Mentiras y licencias dramáticas en la serie ‘Chernobyl’: mucho menos graves que en la realidad

Es una de las escenas más dramáticas de la serie ‘Chernobyl’. Por la noche, un grupo de habitantes de la ciudad de Prípiat se reúne en un puente para ver desde allí el resplandor que surge de la central nuclear que ha sufrido un accidente. Sin conocer el riesgo que podrían estar asumiendo, sobre ellos caen las cenizas que el viento traslada desde el incendio en la central.

En los mensajes que aparecen en pantalla al acabar el episodio final, uno de ellos destaca que «se dice que» todas las personas que estaban sobre ese puente terminaron muriendo por la radiación.

Es una leyenda urbana o al menos algo de lo que no existe ninguna prueba. Adam Higginbotham, que pasó una década entrevistando a testigos y estudiando documentos para el libro publicado hace unos meses sobre la mayor catástrofe nuclear ocurrida nunca, ‘Midnight in Chernobyl’, no encontró ningún testimonio que lo probara: «De hecho, hablé con un tipo que tenía seis o siete años en esa época y que fue en bicicleta al puente para comprobar qué se podía ver de la central desde allí, a solo tres kilómetros de distancia. Y no estaba muerto. Tenía una salud perfecta».

Otro momento dramático de la serie se produce con los helicópteros que sobrevuelan la central para apagar el incendio lanzando miles de toneladas de arena, boro y plomo. El primero se acerca demasiado y acaba precipitándose al suelo y explotando. Nunca ocurrió ese accidente. Sí hubo uno de otro helicóptero en la zona semanas después, pero no tuvo nada que ver con la radiación. Se fue contra los cables de una grúa.

Una película o una serie de televisión tiene derecho a tomarse licencias dramáticas al contar una historia basada en hechos reales. Esto último es un factor que siempre despierta el interés de la gente. Sobre acontecimientos ocurridos hace ya algún tiempo –el 26 de abril de 1986 en este caso–, ese relato termina convirtiéndose en lo que gente recuerda. Los libros cuentan otra historia. Obviamente, no llegan a tanta gente.

Craig Mazin, creador y guionista de la serie producida por HBO, tenía 15 años cuando se produjo el accidente. Su carrera cinematográfica no era muy excepcional: había escrito los guiones de dos secuelas de ‘Scary Movie’ y ‘The Hangover’. ‘Chernobyl’ era su salto hacia lo desconocido. Pasó dos años y medio investigando sobre lo que ocurrió. Según su propia confesión, ‘Voces de Chernóbil’, de la Premio Nobel Svetlana Alexievich, fue una fuente principal de inspiración. Mazin no ha ocultado sus intenciones: «El villano de esta historia es el sistema soviético. Pero el héroe de la historia colectivamente es el pueblo soviético».

En toda serie o película en la que los ciudadanos se estrellan contra las mentiras del Estado, el espectador se pone del lado de los primeros. Mazin refuerza esa impresión con tintes dramáticos en la escena inicial en que el científico que jugó el papel más importante decide suicidarse dos años después del accidente y con el juicio que ocupa la mayor parte del último episodio. «Convirtieron la mentira en un arte», explicó Mazin en una entrevista. «Se mentían entre ellos, mentían a la gente que estaba por encima y mentían a la gente que estaba por debajo, y lo hacían con intención de sobrevivir. Al final, era lo que se esperaba y la verdad resultaba degradada».

Es lo que se escucha decir a ese científico, Valery Legasov, en el juicio a los tres responsables de la central nuclear. Legasov comparece como testigo para explicar al tribunal las causas de la tragedia. Dice la verdad sobre la conducta negligente de los acusados, pero también denuncia que en el origen de todo están las mentiras con las que se ocultó el diseño defectuoso de la central. «Cada mentira que contamos implica una deuda con la verdad. Más tarde o más temprano, hay que pagar esa deuda», dice el actor Jared Harris interpretando a Legasov.

Legasov no asistió a ese juicio ni por tanto pudo pronunciar la frase que resume tan bien la intención de la serie o las consecuencias de que cualquier Gobierno mienta a sus ciudadanos. Fueron otros los científicos que testificaron. Es indudable que en términos narrativos siempre es mejor que el mensaje al que se le quiere dar una gran importancia proceda de uno de los protagonistas. Los espectadores han decidido quién es el héroe, porque los creadores de la película o serie han tomado antes esa decisión por ellos.

La serie ha sido elogiada por rusos y ucranianos, no por los medios de comunicación cercanos al Kremlin, por su capacidad de reflejar visualmente la vida cotidiana de los habitantes de la URSS en esa época, incluido el papel pintado de las casas. Las explicaciones científicas del accidente son sólidas y están bien explicadas para que el espectador las entienda, según el periodista de The New York Times Henry Fountain, aunque este acaba por elogiar la serie con un argumento discutible en periodismo: muchas de las cosas que cuenta son «inventadas», «pero lo más relevante es que eso no importa».

A Masha Gessen sí le importa. La periodista de origen ruso, muy crítica con el régimen soviético y el Gobierno de Putin, acusa a la serie en The New Yorker de reflejar con errores evidentes las relaciones del poder dentro del sistema soviético y cómo se plasmaron tras la catástrofe. Admite que la historia sí cuenta en una escena del primer capítulo cómo la primera reacción de las autoridades locales consistió en ocultarlo todo con total desprecio por las vidas de los habitantes de la región. También destaca que en el juicio es el fiscal quien lleva la iniciativa, no el juez, porque así funcionaba la justicia en la URSS.

A partir de ahí, empiezan las discrepancias de Gessen. Las amenazas de algunos personajes de pegar un tiro a quien ose cuestionar la línea oficial son irreales. Las ejecuciones sumarias eran algo que ocurrió en los años 30, no en los 80. El sistema no necesitaba amenazar con la pena de muerte para que la gente obedeciera.

La estampa de científicos (heroicos) enfrentándose a funcionarios del poder (malvados) también es exagerada. Gessen se burla de una frase pronunciada por Legasov en una conversación con el vice primer ministro Boris Shcherbina, el hombre del partido que se ocupa de darle los medios que necesita: «Perdóneme, quizá haya pasado demasiado tiempo en mi laboratorio o quizá sea estúpido. ¿Así es como funciona todo? ¿Una decisión arbitraria y sin base que costará quién sabe cuántas vidas es tomada por algún ‘apparátchik’, alguien que ha hecho carrera en el partido?». Legasov, miembro de la dirección de la Academia Soviética de Ciencias y director adjunto del Instituto Kurchatov, centro de la investigación nuclear soviética, era también un hombre del sistema. «Si no lo supiera (cómo se toman esas decisiones), nunca habría llegado a dirigir un laboratorio», explica Gessen.

La científica nuclear bielorrusa Uliana Khomiuk, interpretada por Emily Watson, es un personaje singular por ser ficticio. Mazin explicó que es un compendio de los muchos científicos que ayudaron a investigar las causas del desastre. El hecho de que sea una mujer es representativo de las muchas que contaban con puestos importantes en la ciencia y medicina soviéticas, contó Mazin.

Ese es un recurso dramático legítimo. No tanto si su conducta resulta ser inverosímil.

Frente al carácter algo derrotista de Legasov sobre lo que puede o no hacerse, Khomiuk es la persona con la que se identifica el público, alguien que lucha por que se conozca la verdad, que no tiene miedo a enfrentarse a gente de más poder, que se preocupa por los que han pagado un precio terrible. Gessen opina que este elenco de virtudes no es muy creíble reunido en una persona de esa época. Y creer que alguien podía ser detenido en la URSS por hacer demasiadas preguntas y luego aparecer en una reunión en el Kremlin presidida por Gorbachov es llevar la suspensión de incredulidad demasiado lejos.

La confrontación entre protagonistas es un elemento narrativo clave en cualquier película o serie. Es más difícil reflejarlo en un sistema político en que las personas tenían claros incentivos para limitar esos enfrentamientos al mínimo o huir de ellos.

Los errores o licencias dramáticas no restan valor en su conjunto a la serie, aunque conviene no olvidarlas porque formarán parte de lo que la gente recuerde del accidente, al igual que el heroísmo de bomberos, personal médico y militar y todos los llamados liquidadores, en total 600.000 personas que trabajaron durante meses para conjurar los efectos de la catástrofe. El secretismo con el que el Gobierno soviético respondió en los primeros días fue también un hecho evidente. Lo mismo se podría decir sobre su falta de información sobre las condiciones reales de la central y sobre otros accidentes que se produjeron en instalaciones nucleares en años anteriores.

En la reunión que tuvo lugar en el Kremlin el 3 de julio, Mijaíl Gorbachov escuchó a los técnicos nucleares decir que siempre supieron que el diseño de seguridad que estaba en el origen del accidente no era fiable. La mentira estaba tan extendida que también funcionaba de abajo a arriba.

«¿Sabían que el reactor no era seguro?», preguntó Mijaíl Solomentsev, miembro del Politburó. «Sí, pero nunca se dejó por escrito», respondió el viceministro de Energía, G.A. Shasharin. «La Academia de Ciencias y el Ministerio (responsable de la energía nuclear) exigían un incremento constante de la producción de energía nuclear hasta el año 2000».

Accidentes similares, pero no con los mismos efectos catastróficos, se produjeron en una central de Leningrado en 1975 y en la misma Chernóbil en 1982, en este caso sin emisión de radiación al exterior, relatan las actas de esa reunión. Todos se mantuvieron en secreto y no se tomaron las medidas necesarias para que no se repitieran.

Las autoridades no suspendieron el desfile del 1 de Mayo, cinco días después del accidente, en el centro de Kiev, que se encuentra a 180 kilómetros de la central de Chernóbil.

Gorbachov anunció en octubre una reducción del sector nuclear, incluido el cierre inmediato de los quince reactores similares a Chernóbil, como el que estaba cerca de Leningrado (hoy San Petersburgo). Esa central con dos reactores, situada a 70 kilómetros de una ciudad que tenía entonces cerca de cinco millones de habitantes, nunca se clausuró.

Ni siquiera el accidente puso fin al engaño y la negligencia. Meses después, se cubrió la central con una estructura para contener la radiación, un «sarcófago» que duraría toda «la eternidad», dijeron las autoridades. A los cinco años, comenzaron a detectarse las primeras grietas.

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