La guerra con la que comenzó el siglo XX

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Europa recuerda estos días la época en que se sumió en una locura criminal. La Primera Guerra Mundial (la Gran Guerra como se le llamaba en su tiempo) se inició a partir de toda una serie de acontecimientos impulsados por un hecho: el asesinato del heredero del imperio austro-húngaro, el archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914, hace cien años.

Si los aniversarios sirven para revisar e intentar comprender los acontecimientos del pasado, se puede decir que también son útiles para ajustar cuentas con el presente. Eso es lo que pretenden los serbios de Bosnia al levantar una estatua a Gavrilo Princip en la zona oriental de Sarajevo. El hombre que asesinó a tiros al archiduque y a su mujer embarazada es un héroe para ellos, como símbolo del nacionalismo serbio que no se inmuta ante las derrotas, porque en realidad su historia consiste en un fracaso tras otro.

El terrorismo y la guerra (en el caso de que se pueda establecer una diferencia clara entre ambos conceptos) aparecen entremezclados en la mayoría de los análisis sobre la IGM que leemos estos días. Resulta ingenuo pensar que si Princip hubiera fallado con su pistola, Europa se habría ahorrado tal carnicería. Sin que nadie pueda decir que el debate sobre el inicio de esa guerra esté cerrado, existe un amplio consenso sobre la idea de lo inevitable de ese conflicto.

Todos esos caminos pasan por Alemania, dirigida por una élite militarista convencida de que el país debía imponer su voluntad en Europa por ser el país más poderoso del continente. El razonamiento tenía su lógica: ¿por qué Gran Bretaña se sentía con el derecho de dominar los mares y preservar su imperio negando el derecho de otras naciones, es decir, Alemania, a buscar su propia expansión colonial? ¿Por qué los británicos dominaban el sistema financiero internacional cuando su implicación en los asuntos europeos era tan reducida?

Siempre es el que se queda fuera del reparto el que está más dispuesto a pegar una patada a la mesa para que todo salte por los aires. Pero saber cuándo dar esa patada es una decisión fundamental. Y los alemanes tenían prisa. El general Moltke dijo en 1912 que necesitaban una guerra cuanto antes porque Rusia se haría más y más fuerte cada año. No es cierto que antes de la Revolución de Octubre el imperio ruso fuera un enfermo crónico al que finalmente la guerra y la insurrección bolchevique le dieron el tiro de gracia. Sí era un sistema político disfuncional y arcaico que no estaba a la altura del desarrollo económico del país, y terminó pagando esa carencia. Pero Rusia era entonces lo que es ahora, un gigante demográfico y económico que no se debe subestimar.

El militarismo alemán sólo temía a largo plazo las inmensas reservas humanas de Rusia. Por el contrario, despreciaba a Francia en términos machistas y xenófobos. El káiser pensaba que los franceses eran “una raza afeminada”, que nunca sería un adversario a la altura del soldado alemán. Contaba con grandes estrategas militares que habían asimilado mejor que franceses y británicos los últimos cambios tecnológicos en el ‘arte’ de la guerra. Sólo un detalle, no el más importante: los alemanes se presentaron en la guerra con un uniforme gris, difícil de detectar en el tiempo oscuro y lluvioso del norte de Europa. Los franceses mantuvieron el pantalón rojo reglamentario, y la casaca azul, de sus tropas.

En un debate parlamentario dos años antes de la guerra, un diputado reformista reclamó el fin de los pantalones rojos. El ministro de la Guerra afirmó que eso nunca ocurriría: «¡Le pantalon rouge c’est la France!». Los jinetes llevaban cascos de latón que brillaban al sol, lo que hacía que se les viera a mucha distancia. Los franceses no estaban por la labor de entrar de forma discreta en el campo de batalla.

En el apartado de la incompetencia militar, los británicos dieron algunas lecciones a los franceses en el uso de la tecnología de guerra. En un informe enviado al Ministerio de Municiones por el Estado Mayor del general John French dos meses después de la batalla de Loos (el 26 de septiembre de 1915), se puede encontrar este análisis del uso de las ametralladoras: «La introducción de la ametralladora no ha alterado, en opinión del Estado Mayor, el principio aceptado universalmente de que un número superior de bayonetas acercándose al enemigo es lo que al final inclina la balanza».

En esa ofensiva, iniciada casi sin apoyo de artillería o sin ninguno en algunas zonas, las tropas británicas fueron diezmadas por las ametralladoras alemanas hasta extremos difícil de imaginar. Sí fue la primera ofensiva en la que los británicos utilizaron armas químicas.

 

10.000 soldados avanzaron por la tierra de nadie ante la mirada sorprendida de los alemanes. Un informe militar alemán da sólo una idea aproximada de lo que debió de ser esa carga suicida realizada con la misma frialdad con la que se realizan unas simples maniobras militares: «Las ametralladoras nunca habían tenido que desempeñar una misión tan sencilla, (…) con los cañones recalentándose (…) barrieron de un lado a otro las filas del enemigo. Una sola ametralladora disparó 12.500 proyectiles esa tarde. El resultado fue devastador. Se podía ver cómo el enemigo caía literalmente por centenares, pero seguía avanzando».

Al llegar a la formidable defensa formada por varias hileras de alambre de espino, los supervivientes tuvieron que retirarse. Podrían haber sido masacrados igualmente en su retirada, pero varios testimonios indican que los alemanes se apiadaron. «Mis artilleros estaban tan llenos de conmiseración, remordimientos y náuseas que se negaron a disparar un solo tiro más», escribió un oficial alemán.

De esos 10.000 hombres, los británicos sufrieron 8.000 bajas, entre muertos y heridos, en esa jornada del 26 de septiembre.

Los alemanes nunca pensaron que fuera necesaria una guerra de cuatro años. No querían destruir media Europa. Tenían una fe ciega en el Plan Schlieffen. Creían que podían derrotar a Francia en 40 días. Por muy rojos que fueran los pantalones de los franceses, no era una empresa fácil, quizá ni siquiera realista. La inesperada resistencia de los belgas contribuyó a ralentizar su avance, que ya de por sí suponía un desafío logístico descomunal.

Antes de eso, era necesario encontrar un motivo para entrar en guerra. Cuando surgió, Berlín tuvo la oportunidad de impedir un conflicto continental, pero decidió no hacerlo. Las opciones habían quedado claras sobre la mesa cuando concedió a Viena la garantía de que la defendería en caso necesario. Una ofensiva masiva austriaca en Serbia inevitablemente forzaría la entrada de Rusia en la guerra, y a partir de ahí la implicación de Alemania, y después en cadena la de otros países europeos.

Atarse a las decisiones que pudiera tomar un aliado tan inestable como Austria no parecía una actitud muy razonable, a menos que se buscara precisamente ese objetivo.

Eso es lo que convirtió en un hecho fundamental el asesinato de Sarajevo. Serbia era lo que hoy llamaríamos un Estado fallido, con un Gobierno incapaz de controlar al Ejército y a las milicias o grupos terroristas apoyados por los militares. El nacionalismo serbio, siempre predispuesto a sobrevalorar su poder, se sentía condenado a enfrentarse a Viena, a la que veía, no sin motivo, como un imperio a punto de desmoronarse. Princip formaba parte de uno de esos grupos armados, apoyados desde Belgrado, que escasamente formaban una fuerza de choque que pudiera preocupar a los austriacos… a menos que el archiduque tomara la poco inteligente decisión de pasearse por Sarajevo en coche descubierto. En ese caso, incluso un grupo de terroristas tan poco competentes como el de Princip podía conseguir su objetivo.

El carácter autoritario de los imperios facilitó la pendiente hacia la guerra. Unos pocos dirigentes tenían el destino del continente en sus manos. El más importante, el káiser Guillermo, no daba muestras de disfrutar de mucha estabilidad emocional, y era muy dado a emitir órdenes contradictorias y a creer ciegamente las promesas de sus generales.

El emperador austriaco formaba parte de una élite anacrónica y reaccionaria, incapaz de entender que el imperio que gobernaba se sostenía sobre bases muy endebles. En los primeros meses de guerra, la actuación de su Ejército ante Serbia fue un desastre, por lo que tampoco se le podía considerar una potencia militar. Y sin embargo, fue en Viena donde se juntaron las masas para celebrar el comienzo de la contienda, y sus líderes estaban convencidos de que todo iba a ser un paseo para ellos. A veces, la estupidez y la ceguera son las únicas explicaciones posibles para entender las decisiones de los gobernantes en momentos críticos.

Congelados en el frente, ambos bandos apostaron por una guerra de desgaste de proporciones dementes. Aun así, la mayoría de las víctimas se produjo en el comienzo y en el final de la guerra. La tecnología de la defensa estaba más desarrollada que la del ataque. La ametralladora segaba vidas con una facilidad incomprensible para los mandos militares de la época, mientras que la aviación todavía no se había convertido en un arma formidable contra las grandes concentraciones defensivas.

La carnicería se produjo ante la mirada impasible de las cúpulas militares. Quizá no tenían más opciones a su alcance pero su frialdad contribuyó a que su reputación quedara cercenada tras la guerra. El segundo día de la batalla del Somme, informaron al general británico Haig de que sus fuerzas habían sufrido 40.000 bajas entre muertos y heridos (la cifra real era incluso mayor). La respuesta que dejó escrita en su diario: «No se puede considerar grave si se tiene en cuenta el número de combatientes y la longitud del frente atacado».

En un momento de lucidez, o quizá de impotencia, el primer ministro Lloyd George dijo en un discurso tras la batalla de Passchendaele, definida por Haig como una gran victoria (al menos 250.000 británicos muertos y heridos, un número aún mayor entre los alemanes): «Hemos logrado grandes victorias. Cuando miro las terribles listas de bajas, a veces deseo que no hubiera sido necesario ganar tantas».

A la voz solitaria de Bertrand Russell y un puñado de organizaciones pacifistas, minoritarias y acosadas por la Policía, se unió con una carta en el Daily Telegraph en noviembre de 1917 una figura del establishment, Lord Landsdowne, ex virrey de la India y ex ministro de Guerra: «No vamos a perder esta guerra, pero su prolongación significará la ruina para el mundo civilizado y supondrá un infinito aumento a la carga de sufrimiento humano que ya pesa sobre él».

Su llamamiento fue pronto olvidado. El imperialista y racista Ruyard Kipling, que odiaba a los alemanes como si fueran para él una raza inferior, le llamó «viejo imbécil», además de un cobarde que probablemente se había dejado influir por alguna mujer.

El objetivo de llevar al enemigo al límite de su resistencia, que parecía una quimera, terminó haciéndose realidad en el caso de Alemania. El bloqueo naval, además de las consecuencias de ir a la guerra contra sus antiguos socios comerciales, sumió a los alemanes en la indigencia y el hambre. Su última ofensiva fue un gesto desesperado (cuando EEUU ya había entrado en guerra), una apuesta a todo o nada que acabó en lo segundo. La élite alemana llegó a la conclusión de que había algo peor que la victoria aliada: la revolución en sus territorios.

Pocos se sintieron victoriosos tras el fin de la guerra. Como dice Margaret MacMillan, fue la guerra que lo cambió todo, pero no «para acabar con todas las guerras», como dijo Woodrow Wilson, sino para sentar las bases de un siglo de guerras.

Alemania fue derrotada, pero no ocupada, lo que permitió a los militares y a los sectores reaccionarios extender la teoría de la conspiración por la que los políticos habían hecho imposible la victoria con su «puñalada por la espalda» al Ejército.

No hubo paz después, sino una simple suspensión de hostilidades durante 20 años. El hundimiento de los imperios ruso, turco y austriaco abrió un número increíble de nuevos conflictos. Casi todo lo que ocurrió después durante décadas en Oriente Medio tuvo su origen en el fin del dominio otomano, las fronteras trazadas en Versalles y el sello que dejó el colonialismo francés y británico. La partición del imperio austrohúngaro dio lugar a la creación de Yugoslavia con los resultados por todos conocidos. El mantenimiento de las fronteras del imperio ruso pero ya como la URSS fue después el gran dique contra el que se estrelló Hitler y después la némesis del imperio americano.

Aún hoy seguimos pagando en varios puntos del mundo las consecuencias de esa guerra.

Foto: Soldados alemanes se acercan a las trincheras francesas para rendirse.

–Especial del NYT dedicado a la Primera Guerra Mundial.
El legado de la IGM. WSJ.
–Photographers on the Front Lines of the Great War.
–Why was first painting to truly depict the Great War immediately censored? BBC.
–Europe’s Landscape Is Still Scarred by World War I. Smithsonian.
Los avances científicos y tecnológicos de la Primera Guerra Mundial, en imágenes.

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