Días de furia y palos por Pablo Hasel con los políticos como analistas

En 2014, un barrio de Burgos apareció en los titulares de toda la prensa de Madrid y los informativos de televisión. Sólo ya eso era un fenómeno fuera de lo común. Los vecinos de Gamonal llevaban meses protestando contra un proyecto urbanístico del Ayuntamiento del que pensaban que sólo les hacía la vida más difícil. No llegó a los titulares nacionales hasta que se empezaron a producir incidentes violentos con destrucción de mobiliario urbano y otros daños. El Ministerio de Interior envió a no menos de 200 policías antidisturbios cuando ya no había disuasión por la presencia policial. Los agentes tenían que ir allí a pegar porrazos para poner fin a los disturbios. Fue la violencia la que hizo que todo el mundo supiera que existía Gamonal, un barrio obrero de esos de los que los ayuntamientos no se preocupan mucho.

La violencia no conduce a nada en una sociedad democrática, decían todos los medios. A nada bueno, se entiende. Pocos se dieron cuenta de la ironía muy poco oculta en esa crítica, por lo demás razonable. Sin esa violencia, Gamonal habría seguido siendo tan desconocida como antes. El alcalde de Burgos habría podido culminar el proyecto que beneficiaba a las constructoras de la ciudad, incluida una que era propiedad de un empresario que sí era bien conocido por la prensa de Madrid. No por su aportación a la economía local, sino por su paso por prisión a cuenta de un notorio caso de corrupción y por su control de la política urbanística de la ciudad. Empresario, por cierto, que era el dueño del principal periódico de Burgos (eso nunca hace daño en los negocios oscuros).

Los habitantes de Gamonal se habían pasado seis meses manifestándose de forma pacífica y reclamando diálogo al alcalde. No les hicieron caso. Cuando volaron las piedras, de repente todos estaban alarmados por lo que pasaba allí. En el PP, el partido del alcalde, se dijo que no se podía ceder ante la violencia. «Los atentados de Burgos», les llamó Ana Botella. «Las máquinas vuelven hoy a Gamonal sin achantarse ante la violencia urbana», titulaba el 13 de enero en portada El Correo de Burgos (sí, es lo que están imaginando, propiedad de otro constructor), lo que demostraba lo valiente que es la maquinaria de la construcción cuando se trata de defender el Estado de derecho.

Un día después, el alcalde se rindió ante las presiones que llegaban de la dirección nacional del PP –para qué tanta publicidad negativa por una maldita calle de Burgos– y suspendió temporalmente las obras. Tiempo después, el proyecto fue cancelado de forma definitiva. Para entonces, ya nadie hablaba de Gamonal y no era necesario hacer reflexiones incómodas sobre el papel de la violencia.

Las imágenes, el debate sobre la violencia y los cálculos políticos de última hora se repiten ahora con las manifestaciones en Barcelona, Madrid y otras ciudades por la entrada en prisión del rapero Pablo Hasel por su segunda condena. Al producirse en las dos mayores ciudades de España, no ha habido un compás de espera. El conflicto ha pasado automáticamente a primera línea de combate. Concentraciones, cargas policiales, lanzamiento de objetos a los agentes, destrucción de mobiliario urbano y escaparates, decenas de detenidos… y los políticos aprovechando la jugada, porque de la violencia siempre se puede sacar algo.

Fue muy rápido Pablo Echenique. «Todo mi apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles», escribió en Twitter el portavoz parlamentario de Podemos. Exigió la investigación de «la violenta mutilación del ojo de una manifestante» en Barcelona por el impacto de una pelota de ‘foam’ (espuma) lanzada por los Mossos. Y tuiteó los palos que se llevaron varias personas en Madrid en la noche del miércoles («Echenique lanza un vídeo contra la Policía», tituló El Mundo, como si fuera una pedrada).

Un sindicato policial le respondió con el vídeo de un manifestante lanzando una piedra que golpea con fuerza en el casco de un policía. Íñigo Errejón difundió otras imágenes en las que se ve a un agente llamando «puta de mierda» a una mujer a la que luego golpea con la porra.

La reacción de la oposición fue fulminante. PP y Ciudadanos exigieron a Pedro Sánchez el cese de Pablo Iglesias, lo que es lo mismo que el fin del Gobierno de coalición y la convocatoria de elecciones anticipadas. «Es una grave irresponsabilidad que partidos del Gobierno alienten estos actos violentos, que deberían tener consecuencias políticas», afirmó Pablo Casado. El PP buscó el cuerpo a cuerpo con Sánchez, porque el tema de las últimas semanas son las diferencias entre Unidas Podemos y el PSOE. Todo lo que sea poner más madera en ese fuego tiene una rentabilidad irresistible.

Las televisiones lo tenían muy claro por sus audiencias. Los programas informativos matinales fueron casi monográficos sobre los disturbios. En los directos, se apuntaba a los escaparates quebrados e incluso a una loseta medio rota en el suelo de la Puerta del Sol.

Con Madrid de vuelta a la primera clasificación en el ranking autonómico de contagios de Covid, esta era una oportunidad que no podía desperdiciar Isabel Díaz Ayuso. Se fotografió delante de los escaparates rotos junto al alcalde de Madrid y luego fue al pleno de la Asamblea de Madrid con un adoquín en la mano para hacer una ‘performance’ como las que protagonizaba Albert Rivera en los debates electorales. Otros políticos ignoran lo importante que es el atrezzo. Realmente, Ayuso vive para estos momentos.

Empuñó el adoquín con rabia –casi parecía que lo iba a lanzar– y ofreció una frase memorable al llamar a los manifestantes «fiesta de niñatos que se manifiestan por un delincuente que tiene menos arte que cualquiera de los que estamos aquí con dos cubatas en un karaoke». Si hay que suponer que Ayuso dice sobria estas cosas en los plenos a las diez de la mañana, si acaso con algo de cafeína en el cuerpo, imaginarse cómo será en un karaoke de madrugada con dos cubatas en el cuerpo y sin haber cenado es algo que no tiene precio.

Ayuso se mostró más condescendiente con la furia en las calles cuando avisó al Gobierno en mayo de lo que pasaría por el confinamiento impuesto durante la pandemia: «Cuando la gente salga, lo de Núñez de Balboa va a ser una broma». En realidad, lo de las protestas del barrio madrileño de Salamanca ya parecía una broma la primera vez sin necesidad de la segunda vuelta que anunciaba la presidenta madrileña y que nunca se produjo.

Hasel tuvo una primera condena en 2014 por enaltecimiento del terrorismo que no le supuso ingreso en prisión. Una segunda condena en 2018 fue rebajada por el Tribunal Supremo dos años después a una pena de nueve meses por 60 tuits publicados entre 2014 y 2020. En septiembre de 2020, el Tribunal Constitucional rechazó su último recurso, lo que iba a suponer el encarcelamiento. Además, tiene pendiente otra condena a seis meses, que está recurrida, por agredir a un periodista de TV3 en una rueda de prensa. Este jueves, la Audiencia de Lleida confirmó otra condena de dos años y medio, que será recurrida al Supremo, por amenazar al testigo de un juicio («te mataré, hijo de puta, ya te cogeré») del que además difundió su foto en Twitter.

Como se puede apreciar, no todo el historial penal de Hasel tiene que ver con el rap o la libertad de expresión.

Para desmentir que el conflicto sea un asunto izquierda-derecha, Carmen Calvo y José Luis Ábalos se apresuraron a rechazar el uso de la violencia. No sólo los socialistas. El día anterior, Ada Colau había resaltado que a golpe de contenedor quemado –unos 50 en Barcelona– no se va a conseguir la libertad de Hasel: «La violencia no es el camino. Los altercados no servirán para que salga de la cárcel y por lo tanto no están justificados». Ese es un cálculo bastante acertado. El PSOE no va aceptar conceder un indulto exprés si parece que está presionado por la violencia en la calle.

Unidas Podemos ha solicitado el indulto «urgente» al Gobierno para Hasel, cosa que él se niega a hacer. Prefiere que siga la movilización «para que el Estado recule». Tampoco es que sienta mucho respeto por el líder de Podemos («el mierda de Pablo Iglesias») o por Unidas Podemos, porque «son socialdemócratas y los comunistas siempre recordamos que la socialdemocracia es la pata izquierda del fascismo».

Lo que está pendiente es una reforma del Código Penal que impida que se castiguen los delitos de opinión con penas de cárcel. Eso también reduce las posibilidades de que las condenas impuestas por los tribunales españoles sean anuladas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Los dos partidos del Gobierno se han comprometido a llevarla a cabo. Sólo la han anunciado cuando el ingreso de Hasel en prisión era inminente.

En el mundo real, a veces la violencia es el factor que despierta la atención de los políticos y los medios. Suele ocurrir cuando se ha dejado pasar el tiempo pensando que los problemas se solucionan por sí solos.

Esta entrada ha sido publicada en España y etiquetada como , , , , . Guarda el enlace permanente.