Ucrania, Estado fallido

Miles de soldados en retirada, cadáveres de soldados abandonados, heridos esperando a ser evacuados. camiones sin combustibles o averiados arrastrados por otros camiones… La derrota del Ejército ucraniano en Debáltsevo ha sido rotunda. Y las derrotas duelen más cuando el Gobierno ha mentido y el fracaso surge de repente y te golpea en la cara.

Y lo peor que puede hacer un Gobierno es negar la realidad antes y después del acontecimiento. El presidente, Petro Poroshenko, vendió como un éxito la retirada. De creer sus palabras, habría que pensar que las milicias no querían hacerse con el control de Debáltsevo. Necesitaban que sus enemigos continuaran en ella. Qué inmensa estupidez. Sólo le faltó llamar ofensiva hacia la retaguardia. Estuvo a punto: «Esta es una prueba evidente del potencial defensivo del Ejército y de la eficacia del mando militar», dijo en Kiev antes de dirigirse a algún punto del frente, vestido eso sí con ropa militar.

Los testimonios de militares indican que fueron sus mandos los que tomaron la decisión cuando, en palabras de algunos de ellos, las alternativas se reducían a «caer prisioneros o morir». Algunas unidades, al no tener transporte, tuvieron que huir por los bosques y cubrir a pie 20 kilómetros. Otros lo hicieron por carretera, pero allí sufrieron emboscadas. En la morgue del pueblo de Artemivsk, llegaron decenas de cadáveres de soldados. Otros se quedaron por el camino.

No es la primera derrota del Ejército ucraniano ni la primera vez en que un alto número de sus soldados han quedado aislados y el mando militar ha sido incapaz de romper ese cerco. Tampoco es la primera ocasión en que las denuncias de que se estaban enfrentando a fuerzas profesionales de alto nivel, es decir, rusas, resulta creíble. Los bombardeos con artillería eran cada vez más intensos y, sobre todo, precisos. Esa fue otra de las razones por las que tenían que abandonar Debáltsevo. Continuar resistiendo era morir.

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La ciudad es un nudo ferroviario que conecta Donetsk con Luhansk, las dos principales localidades controladas por las milicias prorrusas. Como se puede apreciar en un mapa que describe su avance de los últimos meses, se había convertido en un enclave que debían tomar. Cuando se firmó el último acuerdo de Minsk, sus jefes ya dijeron que el alto el fuego no se aplicaba a Debáltsevo. Era cuestión de tiempo, no mucho, que acabaran el trabajo.

Poroshenko podría haber cedido el control de esa ciudad en las conversaciones de Minsk a cambio de otras concesiones. O al menos haber negociado la salida digna y sin peligro de sus tropas. Prefirió atarse a la quimera de que los soldados podrían seguir resistiendo. Hay que descartar que confiara en la magnanimidad de Putin.

En tiempo de guerra, todos los gobiernos sienten la tentación de inflamar las pasiones patrióticas del pueblo. Es también una estrategia lógica si se teme que vendrán tiempos duros. El problema viene cuando se promueven ideas nacionalistas ante las que cualquier revés o actitud negociadora es sinónimo de traición. Poroshenko llegó al poder con un respaldo amplísimo en las elecciones presidenciales, pero ya en las legislativas no repitió ese resultado. Ahora está en una posición vulnerable: está obligado a combatir y negociar al mismo tiempo. Esa clase de dualidad es difícil de vender a la opinión pública y requiere dotes políticas muy por encima de las que cuenta el presidente al que antes llamaban ‘rey del chocolate’ por ser dueño de las principales empresas de dulces.

Ucrania nunca podrá vencer en el campo de batalla a Rusia. La diferencia de medios es abrumadora. Su prioridad debería haber sido hacer todo lo posible para que las relaciones de Kiev con las regiones del Este quedaran como un problema político en el que Moscú hubiera jugado algún papel. Cuando se convirtió en un problema militar, perdió el control de la situación. Todo lo que hizo Kiev fue ganarse la enemistad de la población de las provincias del Este. Los habitantes de la capital podían golpearse el pecho como gesto patriótico, pero quienes pasaban hambre, estaban refugiados en sótanos y sufrían ataques indiscriminados de artillería eran los ucranianos del Este.

Vivir al lado de un imperio siempre obliga a asumir sacrificios. Tras el fin del Gobierno de Yanukóvich, es lógico que las nuevas autoridades de Kiev iniciaran pasos para una futura, y lejana en el tiempo, adhesión a la UE. La especulación sobre la OTAN sólo podía perjudicar a Ucrania y sus relaciones con Moscú. Algunos dirigentes la fomentaron de forma irresponsable y absurda. A partir de ahí, la reacción del vecino imperial era previsible.

Intentar que la UE declarara la guerra a Rusia no era evidentemente una estrategia viable. Agitar la idea de la entrada en la OTAN sólo iba a conseguir que Putin se adelantara a los acontecimientos.

En el plano económico, la posición de Kiev no es mucho mejor. Es un Estado casi en bancarrota que sólo puede sobrevivir con ayuda internacional. El FMI ha anunciado en febrero que en los próximos cuatro años el país recibirá un paquete de créditos por valor de 40.000 millones de dólares de los que el Fondo aportará 17.500 millones. En el típico estilo de estas instituciones, en realidad ya hizo una promesa similar hace meses, y hasta ahora sólo ha desembolsado 5.000 millones.

Todo este dinero no saldrá gratis y estará condicionado a la aprobación de reformas, que incluyen recortes del gasto público. Y eso hay que compatibilizarlo con la guerra y el aumento del gasto militar. El Gobierno prevé incrementar ese gasto del 1,6% del PIB al 5,2%.

Para detener el aumento de gasto en pensiones, se prevé que el Gobierno apruebe una ley que las deje congeladas este año. Eso tendrá un serio impacto en un país con una inflación cercana al 30%. Seguro que el FMI se fija en que la edad de jubilación en Ucrania es de 60 años (55 en el caso de mujeres).

The Economist ponía cifras hace unos días al recorte de los subsidios, en especial en la factura de gas de los ciudadanos. Estos sólo pagan desde hace años entre un 20% y un 30% del coste real del gas utilizado para calentar el hogar. El Estado se ocupa del resto, lo que supone un gasto equivalente al 4% del PIB.

Según el FMI, el Gobierno de Kiev se ha comprometido a «ajustar el sistema de precios», esto es, a que los consumidores carguen con el total de la factura (lo que no impide que haya ayudas específicas para los más pobres) en un proceso que concluirá en abril de 2017. The Economist calcula que eso supondrá que el precio del gas se multiplique por cinco, tomando como referencia los precios de 2013).

El Fondo también quiere que la inflación se reduzca a un dígito para 2016. Cómo lo hará cuando el banco central ya acaba de subir los tipos de interés al 20% y la moneda nacional sigue perdiendo valor es un buen misterio. La previsión de la revista es que el Gobierno tenga que reducir el gasto público como porcentaje del PIB en 4,5 puntos, una diferencia similar a la que ha sufrido Grecia.

Si en 2014 el PIB cayó más de siete puntos, la previsión es que este año la caída será de cinco. Con todos estos recortes, la lucha contra la inflación, la subida de los tipos, la zona más industrial del país en manos de las milicias prorrusas o afectadas por la guerra y el descenso del comercio con Rusia, no hay que ser un genio para pensar que la recesión se acentuará.

Todos estos percances económicos se producen en un país que no ha tenido en realidad un Gobierno limpio, honesto y eficaz desde el fin de la URSS. Algunos de sus indicadores económicos per cápita están a la misma altura que en 1990 o peor. Han sido 25 años de corrupción e incompetencia sin que importara el partido en el poder. Los únicos que han visto incrementada su riqueza han sido los oligarcas y sus grandes corporaciones, que ya se ocuparon de financiar a los partidos y sus dirigentes que más les convenían.

Muchos análisis indican en los medios que el nuevo Gobierno de Kiev, en manos del liberal Yatsenyuk, está comprometido con las reformas y con dar al país un giro hacia políticas menos caciquiles y clientelares. Con un ambiente político marcado por el ultranacionalismo, el resentimiento por las derrotas constantes ante Rusia y un presidente que vende las retiradas como gloriosas victorias, confiar en las virtudes de los tecnócratas exige un salto de fe que ya sería demasiado grande en un país que no sufriera la deplorable situación política, económica y militar de Ucrania.

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