El juez de la horca

moreno

Cuando parecía que nada de lo relacionado con el encarcelamiento de los titiriteros podía superar lo vivido antes, nos enteramos de que el Ministerio de Interior los incluyó en los cinco días que pasaron en prisión en el Fichero de Internos de Especial Seguimiento (grado 3), según la Cadena SER. Es decir, se les asignó el mismo tratamiento que reciben los presos acusados de pertenencia a organización terrorista.

Por hacer una maldita obra de teatro, esas dos personas no sólo han pasado cinco días en prisión, sino que han sido declarados enemigos del Estado. Y todo eso por la incompetencia profesional y los prejuicios reaccionarios de los policías que redactaron el atestado, el fiscal que pidió el ingreso en prisión y el juez que certificó todas sus acciones con argumentos que causarían vergüenza ajena en una tertulia nocturna televisiva.

En el auto con el que el juez Ismael Moreno ha puesto en libertad a los dos artistas, no se ha bajado de la burra y se ha limitado a constatar algo que estaba bastante claro desde el primer momento o que podía haberse confirmado al día siguiente. Los acusados viven en una ciudad española, tienen familiares y «formación académica». No hay ninguna prueba que los relacione con una «banda armada» (para decepción del Ministerio de Interior que aun así les asignó esa condición en la cárcel). No hay, porque no lo hubo nunca, riesgo de fuga. Tampoco existe peligro de que destruyan pruebas, porque no hay más pruebas que la representación teatral que se celebró en Madrid, y no consta que puedan viajar al pasado para eliminarla.

No es argumento incriminatorio un panfleto sobre los males de la democracia que les encontraron, y que el Ministerio de Interior procedió a filtrar al diario El Mundo para que ese periódico lo publicara como forma de describirlos como enemigos de la sociedad. La difamación, y esto lo sabemos desde hace tiempo, es una herramienta que ha utilizado antes el Ministerio para atacar a los enemigos políticos del Gobierno cuando no había pruebas para iniciar una investigación judicial.

En los argumentos utilizados en el auto, el juez ignora las pruebas existentes y continúa manipulando un trozo de tela utilizado en la representación (la famosa inscripción «Viva Alka-ETA») que sigue interpretando como una adhesión a las ideas y crímenes de dos organizaciones terroristas sin relación entre ellas. La pancarta representaba, no diría yo que de una forma teatral muy brillante, un intento de denunciar un montaje policial contra un enemigo del Estado. La sátira se convierte ahora en la mente disfuncional del magistrado en una representación literal de la realidad. Donde había molinos, el juez cree ver gigantes peligrosos para la sociedad, y arremete contra ellos, no con una lanza y en manifiesta inferioridad, sino con todo el poder del Estado.

El fiscal había introducido antes otro elemento de ópera bufa con el argumento de que sin los instrumentos del delito, los títeres incautados en una arriesgada operación policial, los acusados no podían reincidir en el delito. Como si unos títeres hechos de madera y tela fueran tan difíciles de conseguir como un fusil de asalto y unos explosivos.

Como el juez Roy Bean, el magistrado de la Audiencia Nacional no necesita textos legales ni pruebas. Su voluntad, su extraña forma de interpretar la realidad, es la ley. Para él, «cualquier persona» que vea ese cartel debe interpretar que «se está alabando o justificando bien a los autores de hechos terroristas o los propios hechos». Le da igual el contexto del argumento de la obra. Le da igual el testimonio de los acusados. Él ha decidido que eso es enaltecimiento del terrorismo, y son los detenidos los que tienen que demostrar que son inocentes.

Por la estupidez de los programadores del acto organizado por el Ayuntamiento de Madrid, hubo personas que se sintieron ofendidas por la representación y algunos de sus elementos. Están en su derecho. No hay ninguna ley que prohíba a la gente ofenderse por un mensaje político, en especial si se trata de un acto dirigido a todos los públicos, incluidos niños, según el programa oficial. Tampoco hay ninguna ley que permita encarcelar a aquellos que disienten del sistema político, y usar títeres no es aún un agravante.

El juez sostiene que «la libertad de expresión no puede ofrecer cobertura al llamado «discurso del odio», esto es, a aquél desarrollado en términos que supongan una incitación directa a la violencia contra los ciudadanos en general o contra determinadas razas o creencias». Al juez hay que responderle que no hay mayor incitación al odio que encarcelar a personas por sus ideas políticas en una democracia. Lo que sabemos que ocurre con los disidentes en otros muchos países del mundo no puede suceder en España.

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