaba Hillary Clinton.

El fin de las convenciones de los dos partidos demócratas en los últimos días de agosto suele ser el comienzo real de la campaña electoral de EEUU. A partir de ahí, ya hay muy poco tiempo para grandes cambios de estrategia, y si se llevan a cabo, denotan cierto nivel de desesperación por las malas noticias. El electorado empieza a prestar realmente atención, no sólo las personas muy interesadas en la política. Los sondeos en los estados cruciales pasan a ser más importantes que las encuestas nacionales. Los temas de los que hablan los candidatos son muy similares a los que utilizarán en la última semana de octubre. Ahora es cuando se vislumbra cuáles son las ideas que escucharemos una y otra vez en los próximos dos meses.

Trump no ha sido nada ambiguo ni en la convención ni en estas semanas dominadas por la pandemia y las manifestaciones contra el racismo en EEUU. Parece haber elegido el manual de campaña con el que Richard Nixon ganó las elecciones de 1968: el país se arriesga a caer en una espiral de desórdenes públicos y anarquía protagonizada por sectores radicales que pretenden cambiar el ‘estilo de vida americano’. Tratándose de Trump, no pueden esperarse muchas sutilezas. «¡Ley y orden!», ha tuiteado en más de una ocasión, la última este domingo.

Hay dos diferencias fundamentales con el éxito de la estrategia nixoniana y la situación actual. Nixon era en 1968 el candidato de la oposición tras ocho años de presidentes demócratas. Podía acusar a sus rivales del supuesto estado de caos del país. Trump es el presidente desde hace casi cuatro años, lo que no le impide denunciar que son los demócratas los responsables de los problemas sociales que existen en estos momentos.

En segundo lugar, Nixon podía contar con un amplio apoyo entre los votantes conservadores, mientras la candidatura demócrata del vicepresidente Hubert Humphrey arrastraba el desgaste que sufría la Casa Blanca de Lyndon Johnson por la guerra de Vietnam y las convulsiones sociales. Ahora, las encuestas revelan que la mayoría de los norteamericanos apoya el movimiento Black Lives Matter –o la reciente decisión de los jugadores de la NBA de suspender por unos días los partidos del playoff– y critica la forma en que Trump ha gestionado el estallido de las tensiones raciales.

Para contrarrestarlo, Trump se ocupa de rentabilizar en su favor los incidentes violentos dando una idea exagerada del desorden ocurrido en algunas ciudades gobernadas por demócratas, como Portland, Chicago y Minneapolis, y exigiendo a esos alcaldes y gobernadores mano dura contra los manifestantes. Presenta a Antifa, un movimiento de grupos sin estructura común y de carácter minoritario, como si fuera la amenaza real de una organización concreta y poderosa empeñada en subvertir el orden. En un momento en que se cuestiona la conducta racista de muchas policías locales en EEUU y la violencia desproporcionada de sus agentes, Trump reclama más dureza en la calle contra los manifestantes y defiende a los sindicatos policiales, identificados como el principal obstáculo para la adopción de reformas.

Esa estrategia, rechazada por la mayoría de los medios de comunicación, tiene un único destinatario: el electorado de raza blanca. En dos direcciones. Mantener el apoyo de los votantes de clase trabajadora que fueron decisivos en su victoria en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin en 2016. La segunda, recuperar el apoyo perdido entre votantes blancos de clase media o media alta, que viven en su mayoría en los suburbios de las ciudades, que abandonaron a los republicanos en las elecciones legislativas de 2018.

En esas elecciones, Trump jugó la carta del resentimiento racial y xenófobo alentando el miedo a la caravana de inmigrantes centroamericanos que cruzó México. La vendió prácticamente como una invasión del país. No le funcionó.

El Partido Republicano es consciente de eso y en su convención, montada a mayor gloria de la familia Trump, intentó compensarlo concediendo la tribuna a personas de raza negra a los que habían asignado como misión negar que el presidente sea un racista. Parece un empeño condenado al fracaso, pero tiene su lógica. Se trata de conseguir desmovilizar el voto negro en favor de Biden. A fin de cuentas, el descenso de participación de afroamericanos en las urnas en 2016 fue una de las razones citadas para explicar la derrota de Clinton.

Antes de las convenciones, las encuestas nacionales daban a Biden unas ventajas tan superiores al margen de error que no admitían dudas. La gestión de la pandemia, que de forma incomprensible Trump ha querido protagonizar ocupando el espacio público que deberían tener los miembros de su Gabinete y los consejeros científicos, estaba destrozándole en los sondeos.

Las últimas noticias confirman que la Casa Blanca ha presionado al CDC y a la FDA, organismos de la Administración clave en la lucha contra el coronavirus, para alterar sus recomendaciones científicas. No hay una semana sin noticias sobre lo que el Gobierno de Trump debería haber hecho y no hizo para hacer frente a la pandemia.

Los disturbios ocurridos tras el homicidio de George Floyd a manos de la policía inauguraron un escenario político diferente. Trump decidió aprovecharlo en la línea que se espera de él.

En la convención, los oradores insistieron en reciclar el eslogan de la campaña de Trump cuatro años atrás –»Make America Great Again»– en un momento en que EEUU ha sufrido 180.000 muertes por el coronavirus, a lo que hay que sumar el destrozo económico subsiguiente. Los partidos se ven obligados con frecuencia a ignorar la realidad para mover el mensaje más favorable a sus intereses, pero todo tiene un límite.

¿Utilizaron los demócratas su convención para definir el debate en su favor? Sí, si el único objetivo era atacar a Trump. Los que pensaban que de la convención saldrían mensajes destinados a recuperar el voto de la clase trabajadora del Medio Oeste quedaron decepcionados. Si bien las encuestas nacionales continúan siendo favorables para el demócrata, la diferencia en varios estados clave no supone una barrera infranqueable para Trump.

Biden no lo tiene tan difícil. Al igual que en los países europeos, 2020 está ofreciendo una sucesión de noticias horribles en EEUU que ha hecho que una mayoría de los norteamericanos se sienta terriblemente pesimista sobre el futuro del país. El hundimiento de la confianza de los votantes es inaudito, también entre los republicanos, como se ve en la encuesta de Gallup. El nivel de satisfacción por el rumbo de EEUU entre los votantes de Trump ha caído cerca de 60 puntos desde marzo.

Sin embargo, 2016 ya demostró lo peligroso que es apostar por una estrategia que se base simplemente en sostener que el adversario es mucho peor. Biden debe salir de su casa, con todas las precauciones posibles por su edad (77 años), y hacer campaña vendiendo las ideas por las que merece la pena votarle, cosa que no ha hecho hasta ahora si nos fijamos en el nivel de entusiasmo que despierta su candidatura en los sectores sociales más propicios para él.

A estas alturas, se puede decir casi con total seguridad que Biden obtendrá más votos que Trump en las urnas. La diferencia puede ser incluso superior a la de 2016. Pero eso no garantiza la victoria en el colegio electoral. Hace cuatro años, el triunfo del republicano fue posible porque superó a Clinton en 77.000 votos en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, una posibilidad en la que pocos creían una semana atrás, ni siquiera en la campaña de Trump. A eso se redujo la contienda celebrada en un país de 320 millones de habitantes en la que más de 125 millones votaron a los dos principales candidatos.

En otras palabras, Biden necesita algo más que una pandemia para ganar las elecciones.

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Cosas que hacer en sábado cuando no estás muerto

‘Bonnie and Clyde’, la película que cambió a Hollywood.

Chadwick Boseman, héroe en la pantalla y también en el mundo real.
–Un conversación sobre el episodio más singular de ‘Watchmen’ con su director.
Oliver Stone volverá al asesinato de Kennedy con un documental.
–Un ranking de todos los discos de David Bowie.
–2020 está siendo en África y Asia el año de las plagas… de langostas.
–Hubo una vez un parque de atracciones en New Jersey en el que podías morir.
–Los autorretratos de Van Gogh.
–Hacer versiones cada vez más oscuras de Batman te lleva a lugares donde no quieres estar.

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Se acabó la guerra civil de los colegios, ahora queda esperar a la siguiente

Después de días y semanas en que los medios de comunicación y la oposición alertaron sobre las ya míticas 17 vueltas al colegio diferentes («17 formas de llevar mascarilla o de ventilar el aula», se ha llegado a titular), al fin se celebró el jueves la reunión con ministros y consejeros autonómicos de Educación. Después de toda la tinta derramada, podría pensarse que iba a tener lugar un combate salvaje con posiciones radicalmente contrapuestas. De repente, el drama desapareció. Las autoridades presentes llegaron a un acuerdo básico que cada autonomía aplicará a buen seguro en función de las circunstancias. «Un mínimo común denominador», lo llamó Salvador Illa, ministro de Sanidad. 29 medidas y cinco recomendaciones.

Para lo más difícil, aquello de lo que casi nadie quiere hablar –el cierre de colegios en caso de brotes–, el plan del Ministerio lo reserva a situaciones de «transmisión comunitaria no controlada» sin concretar las cifras. Es mejor que eso lo decida cada Gobierno autonómico en función de los datos de cada centro. Nadie quiere ponerse en lo peor antes de abrir las aulas.

Esta última idea tiene su parte de lógica. Si se pusieran sobre la mesa todos los posibles escenarios más negativos, los colegios no se abrirían nunca y el daño que sufrirían los alumnos, en especial los de familias más pobres, sería irreversible.

Sí hay situaciones que se van a producir, porque son inevitables, y ante las que podría haber una respuesta más clara. Preguntaron a Illa qué se hará en los casos de familias que envíen a sus hijos al colegio sabiendo que tienen fiebre. El ministro, que suele medir bien sus palabras, optó por una reacción que ignora la realidad de este país, la formada por aquellas familias que no pueden trabajar desde casa ni tienen dinero para contratar a alguien que se quede con los niños en el hogar. «Estando como estamos, no concibo que un padre o una madre lleven a un niño al centro a sabiendas de que pone en riesgo la salud de los demás. Si no, esto no tiene solución», dijo.

Quizá Illa no lo pueda concebir, pero ese es un dilema al que se enfrentarán muchas familias en el mundo real. Es evidente que sería una irresponsabilidad. También es verdad que es más fácil ser responsable cuando te lo puedes permitir.

La ministra de Educación admitió que el documento pactado no recoge medidas sobre conciliación para esos casos. «Pensaremos en respuestas acordes a las necesidades de las familias», dijo Isabel Celaá. Cuando terminen de pensar, es posible que nos avisen.

El acuerdo no contempla medidas inviables, como la exigencia del PP de hacer «test masivos», una medida desproporcionada que no es una garantía, porque un profesor que dé negativo en una prueba PCR puede contagiarse un día o una semana después. «Tienen que hacerse los test diagnósticos a los profesores, a los trabajadores de los centros educativos», había dicho Ana Pastor el día anterior. Los gobiernos autonómicos presididos por el PP podrían realizarlas por su cuenta sin pedir permiso al Gobierno central y no se les ve con muchas ganas. Básicamente, porque tendrían que pagar las pruebas y contar con el número suficiente de laboratorios en el que analizarlas.

Una reunión de ministros y consejeros no es una garantía de éxito. Como mínimo, esta era necesaria. Podría haberse hecho a mediados de agosto, aunque no fuera la cita definitiva. Esperar a los últimos días del mes ha permitido altas dosis de ruido político y periodístico. Lo normal en esta pandemia. Los gobiernos autonómicos ya habían aprobado criterios para la reapertura de las aulas, porque tienen las competencias en educación y las ejercen todos los años. La imagen ofrecida por muchos medios –caos, decían algunos titulares– daba a entender que todo estaba paralizado a la espera de la reunión del jueves, lo que no era cierto.

Todo el mundo sabe que la respuesta de las Comunidades Autónomas dependerá de la evolución de los contagios en cada zona y cada centro. Es imposible convertir las escuelas en una burbuja, como se ha hecho con los deportistas en varias competencias celebradas este verano. «Lo más importante para volver al colegio es que la enfermedad se reduzca en la comunidad», ha dicho el director del Departamento de Emergencias Sanitarias de la OMS. «Si la transmisión es baja en la comunidad, si la vigilancia epidemiológica, el rastreo de contactos y la sanidad son buenos, entonces las escuelas pueden reabrir». En España, está ocurriendo todo lo contrario en las últimas semanas, así que cada uno puede hacer cuentas sobre lo que puede pasar.

El presidente del Gobierno asturiano ha ofrecido lo que considera clave para revertir los datos preocupantes de este verano: «Asturias tiene mejores datos del coronavirus, precisamente, porque se anticipó y fue más drástico en adoptar algunas medidas. La anticipación, ganar días, ha demostrado ser clave para evitar mayores contagios», ha explicado Adrián Barbón.

Otras comunidades lo tienen más complicado y han empeorado sus opciones con medidas contradictorias o tardías, o simplemente ausencia de ellas. En Madrid, una fuente inagotable de noticias difíciles de creer, todo depende de quién abre la boca. El vicepresidente afirma que la situación está controlada, al mismo tiempo que el alcalde de la capital pide a los ciudadanos que sólo salgan a la calle en las zonas del sur si es imprescindible, lo que viene a ser un confinamiento voluntario. Pero durante esta semana supieron que podían coger un coche o un tren para desplazarse en 40 minutos a Alcalá de Henares y asistir a una corrida de toros junto a otras 4.000 personas. La feria taurina de esa ciudad había sido autorizada por la Consejería de Interior, a pesar de que la Consejería de Sanidad recomendaba que no se celebrara.

Parece que el Gobierno madrileño tenía dudas sobre qué es más importante: abrir los colegios o las plazas de toros. En la tarde del jueves, después de varios días de polémica, Isabel Díaz Ayuso tomó una decisión que probablemente le partió su corazón taurino. Ordenó la suspensión de las corridas previstas. Esta crisis no deja de ofrecer momentos para la historia.

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