Israel impone la discriminación de los árabes como norma constitucional del Estado

Israel para los judíos. Sólo para los judíos. El Parlamento ha aprobado una ley con la que certifica la discriminación de sus ciudadanos árabes, que son el 20% de la población, para considerarlos ya de forma definitiva ciudadanos de segunda clase. Confiere al Estado un carácter étnico, ya que sólo los judíos tienen derecho a tomar las decisiones más importantes sobre el futuro del país. Como dice la ley: «Israel es la patria histórica del pueblo judío, que tiene el derecho exclusivo a la autodeterminación nacional en él».

«Derecho exclusivo» son las dos palabras clave en esta frase. Es una norma jurídica que tiene el estatus de «ley fundamental». Para entendernos, como si fuera la Constitución en un país que carece de ella. Impone unos límites generales a toda legislación que salga del Parlamento o a cualquier decreto del Gobierno.

El hebreo será el único idioma oficial. El árabe pierde su condición de lengua oficial y pasa a tener un «estatus especial».

Con ser importante, la ley no cambiará la condición legal de los israelíes de un día para otro. La primacía de los judíos sobre los árabes ha sido una característica básica del Estado desde su fundación. El Estado se fundó precisamente para ser el «hogar nacional» de los judíos. Y desde el principio los árabes que continuaron dentro de las fronteras del nuevo país, donde sus antepasados llevaban siglos viviendo, pasaron a ser sospechosos de traición.

Hasta 1966, los palestinos que vivían en el país –a los que allí los partidos y los medios de comunicación llaman «árabes israelíes»– vivieron bajo gobierno militar. Es decir, la máxima autoridad era el Ejército.

Las inversiones en educación, sanidad y demás partidas de gasto social en los presupuestos siempre han sido mayores en las zonas donde vivían judíos. Sólo en el Gobierno de Yitzhak Rabin hubo un aumento claro de gasto público en los lugares habitados por árabes. Por eso, actualmente las estadísticas sobre esperanza de vida, mortalidad infantil o incidencia de enfermedades revelan una clara diferencia entre ambos pueblos.

En el mismo día de las últimas elecciones, Netanyahu hizo una intervención pública para anunciar que «los votantes árabes están llegando en oleadas a las urnas» para meter miedo a los votantes del Likud que aparentemente se estaban mostrando reacios a acudir a los colegios electorales. Desde hace mucho tiempo, el ‘ellos y nosotros’ ha estado muy presente en la política israelí.

«Es un momento decisivo en los anales del sionismo y en la historia del Estado de Israel», dijo Netanyahu en el Parlamento para celebrar la aprobación de la ley.

«El daño que se ha hecho con esta nueva ley al Estado de Israel como una nación democrática y judía es enorme», comentó el rabino Rick Jacobs, la máxima autoridad de la comunidad judía reformista, la mayoritaria en los judíos de EEUU, pero minoritaria en Israel, donde la rama ortodoxa es la religión del Estado.

«Es una ley que fomenta no solo la discriminación, sino también el racismo, perpetuando el estatus inferior de los árabes en Israel», dijo en el Parlamento el diputado árabe Yousef Jabareen». El grupo de diputados árabes ondearon banderas negras en el pleno para simbolizar la muerte de la democracia y gritaron «esto es apartheid». Varios de ellos fueron expulsados del hemiciclo en una sesión tumultuosa.

La nueva ley extenderá la idea de que el Estado de Israel se ha convertido en una forma de apartheid en la que los derechos de sus ciudadanos dependen de su condición étnica o religiosa. Es una palabra cargada de simbología política que ya han utilizado los partidos árabes de Israel y los políticos palestinos de Cisjordania.

Es también una norma que ha sido posible por la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, que ha fortalecido las posiciones ultranacionalistas en Israel. En otra época, la ley no habría obtenido los votos necesarios o el mismo Gobierno se habría ocupado de bloquearla en el Parlamento tras recibir el correspondiente aviso desde Washington, que aporta cada año desde hace décadas 3.000 millones de dólares en subvenciones y créditos avalados al presupuesto militar de Israel. Con Trump en la Casa Blanca, que acaba de decretar el traslado de la embajada de EEUU a Jerusalén, no es necesario disimular.

La descripción de Israel como Estado judío pero al mismo tiempo democrático y plural no encaja con la nueva ley, que alienta el desarrollo de comunidades judías étnicamente coherentes, lo que justificará con base legal que el Gobierno vuelque sobre ellas los fondos económicos necesarios. Y permitirá bloquear el desarrollo de las comunidades árabes si eso entra en conflicto con las necesidades del Estado. Es una vuelta al periodo anterior a 1966, donde las tierras propiedad de árabes podían ser expropiadas para habilitar zonas donde vivieran judíos.

La discriminación por la vía de los hechos, a veces confirmada por los tribunales, a veces bloqueada por estos, tendrá ahora una base legal más sólida.

De todas las tierras incautadas por Israel en Cisjordania desde 1967 –aproximadamente la mitad de su extensión–, el 99,7% ha sido utilizado para la expansión de los asentamientos judíos. El 0,2% ha sido asignado a los palestinos. Ese proyecto colonial se ha desarrollado por razones supuestamente de seguridad, pero sólo ha sido una excusa para ampliar la presencia de los asentamientos y hacer imposible que en el futuro se pueda instaurar un Estado palestino. Eso contraviene las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que por lo demás nunca se han cumplido.

Ahora dentro de las fronteras reconocidas de Israel ese concepto de supremacía judía sobre cualquier otro grupo nacional ha adquirido rango de ley constitucional.

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