El PP ha perdido la mitad de sus votos en Euskadi desde el fin de ETA y no es tan difícil entender por qué

En el manual de los fracasos electorales, no hay nada peor en los partidos que echar la culpa a los votantes. En términos estrictos, es una obviedad. Son los votantes los que deciden con sus papeletas cómo se asignan los escaños en un Parlamento. En un plano más profundo, resulta penoso recorrer ese camino. Eleva no saber perder a una categoría de ceguera aún mayor. La ventaja es que permite fingir que nada ha pasado, nada que te obligue a cambiar no tu ideología, sino tu mensaje o estrategia.

Esa ha sido la reacción del Partido Popular tras sus pésimos resultados en las elecciones vascas, que tienen la categoría de hundimiento si se observa la evolución de los votos recibidos en los últimos veinte años. El PP es irrelevante incluso en zonas en las que tiempo atrás disputaba la primera posición, como era el caso de Álava. Son los votantes vascos del PP los que han abandonado al partido, no los que nunca le votaron. Eso es bastante obvio y quizá debería provocar algún atisbo de autocrítica. En absoluto. La culpa es de todos los españoles, incluso de los que nunca han pisado Euskadi. «Algo estará haciendo mal la sociedad española y desde luego algo debemos no empezar a hacer los que estamos en este acto, porque si no, sería mejor dedicarse a otra cosa», dijo Pablo Casado el lunes en un homenaje a Miguel Ángel Blanco en Madrid.

Esa sería la versión sobria de la respuesta del PP. Para buscar comentarios que exigen al cerebro un gran esfuerzo de interpretación, hay que acudir a las palabras de Isabel Díaz Ayuso. «Hoy han conseguido que, por dejar de matar, obtengan lo que antes alcanzaban matando», dijo en el mismo acto. Nunca se han concedido escaños en Euskadi en función del número de muertos. «Aquellos que pegaban tiros en la nuca en defensa de un proyecto totalitario en el País Vasco jamás pensaron que hoy conseguirían tanto». Más allá de extender el terror, ETA no consiguió sus objetivos políticos durante décadas. Los dirigentes de la organización terrorista no estaban pensando precisamente en unas instituciones autonómicas incluidas en el Estado constitucional y dominadas por el PNV como su gran sueño. Su objetivo era la independencia y la expulsión de las instituciones del Estado español, dos cuestiones que incluso la presidenta de Madrid debería saber que no se han producido.

En la campaña, el PP y Ciudadanos acusaron a Pedro Sánchez de blanquear a EH Bildu, lo que explicaría sus buenos resultados. Es una interpretación que se repite de forma constante en varios medios de comunicación conservadores. «Bildu rentabiliza el blanqueo de Sánchez», tituló La Razón. «El blanqueamiento de Pedro Sánchez impulsa a Otegui (sic) en las urnas», escribió ABC. Si Sánchez es tan influyente en Euskadi –un punto de vista muy discutible–, lo que no se entiende es cómo hizo que Bildu llegara a 22 escaños, pero no consiguió que su propio partido pasara de diez. Lo que es seguro es que Sánchez pidió en campaña el voto para el PSE. De eso, tienen que ser conscientes hasta los dirigentes del PP. Y si Bildu estuviera tan ‘blanqueado’, por emplear esa terminología, el PSE no tendría inconveniente en pactar con ellos y sacar al PNV de Ajuria Enea. Y eso, a día de hoy, no va a ocurrir.

La confusión no es nueva y parte de un proceso de autosugestión en el que el PP vasco se encuentra inmerso desde hace mucho tiempo. Surgió de una teoría de Jaime Mayor Oreja, según la cual la izquierda abertzale existía en el País Vasco porque existía ETA. No estaba sustentada en ningún estudio sociológico ni encuesta. Por la misma razón, el fin de la violencia serviría para propulsar electoralmente al PP. No muchos dirigentes del partido se atrevían en público con la segunda premisa, pero algunos sí. «Si conseguimos acabar con ETA, que tengo esperanza de poder conseguirlo, el PP vasco va a subir como la espuma, porque con libertad en los pueblos y en las calles de Euskadi, a ver qué pasa con la gente que hasta ahora no se ha atrevido a votarnos», dijo en 2011 Antonio Basagoiti, entonces presidente del PP vasco. En la década posterior, la realidad le desmintió.

El PP ya tenía entonces serios problemas para entender la realidad política y sociológica del País Vasco. La violencia terrorista contribuía a contaminarlo todo, incluida la actividad de los partidos en campaña. Pero ese es un error que ya es muy difícil de aceptar en 2020 (nota: ETA anunció el fin definitivo de la violencia en octubre de 2011).

Existía al menos un precedente que indicaba lo contrario a la premisa de Mayor Oreja. En plena tregua de ETA propiciada por los acuerdos de Lizarra entre las fuerzas nacionalistas, Euskal Herritarrok, encabezada por Arnaldo Otegi, superó en las elecciones vascas de 1998 en un 34% el porcentaje de los comicios anteriores (fue en esa tregua cuando Carlos Iturgaiz pidió a las viudas de las personas asesinadas por ETA «un poco más de sacrificio por la paz»). En las siguientes, en 2001, después de que ETA reanudara los atentados y el voto nacionalista se reuniera en torno al PNV de Ibarretxe, el voto a la izquierda abertzale se hundió hasta el 10% y perdió la mitad de sus escaños en el peor resultado de su historia.

La evolución de los votos del PP en los últimos veinte años deja poco margen para las interpretaciones. 251.743 votos en 1998, 326.933 en 2001, 210.614 en 2005, 146.148 en 2009, 130.584 en 2012, 107.771 en 2016, 60.299 en 2020. Cualquiera diría que hay un patrón en estas cifras. El fin de ETA sólo contribuyó a acelerar una tendencia muy evidente. La derecha mediática de Madrid acusaba a Antonio Basagoiti y Alfonso Alonso de ser unos blandos en la contienda contra el nacionalismo vasco –ignorando que María San Gil ya había perdido más de 100.000 votos con respecto a 2001–, y de ahí sus malos resultados. Para confirmar la tesis aznariana de que todo lo que no sea la máxima agresividad contra el nacionalismo contribuye a fortalecerlo, Pablo Casado recuperó a Iturgaiz, candidato en 1998, y el castañazo fue de época.

Lo más paradójico de todo esto es lo más obvio. El PP insiste en creer que puede influir en los votos que reciba Bildu, pero no tiene ninguna posibilidad. Es obvio que sus electorados son muy diferentes. La candidatura liderada por Maddalen Iriarte ha obtenido los mejores números de la historia de la izquierda abertzale precisamente cuando ha hecho hincapié en su programa en la primera palabra sin abandonar por completo la segunda. Iriarte ha hablado más de políticas sociales, derechos de los trabajadores y feminismo que de independencia. La decadencia de Podemos en Euskadi y el estancamiento del PSOE han servido a Bildu para dominar el voto de izquierdas, en especial entre los jóvenes. La fidelidad de su electorado le ha favorecido en unos comicios que han tenido el mayor porcentaje de abstención en Euskadi.

En la última década, muchos votantes vascos del PP lo han tenido muy claro en las elecciones autonómicas, en especial en Álava. El principal freno a la izquierda abertzale es el PNV. Sólo Bildu puede poner en peligro en el futuro la hegemonía del partido de Urkullu en la política vasca. Y esos votantes del PP quizá no sean licenciados en Ciencia Política, pero tienen claras sus prioridades y saben cómo votar.

En Madrid, la dirección nacional del PP sigue hablando de ETA, proetarras y batasunos. Quizá por eso y por otras razones ha perdido el 81% de sus votos en Euskadi desde 2001 y la mitad de ellos desde el fin de ETA. Cuando no conoces a tus votantes, sueles pagar las consecuencias.

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La máquina del tiempo le juega una mala pasada a Casado

Resulta complicado trazar una estrategia electoral cuando no lees bien la realidad del lugar en que se vota. Ese es uno de los caminos más seguros hacia la derrota. Hay una segunda opción con la que explicar un fracaso en las urnas. Cuando te da igual todo, porque tus prioridades son otras. Sí, han leído bien. Hay gente que se presenta a las elecciones para perderlas. Pablo Casado ha hecho todo lo posible para estar en esa situación en las elecciones vascas y ha tenido un éxito rotundo. No podía haberlo hecho mejor, es decir, peor.

El gran enigma es cómo una estrategia diseñada para perder estaba acompañada por una intensa presencia del líder del PP en el País Vasco. No quería dejar nada al albur de las interpretaciones de los medios de comunicación. Quería hundirse en el agujero que él mismo había cavado. No se limitó a estar en los actos principales del partido en las tres capitales vascas. Acompañó a su candidato, Carlos Iturgaiz, en seis mítines. Lo elogió hasta el exceso, como si fuera la gran esperanza del PP para mejorar los resultados de anteriores comicios. En realidad, se estaba elogiando a sí mismo.

Casado eliminó a Alfonso Alonso sin contemplaciones con la intención de dejar claro que el PP vasco se dirige desde Madrid. Alonso había sido alcalde de Vitoria en dos mandatos, diputado por Alava durante nueve años y ministro. Todo eso daba igual en Génova, ni siquiera en el momento en que les convenía jugar sobre seguro. Se colocó a dedo a nuevos candidatos a las generales, gente con poca experiencia política y a los que conocían pocos. Para estas autonómicas, Casado echó mano del pasado y sacó de la jubilación a Iturgaiz, que había puesto fin a unas largas vacaciones en el Parlamento Europeo.

Y allá fueron los dos por toda Euskadi para hacer campaña como si todavía estuviéramos en los años noventa. Como si ETA aún existiera. ¿Cuál era el toque contemporáneo? Acusar al PNV de ser cómplice activo de la izquierda radical y sostener que votar al partido de Iñigo Urkullu era como votar a Podemos y estar a favor de la expropiación de viviendas. Cualquiera que conozca la política del PNV en Euskadi y haya escuchado al lehendakari debió de quedar perplejo ante estas afirmaciones. Es lo que tiene llevar el argumentario de FAES y de los editoriales de ABC a una campaña. Los votantes necesitan traducción simultánea ante mensajes que parecen llegar de Marte.

Casado tiró por la borda a Euskadi, como si ya le hubiera concedido la independencia. Impuso al partido un pacto de coalición con Ciudadanos que aportaba muy pocos votos. Era una inversión a escala nacional con el fin de ir envolviendo al partido de Inés Arrimadas en una red con la que absorberlo en el futuro. El desenlace es ceder un escaño a Cs de los seis conseguidos, tres menos que en 2016, y permitir que Vox tenga un escaño por Álava, es cierto que con un escuálido 3,7% y 4.700 votos. Montas un discurso duro y áspero extraído del pasado para neutralizar a Vox y lo que consigues es llevarlo a la Cámara vasca.

Las elecciones se jugaban en un campo muy favorable para Iñigo Urkullu y Alberto Núñez Feijóo y los resultados lo confirmaron. Lo ocurrido en Galicia servirá para que el PP intente sacar pecho en los próximos días, pero el PP de Feijóo, al menos en términos de imagen en la política nacional, tiene poco que ver con el de Casado, su portavoz Cayetana Álvarez de Toledo y la FAES. Recordemos que el presidente de la Xunta dijo ‘no’ a Casado al recibir la orden/oferta de que sumara a Ciudadanos en sus listas. Ahora es incluso más poderoso que antes y tendrá la oportunidad de decir ‘no’ más veces. No dejará que le cuenten lo que debe hacer los mismos que han montado el fiasco de Euskadi.

En la izquierda, EH Bildu y el BNG rentabilizan el trabajo de oposición de los últimos cuatro años para convertirse en fuerzas dominantes. El PSOE estará en dos lugares diferentes –el Gobierno en Euskadi y la oposición en Galicia–, pero con la misma sensación de que su potencial de futuro es escaso. Estar en el Gobierno central ni le beneficia ni le perjudica en esos territorios. Vive en la rutina de saber que lo que más puede conseguir es mantenerse. Podemos prosigue con su lenta decadencia en Euskadi y sufre un fracaso descomunal en Galicia. Los votantes han respondido con coherencia al espectáculo ridículo con el que las Mareas decidieron suicidarse. Querían una sepultura para ese proyecto político y las urnas se lo han concedido.

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Está feo señalar a los periodistas por el nombre, pero presionar para que los fusilen es mucho peor

En una escala de cero a diez, cuando el ambiente político está muy crispado, Rafael Hernando roza el once. Hay personas que están metidas en el noble arte de la política para redactar leyes, defender ideas o criticar las del adversario. Otros desarrollan una larga carrera haciendo de extras con frase de la ‘boda roja’, es decir, para apuñalar al enemigo entre los omoplatos hasta que se les canse el brazo. El senador del PP decidió hace tiempo que esa era su vocación.

En estos días en que el PP ha decidido centrar sus ataques en Pablo Iglesias, estaba claro que Hernando se iba a superar. Con algo de confusión, eso sí. En un tuit del miércoles, dedicó una breve lista de improperios al vicepresidente con uno que destacaba sobre los demás: «Usa a mujeres al estilo Bernstein».

¿Bernstein? ¿El compositor Leonard Bernstein? ¿El periodista Carl Bernstein? Poco probable. Veamos si es que se equivocó con el apellido. ¿Jeffrey Epstein, el multimillonario condenado por delitos sexuales y que se suicidó en 2019 tras ser detenido en una segunda ocasión y procesado por abusos sexuales a menores? ¿Harvey Weinstein, el productor de cine condenado a 23 años por violación y abusos sexuales?

Va a ser uno de estos dos últimos. En la política española, cabe todo hasta acusar a tus adversarios de los más graves delitos sexuales básicamente porque sí, porque te apetece. Luego siempre puedes decir que era una metáfora o que te han malinterpretado. Si a ti se te ocurre decir algo así en tu centro de trabajo, estás despedido antes de acabar la frase.

Después de consumir los temas de la manifestación del 8M y el número de muertos en la pandemia –eso no impide que se retomen más adelante si resulta conveniente–, el PP ha decidido que hemos entrado en la semana de los ataques de Pablo Iglesias a los periodistas. Es un partido metódico. No conviene gastar toda la munición a la vez. Hay que dosificarla. La campaña cuenta con la colaboración involuntaria de Podemos, al que siempre le ha encantado hablar en público de los medios de comunicación, mientras el PSOE ve la pelea desde la barrera sin saber muy bien en qué puede beneficiar al Gobierno todo este escándalo veraniego.

No es que esté prohibido criticar a los medios –algunos periodistas creen que sí por razones desconocidas–, pero tiene sus inconvenientes. El PSOE lo sabe bien, porque recuerda lo poco que le sirvió a Felipe González entrar en esas guerras que al final tienden a convertirse en algo personal. Zapatero se lo tomó con mucha más calma. Tampoco es que le fuera muy útil. Le llamaban de todo y lo que hizo fue tener una muy buena relación personal por ejemplo con Pedro J. Ramírez y conceder a las televisiones privadas el mayor regalo económico que podrían desear: la eliminación de la publicidad en TVE. La ofrenda fue tan inmensa que casi debería haber aparecido fiscalmente como donación.

Iglesias sostiene que hay una estrategia promovida por la derecha para sacar a Podemos del Gobierno. A eso, se podría responder en plan gamberro: no shit, Sherlock. Se basa no ya en la discrepancia ideológica que obviamente existe, sino en la idea, correcta o equivocada, de que esa es la forma más rápida de cargarse al Gobierno y provocar elecciones anticipadas. De todas formas, si el PP ya ha acusado a Pedro Sánchez poco menos que de causar la muerte de miles de españoles en la pandemia, todo lo demás queda un poco diluido en la comparación. ¿Qué hay peor que llamarte asesino múltiple? ¿Decir que tus modales en la mesa dejan mucho que desear?

El PP también ha tildado a Iglesias de responsable político de la muerte de miles de ancianos en las residencias. La responsabilidad de la gestión de esos centros reside en los gobiernos autonómicos y la prioridad del partido es salvar la reputación de Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad donde el número de fallecimientos ha sido más terrible. La acusación se contradice con las muchas medidas tomadas por Ayuso sobre las residencias, como quitar las competencias al consejero de Políticas Sociales o enviar unas polémicas instrucciones a los hospitales, pero el PP no tiene la intención de que la realidad se interponga ante sus argumentarios.

Fernando Simón podría decir a Iglesias en relación a los ataques personales: ponte a la cola, al fondo hay sitio. Salvador Illa, lo mismo.

En el mitin de Bilbao del lunes, el vicepresidente se refirió a los «cañones mediáticos» del PP, lo que recuerda al concepto de «Brunete mediática» que se popularizó en los tiempos de Felipe González y que Luis María Ansón vino a confirmar unos años más tarde. Pero antes el partido, a través de Pablo Echenique, había puesto nombre a algunos periodistas, como Vicente Vallés de Antena 3, para mover en Twitter un vídeo de un nuevo medio de comunicación que tiene todo el aspecto de haber sido promovido por Podemos con la intención de atacar a otros medios, además de a la oposición.

La última ofensiva contra Podemos tiene que ver con el caso del robo del móvil a Dina Bousselham en 2015, entonces asesora de Iglesias, cuya tarjeta de datos acabó en manos de dos periodistas de Interviú que se la pasaron a sus jefes y al comisario Villarejo. Su empresa se la entregó a Iglesias y este no la devolvió a su dueña hasta pasados varios meses cuando ya había sido dañada para que no se pudieran extraer más datos. Cuando se supo que algunos pantallazos de mensajes de Iglesias en ese móvil habían sido enviados por Bousselham a otras personas, no a Villarejo precisamente, el caso judicial quedó un tanto desbaratado. Pero el magistrado decidió que ahora tenía un caso contra Iglesias en un giro de la trama típico de la Audiencia Nacional, lo que quiere decir que se mantendrá vivo durante muchos meses aunque tenga poco futuro jurídico. El PP no es un partido que desperdicie estos regalos.

Tampoco fueron muy remilgados los periodistas que recibieron una parte del contenido robado de esa tarjeta del móvil de manos de Villarejo y que la utilizaron sin inmutarse. Sin inmutarse no, entusiasmados. Podemos ha hecho circular algunos de esos nombres, porque siguen estando en la pomada publicando artículos para intentar hacer ver que todo el caso del robo de la tarjeta de móvil es una conspiración montada por Iglesias. Son los que siempre defendieron a Villarejo hasta que resultó materialmente imposible seguir haciéndolo. Una periodista de El Mundo dio los nombres de dos –obviamente, uno era Eduardo Inda–, cuando preguntó en la rueda de prensa del Consejo de Ministros por los ataques dirigidos por Podemos. Como si fueran unos héroes de la profesión injustamente atacados. Los héroes de Villarejo.

Pablo Casado ha dicho que suscribe la muy conocida frase de Thomas Jefferson que dijo que prefería un país con periódicos y sin Gobierno a otro con Gobierno y sin periódicos. No hay que tomárselo al pie de la letra. Jefferson también dijo que «un hombre que no lee nada está mejor educado que un hombre que sólo lee periódicos». Otra frase en una carta que envió a un amigo: «No se puede creer nada de lo que se ve en los periódicos. La misma verdad se convierte en sospechosa cuando aparece en ese vehículo contaminado». Como norma general, debemos creer que cuando un político comparte la primera frase de Jefferson está mintiendo, porque en realidad su opinión está más cerca de la reflejada en las citas posteriores.

Ahora que se lleva tanto en el PP denunciar los señalamientos, como se les llama ahora, hechos por Iglesias como un crimen de lesa democracia, lo mismo llaman la atención a Cayetana Álvarez de Toledo, que acusó a La Sexta de «hacer negocio con la erosión de los valores de la democracia». Eso quedó poco jeffersoniano, por la primera cita.

La forma un tanto relajada con la que Iglesias habló de los insultos a políticos o periodistas en la rueda de prensa del martes («creo que hay que naturalizar que en una democracia avanzada cualquiera que tenga presencia pública o cualquiera que tenga responsabilidad en una empresa de comunicación o en la política, lógicamente están sometidos tanto a la crítica como al insulto en redes») no le va a hacer ganar muchos amigos, excepto quizá en su partido, ni le va a conseguir apoyos en el PSOE. Rafael Hernando diría que él lleva ‘naturalizando’ todo eso desde hace tiempo.

Lo que sí es cierto es que para un periodista hay algo peor que los insultos (pónganse cómodos en los comentarios, están en su casa), y es perder el empleo por las presiones de un partido político. Esos son los señalamientos que hacen más daño.

El partido de Casado tiene un largo historial de periodistas ejecutados de forma sumaria a causa de sus amables recomendaciones, que además se han hecho siempre de forma discreta, excepto con los periodistas de TVE a los que se ha amenazado en público sin ningún problema. La acción más efectiva es la que se hace con llamadas al consejero delegado. Algunos como José Antonio Zarzalejos, Esther Palomera, Luis Fernández, Germán Yanke o Jesús Cintora tuvieron la oportunidad de comprobarlo. La lista es mucho mayor, y menos conocida, en medios locales o regionales, donde los cadáveres de periodistas a los que nadie insultó en redes sociales fueron enterrados en fosas comunes laborales que ya estaban bastante llenas. Y eso ocurrió cuando alguien con mando en plaza llamó al medio para advertir que esa publicidad institucional tan jugosa iba a desaparecer si ese periodista continuaba escribiendo lo que publicaba.

Mientras tanto, todas las opiniones sobre si está bien ‘señalar’ a periodistas por su nombre está sirviendo al PP para sostener que la mafia policial que operó en el Ministerio de Interior dirigido por Jorge Fernández Díaz para atacar a los rivales políticos del PP es poco menos que un invento de Iglesias, cuando su existencia ha sido sobradamente probada por este y otros medios.

Ocurre con frecuencia en política que si te insultan, si tus rivales entran en estado de histeria, es una señal de que vas por buen camino y que la vida te sonríe. Esa es una idea demasiado revolucionaria como para que eche raíces en España.

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Si te persiguen en campaña, algo habrás hecho y eso no tiene por qué ser malo

Sólo porque seas un paranoico no significa que no te persigan, decía el personaje de Alan Arkin en la película ‘Catch-22’. Casi todos los políticos se ponen algo paranoicos cuando les aprietan y aun más si están en campaña electoral. Y es cierto que con frecuencia la mayoría de sus rivales va a por ellos. En eso consiste una campaña, además de en ofrecer un resumen general del programa. Que se sepa que existe, pero sin insistir demasiado, no vaya a ser que la gente se aburra. Lo que levanta a la gente de los asientos es atizar duro al adversario.

Pablo Iglesias fue a Bilbao el lunes para dar un mitin junto a Miren Gorrotxategi, candidata de Elkarrekin Podemos en las elecciones vascas. Eso en sí ya era una novedad si recordamos su entre escasa y nula participación en la campaña de las elecciones de 2016. Por entonces, la dirección vasca de Podemos estaba en manos de los errejonistas y eso debió de influir. El partido venía de excelentes resultados en Euskadi en las generales de 2015 y 2016 e Iglesias tenía mucho cartel allí. Ese impulso se perdió. Las autonómicas de 2016 dejaron a Podemos como tercera fuerza muy por detrás de EH Bildu.

Iglesias se presentó con la intención de apoyar a Gorrotxategi y otras cosas más, como hacer frente a las críticas a Podemos, que han aumentado en los últimos días desde que Podemos critica a su vez a algunos periodistas. Aquí todo el mundo tiene la piel muy fina y un martillo en la mano. «Hay una sensación distópica», dijo en relación a los tiempos del coronavirus. En la política española, es más la sensación de toda la vida.

El líder del Podemos recuperó el mensaje central de las campañas del partido con un cambio no menor. Antes era: nos atacan por lo que somos. Ahora es: nos atacan por lo que hacemos (en el Gobierno). «Hicieron lo que no está escrito para reventarnos y ahora van a hacer lo que no está escrito para sacarnos del Gobierno», dijo. En dos ocasiones, se refirió a los «cañones mediáticos del PP». Al menos, no puso nombres a esa artillería, a diferencia de su portavoz parlamentario, Pablo Echenique, empeñado en meterse en todas las guerras civiles tuiteras con resultados no muy alentadores, como es propio de las redes sociales.

Una campaña consiste en sacar pecho mientras desnudas la perfidia de los enemigos. No conviene pasarse con el victimismo –que es por otro lado la marca característica de los partidos españoles–, en especial si estás en el Gobierno. Menos samba y más trabajar, te dirán. Por ahí Iglesias presumió de las medidas adoptadas por el Gobierno de coalición, resaltando que hay cambios que son irreversibles: «¿Os acordáis de todas las barbaridades que se decían a propósito de subir el salario mínimo, que hace nada estaba en muy poquito más de 700 euros? Se decía que iba a llegar el caos económico, que eso iba contra la creación de empleo, pero, una vez que lo subes, no hay ningún representante de ninguna formación política que le diga a los trabajadores que hay que bajarles el salario mínimo otra vez». Lo mismo con el ingreso mínimo vital, que resulta que tiene ahora tantos partidarios que es raro que no se aprobara muchos años atrás.

Iglesias relacionó esos logros con los ataques recibidos, que se han redoblado, al igual que contra el PSOE, desde el inicio de la pandemia. Las encuestas nacionales revelan un cierto desgaste en el apoyo al PSOE y Podemos, pero no el hundimiento que esperaban sus adversarios. En aplicación del manual de instrucciones de la política española, toca multiplicar por dos la presión. Si algo no funciona, vuelve a intentarlo.

En su defensa de la gestión por el Gobierno, el líder de Podemos destacó las cosas que se pueden hacer desde el poder, de esos cambios legales a los que considera irreversibles. «Por muy conservador que sea el juez que te toque, la ley es la ley», afirmó. Para que luego digan que se quiere cargar las instituciones.

El poder es un lugar del que está muy alejado Elkarrekin Podemos en Euskadi. Defiende con intensidad la idea de un tripartito de izquierdas junto al PSE y EH Bildu en un empeño que está condenado al fracaso. El argumento de Iglesias, que no pronunció la palabra ETA, es que la vasca es una sociedad «que se ha normalizado», porque «ya se ha superado una época terrible» o lo que llamó «épocas de excepcionalidad», un concepto que está peligrosamente cerca del eufemismo. «Van a decir que es demasiado pronto para que ese cambio se produzca. Pero los tiempos están cambiando».

No tanto. «Pensar que hoy día es posible en Euskadi un tripartito de izquierdas es ciencia ficción», dijo Arnaldo Otegi hace un mes. En la última legislatura, el PSE y Bildu no han hecho esfuerzos por acercarse. La huella del terrorismo continúa arrojando una sombra muy larga sobre las relaciones entre ambos partidos. Los ataques con pintadas contra sedes de partidos o el domicilio de Idoia Mendia por los disidentes de la izquierda abertzale han servido para recordar esa época, que es precisamente lo que buscaban sus promotores. «Todo el mundo sabe que detrás de eso no está EH Bildu», ha dicho Otegi. «Es más, quienes hacen las pintadas y quienes interpelan a EH Bildu (los demás partidos) sólo tienen como único objetivo debilitarnos». Pero Bildu decidió no condenar esas agresiones, sobre todo porque entonces les exigirían emplear esa palabra para actos violentos mucho peores del pasado, y porque Otegi argumenta que eso las «retroalimentaría».

Los tiempos han cambiado en Euskadi, pero no a la velocidad a la que aspira Iglesias.

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Fernando Simón se sube a la moto y lo bajan a pedradas

El virólogo Christian Drosten es el rostro científico de la lucha contra el coronavirus en Alemania. Jugó un papel clave en la investigación sobre el SARS y ha asesorado a Angela Merkel en los últimos meses. Desde el 26 de febrero, realiza un podcast sobre la pandemia que es tan popular que ha encabezado las listas de iTunes en su país. En Alemania, el Covid-19 no ha causado la mortandad sufrida por Italia o España, por lo que cualquiera podría imaginar que su figura, asociada a la de la popular Merkel, es respetada allí por todo el mundo.

Nada más lejos de la realidad. No sólo ha recibido críticas duras y amenazas en su email, sino que el periódico alemán más influyente, el sensacionalista Bild, le colocó en el punto de mira acusándole de errores y negligencia por su investigación sobre la enfermedad y su impacto en los niños. ¿Se molestó por ello? No demasiado: «¿Debería preocuparme? Creo que no. La última vez que leí un ejemplar del Bild fue cuando Boris Becker estaba en la portada después de ganar en Wimbledon (1989 fue el año de su último triunfo). Bild no forma parte de mi vida diaria y nadie de mi círculo personal lo lee».

Ningún político alemán habría osado mostrarse tan desdeñoso con ese periódico que vende más de un millón de ejemplares diarios, a menos que quisiera adelantar su defunción política. Drosten no se inmuta por las cosas que quitan el sueño a políticos y periodistas. Algunas cosas sí le molestan. Alguien pegó por la calle unos carteles en los que aparecía junto al médico nazi Josef Mengele. Drosten lo denunció a la policía.

Por ahí ya tiene algo en común con Fernando Simón. La aparición de la foto de la portada de este domingo de El País Semanal –donde el doctor sale vestido con cazadora de cuero sobre su moto– ha provocado una oleada de comentarios insultantes desde posiciones derechistas. «Toca blanquear a nuestro particular Mengele y para ello hay que presentarlo como el salvador», escribe un economista con 116.000 seguidores en Twitter al que la editorial La Esfera de los Libros le ha publicado un libro sobre el coronavirus. «En cualquier país serio este indecente no podría salir a la calle. Aquí le regalan portadas y le convierten en James Dean», dice Javier Negre, el periodista favorito de Vox y de Isabel Díaz Ayuso, que hasta se puso una camiseta con el nombre de su programa en una entrevista.

Cuando dicen de ti que no deberías salir a la calle en un «país serio» es porque dan por supuesto que cualquier persona normal te partiría la cara si te viera.

Más allá de que llevar cazadora de cuero no te convierte en James Dean (fuente: experiencia personal del autor), los científicos no suelen ser estrellas de la cultura popular ni los arqueólogos son como Indiana Jones. Pero la pandemia ha lanzado en varios países a la primera línea del fuego mediático a epidemiólogos y virólogos, profesionales a los que antes sólo se encontraba muy de vez en cuando en las secciones de sociedad.

Fernando Simón alcanzó un primer nivel de estrellato cuando el Ministerio de Sanidad del Gobierno de Rajoy le eligió para que diera la cara en la crisis del ébola después de una rueda de prensa caótica y algo sonrojante de la ministra Ana Mato y otros altos cargos. El actual Gobierno lo mantuvo en su puesto al frente del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias y también para que se ocupara de la comunicación de esta pandemia. Una vez más, un Gobierno apostaba por su estilo sereno y explicaciones didácticas para informar y tranquilizar a la opinión pública. Para eso y para protegerse detrás de un funcionario que no hace declaraciones políticas.

La proximidad a los políticos ha situado a los científicos que les asesoran en una situación incómoda. Gobiernos como el de Pedro Sánchez sostienen que todas sus decisiones están respaldadas por criterios científicos cuando desde ese campo lo que reciben son recomendaciones más o menos firmes. Las decisiones sobre la cobertura legal del confinamiento o las medidas para volver a poner en marcha la economía sólo pueden tomarlas los políticos que han sido elegidos para dirigir el país.

Un problema añadido es que los científicos no hablan como los políticos. Ante una enfermedad desconocida hasta hace unos pocos meses con una insólita por rápida capacidad de contagio, se han visto obligados a admitir que había muchas cosas que no sabían. Una enfermedad que se transmite con eficacia puede llegar a extenderse por todo el mundo en seis meses o un año, explicó el 9 de junio el doctor Anthony Fauci, consejero científico de la Casa Blanca, «pero esta lo hizo en poco más de un mes». Fauci confesó estar totalmente sorprendido por la rapidez de los contagios.

Cuando el PP y Vox convirtieron la manifestación del 8M en la prioridad de sus críticas al Gobierno, a Simón también le tocó una parte del fuego graneado por no haber recomendado que se suspendiera. No sabía entonces lo que sabe ahora, pero eso en política no se valora ni como atenuante. Lo que en ciencia es normal, en política se considera un error intolerable.

Simón se vio beneficiado por el método elegido por Moncloa para sus ruedas de prensa. Durante tres meses, el secretario de Estado de Comunicación seleccionaba las preguntas enviadas por los periodistas y las transmitía en el orden que él decidía. Otros científicos –como Drosten en Alemania, Fauci en EEUU o Anders Tegnell en Suecia– concedieron entrevistas y tuvieron múltiples comparecencias públicas ante el Parlamento o en conferencias médicas. Fauci se ha presentado más de una vez en el Congreso de EEUU a petición de los demócratas. Tegnell ha dado tantas entrevistas en televisión que se ha convertido en una estrella mediática.

La máxima transparencia no te salva de las críticas. Muchos científicos suecos han censurado a Tegnell por no haber recomendado al Gobierno un confinamiento más drástico, lo que ha tenido un efecto evidente en el número de muertos. Los ataques de partidarios de Donald Trump en EEUU obligaron a poner protección policial a Fauci. Drosten ha sido amenazado por la extrema derecha y el movimiento antivacunas y cuestionado por los grupos que pensaban que debían haberse levantado hace tiempo las restricciones.

En la rueda de prensa del jueves, preguntaron a Simón por la foto de la portada con la moto que se compró en 2004: «Les hizo gracia que venga al trabajo en moto y debieron utilizarla por eso». No era exactamente gracia. Vieron la posibilidad de hacer una foto diferente y se tiraron como lobos hacia ella. Así se hace la portada de una revista, no recurriendo a una fotografía de alguien en su despacho.

En una entrevista en Der Spiegel, el periodista preguntó a Christian Drosten qué le parecía que le hubieran comparado con Gandalf y Obi Wan Kenobi. «¿Quiénes son esos? No conozco a esos personajes», respondió.

Para la próxima pandemia, van a tener que dar clases de cultura popular y fotografía periodística a los científicos. Con esta exposición mediática, la epidemiología ya no es suficiente.

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El coronavirus provoca que los jubilados comiencen a abandonar a Trump y sin ellos no puede ganar las elecciones

Si existiera el manual perfecto para ganar elecciones, debería incluir un punto esencial: no enfurezcas al colectivo que vota con más intensidad. En Estados Unidos y en la mayoría de los países occidentales, ese grupo está formado por las personas mayores de 65 años. Los ancianos votan mucho y con la edad han desarrollado la capacidad para votar a favor de partidos y candidatos que no les convencen demasiado. Lo importante es que no les avergüencen. En estos tiempos de pandemia, no carece de importancia que sospechen que un candidato está poniendo en peligro su vida. Eso es lo que piensan muchos jubilados en EEUU en relación a Donald Trump.

El último candidato demócrata que ganó el voto de los jubilados en unas elecciones presidenciales fue Al Gore en el año 2000. Aprovechó con habilidad algunos proyectos republicanos de recorte del programa Medicare que facilita asistencia sanitaria a los mayores. Desde entonces, hay una brecha generacional en EEUU por la que los menores de 45 años tienden a votar a los demócratas en mayor número, mientras que los republicanos se hacen fuertes a partir de esa edad, y en especial desde los 65 años. Los norteamericanos nacidos en los años 50 o que se hicieron adultos en esa época bajo la presidencia de Eisenhower –durante la Guerra Fría y en una época de bonanza económica y sin grandes tensiones sociales– han resultado ser más conservadores que sus padres.

El 70% de los votantes de 65 o más años participó en las elecciones de EEUU de 2016. Ese porcentaje fue del 46% en el caso de los menores de 30 años.

Calcular a quiénes votan los norteamericanos en función de su edad y otros factores económicos y sociológicos se hace en EEUU a través de las encuestas a pie de urna realizadas el día de las elecciones y de otros estudios posteriores basados en sondeos con un alto número de encuestados. No es raro que ofrezcan resultados algo diferentes, pero en algunos casos coinciden en su veredicto. En las elecciones de 2016, el voto de los mayores fue claramente favorable a Donald Trump.

Según una encuesta con 60.000 personas encargada por la Universidad de Harvard, la ventaja del actual presidente fue de trece puntos sobre Hillary Clinton. Otros sondeos ofrecieron distancias inferiores: siete puntos en el caso de las hechas a pie de urna, pero con casi 20 puntos en el caso de los jubilados de raza blanca.

Ese desequilibrio ha dado un giro significativo en los últimos meses en un momento muy condicionado por la pandemia del Covid-19 y las tensiones raciales provocadas por el asesinato de George Floyd en Minneapolis. Antes de estos hechos, la economía jugaba a favor de los intereses de Trump, tanto es así que le convertía en el favorito para la reelección.

Todo eso ha cambiado ahora. La media de las últimas encuestas indica que Trump está empatado con Joe Biden en el voto de los mayores o por detrás por una diferencia inferior al margen de error de los sondeos. Si esos datos se confirmaran en las urnas dentro cuatro meses y medio, es casi seguro que el demócrata sería el nuevo presidente de EEUU.

«Trump no puede ganar sin ellos», dijo al Christian Science Monitor Michael Binder, director del programa de Opinión Pública de la Universidad de Florida Norte. «Si pierde una parte importante de esos votos o incluso si Biden reduce la distancia (en el voto de los jubilados), Trump está acabado».

Eso es especialmente cierto en varios estados clave en términos electorales que resultan estar entre los que cuentan con un mayor número de jubilados. Entre ellos se encuentran Florida, Pennsylvania, Arizona y Michigan. En Florida, Trump ganó por 17 puntos en 2016 entre los mayores. Una encuesta de finales de abril dio un giro total con una ventaja de diez puntos de Biden en esa parte del electorado. Otro sondeo de Fox News era más favorable para Trump, pero sólo porque preveía un empate técnico.

Florida es además un Estado en el que su gobernador, Ron DeSantis, republicano, siguió al pie de la letra la conducta de Trump de minusvalorar la gravedad de la pandemia durante varias semanas. También fue uno de los estados que más rápidamente puso fin a las restricciones para permitir la reanudación de la actividad económica. Ahora Florida es uno de los estados del sur que ha sufrido la aparición de nuevos brotes hasta el punto de que en los últimos siete días ha batido en más de una ocasión su récord de casos de coronavirus registrados con cerca de 10.000 diarios.

En Florida, el 83% de las personas fallecidas por la Covid-19 tiene más de 65 años, según un recuento del diario Tampa Bay Times realizado en mayo.

DeSantis se ha negado a ordenar a los ciudadanos que se pongan una mascarilla fuera de su casa, aunque hace unas semanas se rindió a la evidencia y empezó a llevarla él. Otros cargos electos republicanos de Florida no han sido tan reservados y han suplicado a sus votantes que lo hagan. Pero para DeSantis es más importante no contradecir en público a Trump.

Al principio de la crisis, Florida ordenó a los habitantes de Nueva York, New Jersey y Connecticut, gobernados por demócratas, que pasaran una cuarentena de dos semanas si se les ocurría viajar hasta allí. Las tornas han cambiado. Ahora es Nueva York quien exige lo mismo a los habitantes de Florida. «Le diría que mire los números. Has jugado a hacer política con este virus y has perdido», respondió el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, cuando le preguntaron qué le diría a DeSantis.

La mayoría de las encuestas revela que los jubilados norteamericanos dan prioridad con gran diferencia a la lucha contra la pandemia sobre la necesidad de resucitar la economía. Este último es un mensaje constante en las declaraciones de Trump y de varios gobernadores republicanos. Tanta insistencia ha hecho que muchos votantes de avanzada edad se hayan empezado a tomar la actitud de Trump como algo personal contra ellos. Por eso, una encuesta de finales de abril reveló que el apoyo al presidente entre los jubilados había caído veinte puntos en poco más de un mes. Y desde entonces los efectos de la pandemia se han acelerado en EEUU.

A este ritmo de pérdida de apoyos para Trump, lo único que debería hacer Joe Biden para ganar las elecciones es seguir vivo el 3 de noviembre.

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Quizá algún día los ciudadanos no serán menores de edad en materia de secretos oficiales

Resulta que 42 años después de la aprobación de la Constitución todavía quedan restos del andamiaje franquista en la estructura del Estado español. La Ley de Secretos Oficiales aprobada en 1968 en plena dictadura, cuando Breznev ordenaba invadir Checoslovaquia y Johnson estaba empantanado en la guerra del Vietnam, continúa estando en vigor en España. Una norma destinada a proteger los intereses del Estado franquista ha seguido manteniendo su poder en las décadas posteriores, salvo un ‘lifting’ que le hicieron en 1978 para peinarla un poco y quitarle algo de su terminología franquista sin tocar su fondo autoritario. Ha durado más que el cadáver de Franco en el Valle de los Caídos.

«El Estado de Derecho se defiende en los tribunales y en los salones, pero también en las alcantarillas», dijo Felipe González en una frase muy recordada. En materia de secretos oficiales, el diseño de las alcantarillas y de la ley discutida el martes fue obra de Carrero Blanco y de su altísima posición en el organigrama de la dictadura, un antecedente nada digno para una democracia que resultaba ser tan perfecta por encima de la superficie.

No ha sido un caso de negligencia política, sino una decisión muy consciente de los gobiernos posteriores al regreso de la democracia. «En la actual ley, el Gobierno puede hacer lo que quiera», dijo en el Congreso Aitor Esteban. ¿Cómo rechazar tal chollo? Desde luego los gobiernos de Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero –21 años en el poder– y los de José María Aznar y Mariano Rajoy –15 años– no fueron tan ingratos como para rechazar ese regalo.

El Estado no es una persona física, pero es muy celoso de su intimidad. En especial, si los secretos del pasado pueden perjudicar a los Gobiernos en el presente.

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La normalidad de siempre del PP: ataúdes en las urnas y flipo colorines

Dos noticias de este lunes, una falsa y otra real, para confirmar que la normalidad, la de toda la vida, regresa con todo su empuje. «La afición del Real Madrid saldrá al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir a los árbitros», titula la web satírica El Mundo Today. «Argumentarios del PP piden usar las cifras de los muertos contra el Gobierno en la campaña de Euskadi y Galicia», titula este medio.

Aficionados al fútbol, pegándose por las decisiones de los árbitros al final de la temporada. El Partido Popular, tirando de cadáveres en una campaña electoral. ¿Dónde está la nueva normalidad de la que tanto hablaban? Esta película ya la habíamos visto. Antes eran las víctimas del ETA o las del 11M y ahora salen a escena las víctimas del coronavirus. En su primer punto del argumentario, los responsables de comunicación del PP escriben «Basta ya de mentiras»: «Es un escándalo que el INE, el Instituto Carlos III y las funerarias señalen un desfase de varios miles con respecto a las cifras de Moncloa».

Lo extraño sería que dieran la misma cifra si están utilizando bases de datos diferentes con criterios que no son los mismos. Esa diferencia entre muertes con pruebas de coronavirus y exceso de mortalidad existe en España y también en Francia, Italia, Reino Unido y muchos otros países del mundo. No cabe llamarse a engaño. En el segundo dato, es probable que la gran mayoría de los fallecimientos tenga su causa, directa o indirecta, en la pandemia.

El Ministerio de Sanidad cometió un error cuando decidió durante tres semanas dejar de dar la cifra total de fallecidos con los criterios existentes hasta entonces. Tenía su lógica: era más importante vigilar la evolución de la pandemia en los últimos días en materia de contagios de cara a las últimas fases de la desescalada antes que seguir sumando totales de muertos ocurridos en días anteriores.

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La Casa Blanca de los Horrores de Trump

Nacido tras el éxito de una revolución contra un imperio, Estados Unidos siempre ha sido un país que ha presumido de su rechazo a la tiranía y de la defensa de la libertad. Aun contando con un sistema presidencialista, el funcionamiento de sus instituciones se basa en un equilibrio de poderes por el que ni siquiera el jefe de Estado tiene las manos libres para hacer lo que quiera. Eso es algo que los presidentes descubren muy pronto después de ser elegidos.

Ese sistema ha creado también todo tipo de personajes de corte autoritario hasta alcanzar con Donald Trump el punto más alto de desprecio a los derechos civiles y al mismo tiempo de cómica incompetencia. Alguien a quien leer un informe escrito de una página le supone un esfuerzo intolerable. Es además un presidente elegido en las urnas que admira sinceramente a los dictadores.

«¿Por qué le atraen tanto los autócratas al presidente? Tras una beligerante reunión sobre la relación del presidente con un dictador extranjero, un alto asesor en seguridad nacional me dio su visión. ‘El presidente ve en esos tipos lo que le gustaría tener: poder total, sin límites marcados por el Parlamento, una popularidad impuesta por la fuerza y la capacidad de silenciar a los críticos’. Dio en el blanco. Era la explicación más sencilla».

La frase procede de alguien que ha visto muy de cerca a Trump: uno de los altos cargos de la Casa Blanca de ideas conservadoras que obtuvo el nombramiento por razones de confianza política. Un tipo de derechas horrorizado por la conducta del presidente que publicó un artículo sin desvelar su nombre en la sección de opinión de The New York Times en 2018 y que convirtió su testimonio en un libro aparecido en EEUU a finales de 2019. ‘Una advertencia’, con el autor identificado como Anónimo, sale ahora en España publicado por Roca Editorial.

El libro tiene un problema. Sabemos ya tanto sobre el carácter de Trump, casi parecido al de un niño que no tolera que le digan qué no puede hacer, o de sus ideas reaccionarias que es difícil que nos sorprendamos con nuevas revelaciones. Esta semana, la lista ha aumentado. Se ha conocido buena parte del contenido del libro escrito por John Bolton, que fue durante 17 meses su consejero de Seguridad Nacional. El libro nos cuenta que Trump pidió al presidente chino, Xi Jinping, que le ayudara a ganar las elecciones de 2020 con la importación de productos agrícolas y le elogió por su decisión de levantar campos de concentración para internar a disidentes en la provincia de Xinjiang.

En julio, saldrá en EEUU un libro escrito por Mary Trump, sobrina del presidente y psicóloga de profesión, cuyo subtítulo da una pista sobre sus intenciones: «Cómo mi familia creó al hombre más peligroso del mundo». Es indudable que la industria editorial se ha beneficiado de su presidencia.

Anónimo ofrece el punto de vista de un conservador atormentado por la gestión de Trump, y al mismo tiempo con una memoria selectiva. No es un auténtico conservador, sino un oportunista, dice de él. No le falta razón, pero olvida que no se puede entender al actual presidente sin apreciar la evolución del Partido Republicano desde los años noventa hacia una fuerza política que considera ilegítimas o ‘antiamericanas’ las posiciones del Partido Demócrata, esencialmente moderadas, sobre todo en política económica. En cuanto al desprecio a otras instituciones o a los medios de comunicación, Trump es el heredero, si bien en una versión delirante, de las guerras culturales y estilo de hacer política perfeccionados por Richard Nixon desde 1968 y que han dejado una huella indeleble en los republicanos.

En estos días de convulsiones en la calle en EEUU y de lucha contra el racismo institucional, Trump tuitea de forma obsesiva sobre la «mayoría silenciosa», el concepto que Nixon utilizó en su época de forma muy rentable para sus intereses.

Es cierto que no es lo mismo una tormenta que provoca algunos daños en una ciudad que unas inundaciones que arrasan con todo. Trump ha tenido el efecto de una catástrofe natural. Anónimo sostiene que ha convertido el Gobierno del país en una versión a gran escala de sus empresas: «Un organismo mal gestionado definido por una personalidad sociópata en la dirección, lleno de luchas internas, enredado en pleitos, cada vez más endeudado, alérgico a las críticas internas y externas, abierto a acuerdos turbios, que funciona con una mínima supervisión y que está al servicio de su propietario, que solo se mira el ombligo, a costa de sus clientes».

El libro incluye numerosos comentarios anónimos de altos cargos de la Administración que comparten entre ellos su horror por lo que están viendo. Casi todos están embarcados en una misión imposible: intentar que Trump no haga cosas propias de Trump. «Va a morir gente por esto, joder», dice uno tras la decisión, luego rectificada, de retirar las tropas del norte de Siria. «Aproximadamente una tercera parte de las cosas que el presidente quiere que hagamos es una solemne estupidez», explica otro. «Otro tercio sería imposible de implementar y ni siquiera solucionaría el problema. Y una tercera parte supondría una ilegalidad flagrante».

«Es peor de lo que imaginas –escribe citando un email de Gary Cohn, jefe del consejo de asesores económicos–. Trump no lee nada: ni memorándums de una página, ni los breves documentos normativos, nada. Se levanta en plena reunión con autoridades extranjeras porque se aburre».

El libro ayuda a despejar un error en el que el propio autor incurrió cuando escribió el artículo en The New York Times. Ni los miembros del Gabinete de Trump ni sus asesores de menor nivel tenían ninguna posibilidad de reducir los daños que podía provocar el presidente. Al principio, nombró para su Gobierno a figuras respetadas por los conservadores como el general James Mattis en el Pentágono, Gary Cohn –expresidente de Goldman Sachs– para asesorarle sobre economía, o Rex Tillerson, que pasó de dirigir la petrolera Exxon a ocuparse de la Secretaría de Estado. Esos eran los adultos que iban a controlar a Trump. Todos terminaron tirando la toalla o fueron cesados.

Ya no queda casi nadie en la Casa Blanca que pueda atenuar el desastre. Los adultos se fueron y queda una corte de aduladores. Son los que acompañaron a Trump en el paseo que dio desde la Casa Blanca hasta una iglesia de Washington que había sufrido daños menores en las manifestaciones por el asesinato de George Floyd. Un truco con el que quería parecer como un tipo duro que no se asustaba ante la supuesta violencia de las calles. Una excusa para que le hicieran la foto que encabeza este artículo, y en blanco y negro para que tuviera un efecto más dramático.

El error de Anónimo, admitido en el libro, no es muy diferente al de los medios de comunicación de EEUU, que pensaban que los daños provocados por Trump no serían tan grandes, porque las instituciones norteamericanas funcionarían. El libro está escrito antes de la pandemia del coronavirus. Ahora sabemos que su estilo autocrático y soberbio ha tenido un alto precio en vidas.

Anónimo dice que Trump no es un dictador, sino una persona con «tendencias autoritarias». Sin embargo, la descripción que hace de la Corte de Trump no es tan diferente a esas dictaduras del Tercer Mundo donde los asesores compiten en complacer los deseos del presidente, ríen sus gracias, aceptan sus mentiras como hechos irrefutables y persiguen a los enemigos del hombre fuerte con saña.

Anónimo recuerda uno de los comentarios vejatorios de Trump que trascendió a los medios cuando llamó «shitholes» (lugares de mierda) a algunos países de los que procedían personas que querían emigrar al país. No es un concepto muy académico ni sofisticado para describir a un país, pero puede servir para explicar lo que hoy es el sistema político de EEUU gracias a su presidente.

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La matanza de Tulsa de 1921

350.000 norteamericanos de raza negra formaron parte de la Fuerza Expedicionaria que combatió en Europa durante la Primera Guerra Mundial. Por entonces, el Ejército de EEUU aún imponía la segregación racial en sus filas. Incluso así, los que combatieron en esa guerra sintieron que no se les podía negar la condición de ciudadanos de pleno derecho a su vuelta a casa.

Su país no había cambiado o se podría decir que había cambiado a peor. Durante la guerra, se había producido el renacimiento del Ku Klux Klan como nueva organización, alentada en buena parte por el éxito de la película ‘El nacimiento de una nación’. Volvieron los linchamientos y no sólo en el Sur. El episodio más dramático fue la matanza de Tulsa, en Oklahoma, el 31 de mayo de 1921. Unas trescientas personas negras fueron asesinadas por una multitud de blancos enfurecidos, que arrasaron durante dos días el barrio de Greenwood, una de las comunidades afroamericanas más prósperas del país. Fue su reacción ante el intento frustrado de linchar a un joven negro acusado de asaltar a una mujer blanca en un ascensor. No se llegó a presentar denuncia, pero el sospechoso fue detenido e internado en los calabozos del tribunal local. Jóvenes negros que habían participado en la guerra impidieron inicialmente que la turba entrara en el edificio y a partir de ahí se desató la carnicería.

Más de 1.200 viviendas fueron destruidas. 35 manzanas del barrio quedaron llenas de ruinas de casas incendiadas. La policía y los bomberos no movieron un dedo. De hecho, muchos agentes participaron en la cacería. Los hospitales se negaron a atender a los heridos. Al final, sólo uno los aceptó, pero los colocó en el sótano del edificio. Los supervivientes, unos 10.000, huyeron del barrio. Días después, algunos regresaron para recuperar las escasas pertenencias que no habían sido pasto de las llamas. Seis mil de ellos fueron internados en campos por la Guardia Nacional hasta ser liberados semanas más tarde.

Fue entonces cuando se inició el encubrimiento del crimen. Ningún blanco fue detenido. Las escasas pruebas documentales fueron borradas de los archivos municipales. Sólo hay dos tumbas de víctimas identificadas en el cementerio de la zona. Las demás fueron enterradas en fosas comunes, cuya localización exacta aún se desconoce. El Ayuntamiento actual tiene previsto iniciar pronto las excavaciones en los dos posibles lugares detectados con un sonar y otros métodos.

A finales de los 90, la ciudad puso en marcha una comisión para estudiar la masacre y se entrevistó en vídeo a las personas que aún vivían que habían sido testigos de los hechos. Fuera de Tulsa y de los programas de estudios afroamericanos de las universidades, poco se sabía de lo ocurrido hasta entonces. Para muchos, la serie televisiva ‘Wachtmen’ fue la primera oportunidad de conocer lo que ocurrió.

Donald Trump ha elegido Tulsa para su primer gran mitin desde el inicio de la pandemia de coronavirus. Se espera que 19.000 personas asistan al acto.

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