Arabia Saudí, el país que nunca cambia

salman

En 1979 un comando de yihadistas asaltó La Meca y durante varios días se hizo fuerte en los lugares más sagrados del Islam ante las muy poco competentes fuerzas de seguridad saudíes (ver libro ‘The Siege of Meca’).  La idea de que el régimen más integrista del mundo musulmán pudiera tener enemigos tan peligrosos entre los fundamentalistas parecía difícil de creer, más allá de su alianza estratégica con EEUU. Que pudieran montar una operación de esas características y avergonzar a la monarquía saudí (ante lo que Riad tuvo que rendirse a la evidencia y pedir la ayuda técnica de franceses y norteamericanos), era algo muy diferente. Realmente, ¿llegaría el día en que esa dinastía multimillonaria pagaría con su desaparición la vida de lujo que parecía ser su único objetivo?

Desde entonces, muchos análisis han previsto un futuro de incertidumbre para Arabia Saudí por varias razones: la volatilidad del mercado del petróleo, su dificultad para encontrar empleos para los jóvenes, su apoyo económico e ideológico a una versión fanática del Islam que creaba monstruos  que terminaría devorándolos. Lo cierto es que en estos 25 años el régimen no se ha venido abajo.

Ahora ha sido capaz de promover una guerra de precios que ha causado el hundimiento del precio del petróleo y ha neutralizado cualquier intento de la OPEP por frenar esa tendencia. En esa pelea, los saudíes juegan con ventaja, lo que no pueden decir iraníes, rusos y venezolanos. En los últimos años, han mantenido su rivalidad histórica con Irán, han ayudado a Bahréin a reprimir un movimiento por la libertad, han intensificado su odio a los Hermanos Musulmanes egipcios y han promovido el apoyo a los grupos insurgentes sirios que quieren derrocar al Gobierno de Asad, aliado de sus enemigos iraníes.

No parece que eso sea propio de un Gobierno agonizante.

En parte, hay que aceptar que todo eso ha sido posible gracias al monarca que falleció en enero con 90 años. Abdalá había dirigido los destinos del país, no ya desde 2005 cuando llegó al trono, sino en la práctica desde 1995 cuando el rey Fahd sufrió un ataque que le dejó casi incapacitado para los asuntos políticos. Los medios le colocaron de inmediato la etiqueta de reformador, aunque sólo fuera porque tenía un estilo de vida menos ostensoso que otros miembros destacados de la familia real. A su edad, no iba con su estilo pasar el verano en Marbella como a Fahd ni montar fiestas espectaculares en Dubai.

Nunca alteró uno de los puntos cardinales del Estado saudí: la alianza de la monarquía con la jerarquía religiosa wahabí, que imparte una visión de la religión que no ha contado con una revisión teológica desde hace varios siglos. Continuó contribuyendo a que ese mensaje se extendiera por otros países musulmanes de tradiciones diferentes. Se enfrentó a Al Qaeda, no porque los yihadistas fueron unos herejes, sino porque estos habían declarado la guerra al Estado saudí. Al estar también en primera línea en la guerra contra Al Qaeda, los medios norteamericanos decidieron que eso convertía a Abdalá en un moderado.

Cuando llegó al poder, Washington pensó que tendría problemas con él porque le adjudicaba una mentalidad nacionalista que podría entrar en colisión con la alianza estratégica con EEUU. Eso no ocurrió. En los últimos dos años, su Gobierno sí dejó patente su malestar por la falta de ayuda norteamericana a los insurgentes sirios y por la actitud ambivalente de EEUU ante las rebeliones de la Primavera Árabe. Cualquier desafío a los regímenes autoritarios y dictaduras era visto con malos ojos en Riad, y sólo cuando el golpe de Estado acabó con el Gobierno de los Hermanos Musulmanes en Egipto Abdalá pensó que el peligro estaba conjurado.

Las ejecuciones de condenados por delitos comunes continuaron, así como la discriminación legalizada de la mujer. Ni siquiera la cuestión simbólica de la prohibición de conducir para las mujeres sufrió algún cambio. A las mujeres se les permitió trabajar como dependientas en supermercados (los hombres saudíes no suelen hacer la compra) y en tiendas destinadas sólo a mujeres. La ‘modernización’ de Abdalá consistió por ejemplo en que las tiendas de ropa interior femenina no estaban obligadas a contar con hombres como vendedores, una situación francamente surrealista.

Eso no impidió que apareciera a su muerte en algunos titulares como defensor de los derechos de la mujer, y no por haber tenido cerca de 30 esposas (nunca más de cuatro al mismo tiempo como marca la ortodoxia islámica que permite la poligamia).

No hubo ningún cambio relevante en el sistema educativo saudí. La solución de Abdalá fue aumentar las becas para que miles de jóvenes estudiaran en el extranjero. Con eso aumentó la formación técnica de la élite saudí y su contribución a la economía, pero sin que eso cambiara nada las relaciones de poder dentro del país.

Muchos análisis indican que el rey Abdalá hizo lo posible para contener la corrupción en la familia real. Lo dicen porque el último escándalo conocido de grandes dimensiones (el contrato de Al-Yamamah de compra de armas al Reino Unido del que Tony Blair se ocupó de que la investigación no llegara demasiado lejos) se remonta a algo más de una década. Nunca estuvo en condiciones de poner coto a otros miembros de la realeza, sobre todo los que controlaban el Ministerio de Defensa y los contratos de armamento, más predispuestos que él a embolsarse las comisiones correspondientes.

Abdalá no era un monarca absoluto que pudiera imponer su voluntad al resto de la familia real. Los asuntos políticos e internos se rigen en la monarquía saudí por un cierto consenso que durante décadas se vio favorecido por el hecho de que el rey Fahd y otros miembros de la cúpula formaban parte del llamado clan de los Sudairi. Todos ellos eran hermanos, no hermanastros, y establecieron en la práctica lo que podríamos llamar un Gobierno de coalición para regir el país. La mala salud de Fahd y los méritos conseguidos durante años por Abdalá limitaron su poder, además de por el hecho de que Abdalá, hermanastro de todos ellos, era mayor.

Para entender el complicado reparto de poder en la familia real, hay que saber que el fundador del Estado saudí, Abdul Aziz ibn Saud, tuvo no menos de 45 hijos, y que tras su muerte el trono fue asignándose a cada uno de sus hijos en función de su edad y de sus capacidades para el puesto. Cada hermano promociona a sus hijos y a los hijos de sus aliados, y sólo cuando algunos de ellos muestran una total incompetencia para el cargo son relevados.

Abdalá puso en marcha en 2006 un consejo para formalizar todas estas relaciones políticas y familiares y diluir el poder del clan de los Sudairi. Sin embargo, eso no le impidió tomar algunas decisiones drásticas en el segundo escalón de la élite, el nivel de los nietos de Abdul Aziz, aspirantes a hacerse con los grandes puestos cuando se produjera el salto generacional.

En abril de 2013 destituyó al viceministro de Defensa, Khaled bin Sultan. Khaled no era un alto cargo más a sus 63 años. Hijo del que había sido ministro de Defensa durante décadas y luego príncipe heredero, había dirigido las Fuerzas Armadas durante la Guerra del Golfo de 1991. Nunca quedaron muy claras las razones del relevo, que podrían deberse a negocios corruptos no aclarados o al fracaso de las unidades militares saudíes enviadas a Yemen para ayudar a su Gobierno a acabar con la rebelión de los huzíes.

La muerte de Abdalá en enero llevó al trono a Salmán bin Abdulaziz, de 79 años, también hijo del fundador de la dinastía. Tres meses después de su ascensión, tomó las decisiones postergadas durante años para asegurar el futuro de la dinastía a través del ascenso de la nueva generación. Destituyó al príncipe heredero Muqrin, cercano al anterior monarca, y colocó en su lugar al príncipe Mohamed bin Nayef, de 55 años y ministro de Interior.

Abdalá no lo había dejado todo tan atado como pensaba. Había obtenido el apoyo del consejo real para el nombramiento de Muqrin de forma que su sucesor no pudiera anularlo. Al final, y en un plazo de tiempo tan breve como sorprendente, Salmán logró convencer al mismo consejo de la necesidad de un nuevo cambio, que además coloca a su hijo en disposición para optar en el futuro por la sucesión. Mohamed bin Salmán, de 34 años (una edad ínfima en la gerontocracia saudí) y ministro de Defensa, se sitúa como segundo en la línea de sucesión por detrás de Nayef.

Con Salmán, el clan de los Sudairi vuelve a controlar el poder en el país. Los hijos del matrimonio de Abdul Aziz con su esposa «favorita» y sus descendientes aceptaron el poder de Abdalá pero no han dejado que se prolongue tras su muerte.

¿Cómo han conseguido convencer al resto de la familia real de este golpe de palacio? Es difícil saberlo en un régimen encerrado sobre sí mismo y estructurado bajo la premisa de que nada puede cambiar. La interpretación más extendida es que precisamente Salmán ha convencido a los demás de que la estabilidad y los nuevos retos en política exterior exigen tomar decisiones que llegan con mucho retraso. El objetivo es hacer frente a Irán.

Salmán fue vicegobernador y gobernador de Riad durante 48 años, nada menos. Como la mayoría de los miembros de la familia real vive en la capital, una de las principales funciones del gobernador es atender a sus necesidades, por ejemplo resolviendo como mediador en todas las disputas económicas que puedan surgir entre sus integrantes. Durante ese tiempo, tejió relaciones de confianza que ahora le han sido muy útiles.

La Primavera Árabe y sus repercusiones han provocado un cierto sentimiento de urgencia en los gobernantes saudíes. El miedo a la desestabilización interna y a la respuesta de la minoría chií de la zona oriental del país a la discriminación han convalidado el ascenso de las nuevas caras. Nayef es hijo de la figura más reaccionaria de la élite saudí durante décadas al que relevó en el Ministerio de Interior. Ha continuado su misma política: dura represión contra cualquier atisbo de disidencia y mano tendida (o incluso recompensas económicas) a los yihadistas que estén dispuestos a abandonar Al Qaeda (porque no les reprochan sus ideas extremistas, sino que quieran derrocar al régimen saudí).

La legislación antiterrorista puesta en marcha por Nayef y el encarcelamiento de los disidentes dejan claro que el nuevo príncipe heredero no permitirá que nadie cuestione la forma en que se ejerce el poder.

La aparición de Mohamed bin Salmán en primera línea es más sorprendente. Además de promover a su propio hijo, el rey establece que la prioridad en los próximos años continuará siendo el enfrentamiento con Irán, y nadie mejor que el ministro de Defensa para dirigir esa guerra no declarada. En ese conflicto, al igual que en la política sobre el petróleo, Riad se ha separado de EEUU forzando a Washington a aceptar que Arabia Saudí lleve a cabo una política más agresiva contra los iraníes. Ocurre precisamente cuando la negociación sobre el programa nuclear iraní abre posibilidades para que EEUU inicie una relación diferente con Irán.

Mientras la irrupción del ISIS ha hecho que Washington se plantee las consecuencias que puede tener el derrocamiento de Asad, en Riad más bien piensan lo contrario. Además, han iniciado una campaña de bombardeos de Yemen para acabar con las milicias huzíes (chiíes) o al menos provocar la partición del país. Según Al Jazeera, este domingo fuerzas de tierra saudíes ya han entrado en el sur de Yemen, en la zona de Adén, para ampliar la invasión.

Esta es la apuesta más arriesgada de Salmán. Un fracaso de la campaña saudí en Yemen (hasta ahora los bombardeos no han hecho mella en los huzíes) mermaría el prestigio de su hijo como ministro de Defensa. Y, como han recordado algunos análisis, un futuro rey podría hacer lo mismo que Salmán y alterar la línea sucesoria.

Lo que es indudable es que Arabia Saudí continuará promoviendo las tendencias más reaccionarias dentro del Islam, no dejará de implicarse en aventuras militares contra Irán y seguirá disfrutando del apoyo y connivencia de EEUU y Europa.

Foto: Salmán (derecha), junto al emir de Qatar en febrero de 2015.

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