Cinco claves de la campaña electoral de EEUU que acaba de comenzar

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El lunes 5 fue el Día del Trabajo en EEUU, el día en que se suele decir que comienza de verdad la campaña electoral en ese país. Todo el proceso interminable y agotador que comienza en enero con las primarias (y que para todos los candidatos empezó mucho tiempo antes) tiene un nuevo punto de partida ese día por una sencilla razón: a estas alturas nadie puede estar seguro por completo del nombre del ganador.

Para pensar eso, deberíamos hacer un borrado del cerebro y poner entre paréntesis todo lo ocurrido en estos últimos meses, incluido un agosto que ha sido particularmente terrible para Donald Trump. Evidentemente, eso es imposible y no podemos obviar los unánimes comentarios de los medios norteamericanos que han llegado a una sola conclusión: con los números actuales, Trump no puede ganar estas elecciones. Ese pronóstico no es absurdo, más allá de que la mayoría de políticos y periodistas están convencidos de que la elección del millonario de Queens sería el equivalente al sonido de la primera trompeta del Apocalipsis, pero es una apuesta algo más que arriesgada. Siempre lo es a dos meses de la votación. ¿Por qué?

Las encuestas no suelen ser muy rápidas para detectar cambios bruscos de la opinión pública, y si lo hacen se topan con el escepticismo general. Las campañas de los candidatos, dirigidas por profesionales de amplia experiencia y engrasadas por decenas de millones de dólares a partir de ahora, cometen errores de principiante. Los candidatos arrastran un considerable cansancio mental y sienten la obligación de atenerse al guión que les ha colocado en esa posición: si necesitan cambiarlo, puede que lo hagan tarde y mal. Los votantes no son muy distintos allí a los demás países occidentales (votan en función de sus ideas e intereses, en decir, sobre cuestiones de política nacional), pero pueden verse condicionados por hechos catastróficos ocurridos fuera de sus fronteras y por la lectura interesada que hagan de ellos las élites políticas y periodísticas. Los medios de comunicación son capaces de cambiar, digamos, su ‘discurso oficial’ si creen que un candidato está más o menos débil que una semana antes. Nada les gusta más que anunciar que nada está decidido y que cualquiera puede ganar. La gente presta más interés si cree que el resultado se decidirá en la última curva.

Ohio es nuestro Aragón (por dar la vuelta al título del libro de Piedras de Papel)

Los aviones que llevaban a Hillary Clinton y Donald Trump coincidieron el lunes en las pistas del aeropuerto internacional de Cleveland. Parecían que nos querían recordar uno de los lugares comunes más citados sobre las elecciones de EEUU: atentos a lo que pase en Ohio. Allí, la media de sondeos de RCP da a Clinton una ventaja de 3,3 puntos. Ahora mismo, al igual que en otros estados, ese dato no dice mucho. En agosto se hacen en muchos sitios menos encuestas –eso cambiará a partir de ahora–, al ser un mes de menor actividad. Eso era antes, claro, porque con Trump cada día es un viaje a lo desconocido, y en agosto ha viajado a todos los destinos imaginables.

Un dato que hay que recordar cada vez que salga Ohio. Clinton puede ganar sin vencer en Ohio. Trump, no. Cada Estado es diferente, pero hay muchos que comparten factores sociales, políticos y económicos. Si Trump no está en condiciones de ganar en Ohio por una cierta distancia, no tiene muchas posibilidades en lugares cercanos como Wisconsin y Pennsylvania. En ese caso, está muerto porque obviamente para ganar tiene que arrebatar a Clinton estados que Obama ganó en 2008 y 2012. El camino hacia una victoria de Trump existe, pero aún está muy lejano para él: tiene que ganar en Florida y en los estados más poblados del Medio Oeste, incluido Ohio, donde la mayor participación en las urnas (en relación a las legislativas) suele beneficiar a los candidatos demócratas.

Sólo hay un Trump

Olvídense del supuesto giro moderado de Trump en materia de inmigración con el que se ha especulado en algunos medios norteamericanos. No den importancia a su viaje a México, aunque el único que salió perdiendo fuera Peña Nieto. No se pueden quitar las manchas a un leopardo. Trump ha fundamentado su aparición fulgurante en la política de su país en la apelación constante al supuesto maltrato que sufre la población de raza blanca a manos de Washington, las grandes empresas y los privilegios que disfrutan las minorías y los inmigrantes sin papeles. Desde el principio en las primarias republicanas, los votantes más preocupados por la inmigración fueron los que mostraban un apoyo más claro a Trump.

Este mismo lunes, el candidato republicano insistió en que está en contra de cualquier regularización masiva de los 11 millones de trabajadores extranjeros, no importa cuánto tiempo lleven en EEUU. Sólo ofreció, y a largo plazo, la opción de siempre: «Tienes que salir (del país) y ponerte a la cola». Es lo que sus votantes republicanos quieren escuchar. Además, a estas alturas, cambiar de registró no le garantizaría muchos votantes nuevos y sólo decepcionaría a los que ya tiene asegurados.

Clinton y sus millonarios

Agosto es la época en que los candidatos llenan la bolsa de dinero. Y de qué manera. El titular del NYT era bastante revelador: «¿Dónde ha estado Hillary Clinton? Pregunte a los ultraricos». Incluidos los ultraricos famosos: Calvin Klein, Harvey Weinstein, Justin Timberlake, Jon Bon Jovi o Paul McCartney. Con estos dos últimos, cantó ‘Hey Jude’ en uno de los momentos más horribles y privados de esta campaña. Clinton recaudó 143 millones de dólares en agosto, su récord en esta campaña. En las dos últimas semanas, unos 50 millones en 22 actos, lo que viene a ser 150.000 dólares la hora, según un cálculo del NYT.

Evidentemente, Clinton ha anunciado en campaña que su corazón reserva un amplio y generoso espacio a esa clase media que ha visto congelados sus salarios reales desde hace no ya años, sino décadas. ¿Y qué hay de los que están por debajo de la clase media y que cobran salarios de miseria en el sector servicios?

Bernie Sanders dio un considerable empuje a la campaña nacional por un salario mínimo de 15 dólares la hora (el actual está en unos miserables 7,25$). Clinton se vio obligado a hacer una promesa concreta –las únicas que valen– y dijo que estaba a favor de subirlo a 12 dólares. La ley aprobada en el Estado de Nueva York vino en su ayuda: subirlo a 15 en la ciudad de NY y municipios cercanos y dejarlo en 12 en el resto del Estado, en zonas de menor empuje económico.

Es un avance, pero la propia Clinton se refiere a la necesidad de revisar las circunstancias económicas para que ese incremento no provoque la pérdida de empleos. Es la típica excusa, constantemente utilizada y desmentida por varios estudios económicos de la última década, según la cual un aumento del salario mínimo puede hacer que los empresarios contraten a menos gente. Es el argumento etiquetado como pragmático que conocerán muy bien los estadounidenses que vivieron bajo la Administración de su marido en los 90 y que permite siempre no hacer nada que cambie las condiciones económicas básicas del mercado laboral.

Un referéndum sobre Trump

Una de las razones que explican la superioridad de Clinton en los sondeos es que la campaña ha sido una especie de referéndum sobre Trump. En condiciones normales, acaparar la atención de los medios es una ventaja obvia, y eso es lo que ocurrió en las primarias republicanas. Los rivales de Trump se quedaron sin respuesta a la obsesión mediática por el candidato más estrafalario de la carrera. Los hubo como Marco Rubio que no quisieron atacarle al principio y cuando se decidieron a pasar a la ofensiva hicieron el ridículo.

Eso hizo que algunos medios realizaran el cálculo de la publicidad gratuita que suponía para Trump esa atención periodística. Le estaban haciendo la campaña sin que él tuviera que gastarse un dólar, decían. Cuando empezó el duelo contra Clinton, se vio que esa frase de ‘que hablen de mí, aunque sea mal’, no siempre funciona en política. Y además una campaña nacional no es lo mismo que unas primarias de partido. El escrutinio de los negocios empresariales de Trump y de sus propuestas ideológicas –algunas por demasiado derechistas, otras por simplemente ridículas– le hundieron en las encuestas.

Gracias a la permanente colaboración de Trump, los medios descubrieron una mina inagotable. La tradicional equidistancia de algunos de ellos cuando llegan las elecciones saltó por los aires. Trump las 24 horas del día significaba hablar de sus maniobras en el mercado inmobiliario de Nueva York destinadas a no permitir que los negros entraran como inquilinos en sus viviendas, sus relaciones con personajes del crimen organizado de la ciudad, sus estafas nada ocultas en un proyecto de seudouniversidad, su opinión sobre las mujeres como objetos sexuales, su campaña pésimamente organizada o sus ideas económicas muy alejadas de los dirigentes republicanos en materia de comercio, por no hablar de su ya muy conocida e inviable propuesta de expulsar a millones de extranjeros.

Ese tipo de cosas que no contribuyen a generar confianza entre los votantes que no están vendidos en cuerpo y alma a cada partido.

Por eso, muchos de los anuncios de la campaña de Clinton se basan fundamentalmente en utilizar las palabras de su rival. Trump como munición para atacar a Trump. Hasta ahora le ha ido bien a Clinton.

La candidata que se quedó esperando la victoria

Clinton ya probó el sabor de la derrota por creer que las primarias demócratas de 2008 iban a ser una coronación. Ahora podría cometer el mismo error, porque la realidad es que la mayor parte del electorado no comparte la elevada opinión que ella tiene sobre sí misma.

Por muy horrible que sea Trump, al final es de suponer que recogerá la mayor parte de los votantes republicanos en unas presidenciales. Quizá en estados como Nueva York o California, los republicanos prefieran quedarse en casa, pero eso da igual porque allí no tiene ninguna posibilidad. Sí es cierto que ha demostrado ser vulnerable en estados donde los republicanos ganan de calle, pero si al final gana por unos escuálidos cinco puntos en por ejemplo Texas, no tendrá mayor importancia. Habrá ganado los 38 votos electorales de ese Estado.

¿Qué defiende Clinton? ¿Cuáles son sus ideas? ¿Entusiasma a los votantes demócratas más progresistas? ¿Puede quedarse con los votantes republicanos más moderados asustados por Trump? La respuesta a estas dos últimas preguntas podría ser no, y en ese momento empezarían los problemas para la exsenadora de Nueva York.

La gente que la conoce sabe que no va a cambiar. Pocos políticos cambian a los 68 años. Da imagen de competente y trabajadora –su imagen en EEUU mejoró en su etapa de secretaria de Estado, a pesar de que todo el mundo sabía que no coincidía en asuntos clave con Obama–, y al mismo tiempo de fría y calculadora, la clase de político que puede olvidarse de lo que ha prometido al poco de llegar al poder. Si comparamos el rechazo que generan ambos candidatos en las encuestas cuando se pregunta al votante si confía en alguno de ellos, los números de Clinton no son muy diferentes a los de Trump. Es una competición en la que ganará el menos malo.

Los tres debates con Trump serán mucho más importante de lo que parecía hasta hace unas semanas. La gente estará interesada en saber qué es lo que puede ofrecer Clinton a unos votantes que no sienten haberse beneficiado en nada de la recuperación económica de los últimos cuatro años. Todo el mundo da por hecho que su presidencia no sería mala para esos amigos multimillonarios que han regado de dinero a la Fundación Clinton y a su campaña electoral.

Sólo con esa montaña de dólares no se ganan unas elecciones.

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