El Partido de la Guerra y su amnesia histórica

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Ningún político se ha arruinado a lo largo de la historia del Reino Unido invirtiendo en la guerra. Los grandes discursos en la Cámara de los Comunes incluyen numerosos ejemplos de alegatos en favor de la guerra para proteger los intereses del Reino Unido –durante siglos con la intención de mantener el control de las colonias– o para defenderse de una agresión exterior.

En el pleno que aprobó el miércoles la intervención militar en Siria, el diputado laborista Hilary Benn, que además es quien lleva la cartera de Exteriores en el ‘Gobierno en la sombra’ que dirige Jeremy Corbyn, dio un discurso a favor de autorizar la extensión a Siria de los ataques contra ISIS que la Fuerza Aérea británica ya realiza en Irak.

Fue un discurso brillante, pronunciado con convicción, aplaudido por todos los tories y por unos cuantos laboristas.

El final fue la parte más contundente y citada en los medios. «¿Qué sabemos de los fascistas? Que deben ser derrotados», dijo antes de referirse a la guerra civil española y a la IIGM. «Socialistas, sindicalistas y otros se unieron a las Brigadas Internacionales en los años 30 para luchar contra Franco». Y luego siguió con la referencia inevitable a Hitler.

Antes de eso, tuvo la oportunidad de distorsionar o exagerar algunos hechos. Citó la resolución 2249 del Consejo de Seguridad de la ONU, aprobada por unanimidad, que ordena que se tomen «todas las medidas necesarias» para impedir y acabar con los actos terroristas de ISIS en Siria e Irak. Desde antes de la invasión de Irak, sabemos que esa expresión se utiliza para justificar el uso de la fuerza, aunque la 2249 no invoca de forma específica el capítulo VII de la Carta de Naciones Unidas, que autoriza el uso de fuerzas militares. Pero la expresión citada le sirve a Benn, como antes a Blair, para afirmar que la ONU reclama una medida como la apoyada por el Parlamento británico.

Hilary Benn se refirió a las conversaciones recientes de Viena en las que dijo que había habido «algunos progresos» para encontrar una salida política a la guerra siria y conseguir un Gobierno de transición y la vuelta a casa de millones de refugiados. Llamar a ese análisis demasiado optimista es quedarse muy corto.

El diputado laborista recordó algunos de los crímenes más atroces cometidos por los yihadistas, todos muy reales, y dijo sobre la efectividad de una campaña aérea que puede servir para «dificultar la expansión del territorio» controlado por ISIS, lo que es cierto.

Su discurso fue vitoreado al día siguiente por la prensa conservadora, que lo contraponía a la intervención pacifista de Corbyn. Además, había un detalle personal relevante. Benn es hijo de Tony Benn, una leyenda del ala izquierda de los laboristas en los años 70 y 80, que en 2003 dio un muy recordado discurso contra los planes de Blair de apoyar la invasión norteamericana de Irak.

Detrás de Tony Benn, se puede ver con chaqueta granate a Jeremy Corbyn.

Otra razón por la que Benn fue tan elogiado viene del hecho de que en el Reino Unido las llamadas a la guerra se consideran por la élite política y periodística como el sello inconfundible de un estadista, de un líder. Y en la situación actual es una forma de decir que debería ser alguien como Benn, dispuesto a suscribir la llamada del Gobierno a las armas, quien debería dirigir a los laboristas, y no Corbyn.

¿Pero no debería un líder contar a los ciudadanos cuáles son los principales obstáculos si se aplica esa medida, las posibilidades de éxito y los antecedentes históricos y recientes que permiten asumir esos riesgos o el precio que se puede pagar? Si estamos ante una situación de emergencia nacional en la que la seguridad de los británicos está en peligro («clear and present danger», dijo Benn), ¿cómo es posible que todo se solucione enviando un puñado de aviones para hacer lo mismo que la Fuerza Aérea de EEUU lleva haciendo un año sin obtener una derrota clara de ISIS?

¿No es necesario hacer una revisión de la implicación británica en las guerras de Irak y Afganistán en los últimos 14 años? ¿Por qué Benn y otros como él deciden olvidar cómo concluyeron ambas operaciones, con el destacamento británico recluido en la base del aeropuerto de Basora sin ninguna incidencia no ya en la situación de Irak, sino en la de la ciudad que tenían a escasos kilómetros? ¿O el fracaso del despliegue en la provincia afgana de Helmand, que terminaron asumiendo los norteamericanos porque los británicos no tenían ninguna posibilidad de pacificar una de las zonas más peligrosas del país?

Discursos como el de Benn ignoran el pasado más reciente y se limitan a realizar la llamada patriótica a la movilización a la que estamos acostumbrados. Máxima urgencia, peligro inminente, responsabilidad moral… (esa es la palabra que utilizó Benn), y todo se reduce a enviar aviones para matar gente, y desde luego se tomarán las precauciones necesarias para no bombardear civiles, y cuando ocurra se dirá que fue un accidente que todos lamentamos.

Alguien recordaba en Twitter un libro publicado hace unos pocos años por Mark Curtis y titulado: ‘Secret Affairs: Britain’s collusion with radical Islam’. Curtis explica cómo los gobiernos británicos, tanto conservadores como laboristas, han llegado a acuerdos durante décadas con las fuerzas de lo que podríamos llamar el Islam radical con el fin de favorecer sus intereses en Oriente Medio. Décadas atrás, esos pactos o componendas permitieron frenar el nacionalismo árabe, en especial a Nasser en Egipto, que amenazaba la influencia occidental en la zona. También en el caso del golpe en Irán que acabó con el nacionalista Mossadeq. En algunos casos, ese apoyo se traducía en dinero y entrenamiento militar a grupos terroristas.

Esa alianza de facto continuó en los 80 con el apoyo conocido, junto a EEUU, a los muyahidines afganos en su lucha contra el invasor soviético y con el fortalecimiento de los regímenes militares de Pakistán y de ISI (el servicio de inteligencia de ese país).

Pero además en fechas más recientes esa política ha continuado. En primer lugar y ya desde hace tiempo, con las relaciones preferentes con los dos países que más han promocionado los valores y objetivos políticos concretos del Islam radical, Arabia Saudí y Pakistán. En el plano interno, con acuerdos con grupos yihadistas que encontraron refugio en Londres y que eran útiles para dos cosas: impedir que se cometieran atentados terroristas en suelo británico y atacar a gobiernos enemigos en función de las circunstancias. Libia es un ejemplo reciente, pero no será el último.

Curtis recuerda en el prólogo del libro que todos estos grupos no son «creaciones» de los servicios de inteligencia occidentales, porque eso supondría exagerar hasta el límite de la conspiración la influencia de Washington y Londres en Asia Central y Oriente Medio. Pero no impide afirmar que esos pactos han existido «para mantener el poder de influencia de Gran Bretaña en el mundo, al ser incapaz de imponer su voluntad por sí sola y al carecer de otros aliados locales» (en esas zonas del mundo).

Pero en discursos como el de Hilary Benn y de los líderes británicos que apoyan la intervención en Siria, la historia no existe y siempre se empieza de cero en la lucha con los fanáticos. No otra cosa es la apelación constante a esa amenaza con esta frase: «Nos odian por lo que somos, no por lo que hacemos». No es completamente falsa, pero tampoco es cierto. Lo más importante para los políticos es que sirve para obviar cualquier responsabilidad propia. Para decir que esta vez será diferente. Para vender los objetivos políticos del Partido de la Guerra.

En estos tuits, aparecen destacadas algunas de las ideas del libro de Curtis:

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