Chile, Camboya y Vietnam: los campos de la muerte de Henry Kissinger

Después de la muerte de Richelieu en 1642, se dice que el Papa Urbano VIII hizo un buen resumen de su trayectoria política: “Si Dios existe, el cardenal Richelieu tendrá mucho por lo que responder. Si no es así, bueno, ha tenido una vida de éxitos”. A Henry Kissinger le gustó esa frase y la incluyó en una de sus obras. Era como si estuviera escribiendo sobre sí mismo. Richelieu tuvo como gran meta el engrandecimiento de Francia durante veinte años y la lucha contra su némesis, la dinastía de los Habsburgo que gobernaba en España y Austria. Todo lo demás, incluidas las vidas de millones de personas y también su fe católica, era prescindible.

Kissinger, fallecido esta semana a los 100 años, hubiera preferido vivir en esa época o en la de Metternich, otro de sus héroes predilectos. Le tocó el siglo XX. Eso no le impidió aplicar recetas similares para solucionar los problemas de su tiempo. Es posible que Estados Unidos se presentara ante el mundo como el faro de la democracia liberal, pero Kissinger tenía claro que esa no era la prioridad. “El bienestar del Estado justificaba todos los medios”, escribió sobre Richelieu en su libro ‘Diplomacia’. “El interés nacional suplantaba la noción medieval de moralidad universal”. Este último concepto sería equivalente a lo que hoy llamamos ‘derechos humanos’, que no eran más que un molesto problema de imagen para el diplomático norteamericano.

Varios días después del golpe de Chile y el derrocamiento de Salvador Allende en 1973, Kissinger comparte su alegría con el presidente Richard Nixon en una conversación privada. “En la época de Eisenhower, seríamos considerados unos héroes”, le dice. En el contexto de la Guerra Fría, supone un gran éxito. El fin de la democracia chilena y los miles de asesinados posteriores son sólo un asterisco.

La conducción de la política exterior de una superpotencia obliga a todo tipo de componendas y pactos con aliados con las manos manchadas de sangre. Con Kissinger, no hay ningún escrúpulo moral o político, porque la moralidad nunca entra en sus planes. La confrontación con la Unión Soviética requiere intervenir en cualquier conflicto en el que exista la más mínima posibilidad de que un nuevo Gobierno favorable para los intereses del enemigo asuma el poder. El hecho de que lo haga a través de unas elecciones democráticas es totalmente irrelevante.

“No veo por qué tenemos esperar y permitir que un país se vuelva comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo. Estos asuntos son demasiado importantes como para dejarlos que los decidan por sí mismos los votantes chilenos”, dice en 1970.

Allende ha ganado las elecciones de ese año con un 36,6% de los votos, sin la mayoría suficiente para ser proclamado presidente. Jorge Alessandri, del conservador Partido Nacional, recibe el 35,2% y Radomiro Tomic, de la Democracia Cristiana, el 28%. La Constitución dicta que debe ser el Congreso en ese caso el que tome la decisión, aunque hasta entonces lo habitual era que apoyara al candidato más votado.

Nueve días después, Agustín Edwards, dueño de El Mercurio, el periódico más importante de Chile, y decidido a impedir el nombramiento de Allende, vuela a Washington para incitar a la Administración norteamericana. De inmediato, se reúne con Kissinger en la Casa Blanca. No le cuesta mucho convencerle. Nixon llama al director de la CIA, Richard Helms, con órdenes claras. “Tienes que impedir que Allende sea elegido. Haz que la economía sufra. No se lo cuentes a la embajada. Diez millones más (de presupuesto para la operación) si son necesarios. Utiliza a tus mejores hombres”, dicen las notas de la llamada desclasificadas décadas más tarde.

Como consejero de Seguridad Nacional, Kissinger controla la operación e imparte órdenes a la CIA. En un informe dirigido a Nixon, explica lo que está en juego. Sabe que Allende no va a instaurar una dictadura sometida a la voluntad de la URSS, pero considera que su influencia será muy peligrosa y que hay que cortarla de raíz. “El ejemplo de un Gobierno marxista electo en Chile que tenga éxito seguramente tendrá un impacto o incluso supondrá un precedente en otras partes del mundo, especialmente en Italia”.

Nixon queda convencido y lo comunica en una reunión a altos cargos de su Gabinete con palabras casi idénticas a las de Kissinger: “Nuestra mayor preocupación es que Allende tenga éxito y que su modelo se traslade a todo el mundo”.

Los conspiradores alentados por la CIA no consiguen su objetivo de provocar un golpe en 1970. El plan de secuestrar al jefe del Ejército, el general Schneider, acaba con su asesinato y causa una conmoción nacional que favorece que la elección de Allende sea confirmada por el Congreso con 135 votos a su favor y 35 para Alessandri.

La operación de la CIA propulsada por Kissinger no se detiene y consiste en promover huelgas y conflictos sociales para desestabilizar el país, financiar El Mercurio y los partidos de la oposición y convencer a los generales para que se hagan con el poder. Las elecciones legislativas de marzo de 1973 dan una ajustada victoria a la derecha, pero los partidos de izquierda obtienen el 45% de los votos, muchos más que los recibidos por Allende tres años antes. Los planes de hundir la reputación del presidente han fracasado.

Sólo queda la opción de la intervención militar. “Toda la política (de EEUU sobre Chile) estaba orientada a crear un clima favorable al golpe. Como Kissinger diría después, crear las mejores condiciones posibles para que hubiera un golpe”, explicó Peter Kornbluh, de la organización National Security Archives que es la que ha conseguido la desclasificación de la mayoría de los documentos secretos de la época.

En septiembre, los militares no necesitan la ayuda directa norteamericana para ejecutar el golpe, que es recibido con entusiasmo en la Casa Blanca. Los asesores de Kissinger le informan días después de las primeras matanzas. “Creo que debemos comprender cuál es nuestra política. Por desagradables que sean esos actos, este Gobierno es mejor para nosotros que el de Allende”, les comunica.

Kissinger, ya como secretario de Estado, se reúne con Pinochet en Santiago en junio de 1976. Por entonces, congresistas de EEUU intentan condicionar la ayuda a Chile al respeto de los derechos humanos. Informa al dictador de que va a hacer referencias “en términos generales” a los derechos humanos en su discurso ante la asamblea de la OEA, pero que no se preocupe por ello.

“Mi impresión es que usted es víctima de los grupos izquierdistas de todo el mundo y que su mayor pecado es que derrocó a un Gobierno que se estaba haciendo comunista”, le dice a Pinochet.

Sobre los obstáculos que plantea el Congreso para la venta de armas a Chile, Kissinger solicita su colaboración y le tranquiliza: “Nada de todo esto tiene que ver con la intención de socavar su Gobierno. Quiero que tenga éxito”.

Antes de llegar a la Casa Blanca con la victoria de Nixon en las elecciones de 1968, Kissinger, como uno de los más reputados expertos del país en política exterior y estrategia nuclear, cuenta con permisos oficiales para examinar documentos secretos de la Administración de Lyndon Johnson sobre la guerra de Vietnam. Existe la sospecha de que filtra a la campaña de Nixon información sobre las negociaciones de paz de EEUU con Vietnam del Norte. Lo que está confirmado es que Nixon promete al Gobierno de Vietnam del Sur que tendrá un acuerdo más ventajoso si bloquean cualquier avance y esperan a su llegada al poder.

Nixon hace campaña con la promesa de que pondrá fin a la guerra por cauces diplomáticos, lo que llama “un fin honorable”. Tanto él como Kissinger saben que los norvietnamitas no podrán ser derrotados con medios exclusivamente militares. Su prioridad es mantener la reputación internacional de EEUU y que no parezca que ha abandonado a su suerte a sus aliados de Saigón. Eso exige una intensificación de la guerra, que durara cuatro años más.

Kissinger afirmó más tarde que el mandato para terminar con la guerra de Vietnam no podía hacerse “con condiciones que redujeran la capacidad de América de defender a sus aliados y la causa de la libertad”.

58.220 militares norteamericanos murieron en la guerra de Vietnam, 21.041 de ellos durante la presidencia de Nixon.

El precio que pagan los pueblos del sureste de Asia es infinitamente mayor. Nixon y Kissinger extienden la campaña de bombardeos a Camboya, país neutral cuyas zonas fronterizas están siendo utilizadas por el Ejército norvietnamita y el Vietcong, así como a Laos. Es un bombardeo “secreto” para los norteamericanos, pero no para los que lo sufren entre 1969 y 1973. EEUU arroja 500.000 toneladas de bombas sobre Camboya, que matan al menos a 150.000 personas, la mayoría civiles.

La destrucción aniquila también el sistema político del país, acaba con la reputación del Gobierno del dictador Lon Nol, que había derrocado en un golpe al príncipe Sihanuk, y facilita la victoria posterior de los jemeres rojos en 1975, que imponen un régimen de terror casi inimaginable.

Para entender el impacto de ese medio millón de toneladas de bombas sobre un país que tenía entonces menos de siete millones de habitantes, conviene saber que EEUU lanzó 160.000 toneladas de explosivos sobre Japón en la Segunda Guerra Mundial, incluidas las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, y 500.000 en todas las operaciones en el Pacífico en esa guerra.

La CIA informa en 1973 que los jemeres rojos están utilizando con éxito “los daños causados por los ataques de los B-52 como principal argumento de su propaganda”. Años después, un antiguo alto cargo de los jemeres lo confirma a un periodista. “Las mentes de la gente se congelaban (en los bombardeos) y deambulaban en silencio durante tres o cuatro días. Aterrorizada y enloquecida, la gente estaba dispuesta a creer lo que les decían. Eso fue lo que hizo que fuera tan fácil para los jemeres rojos ganarse el apoyo de la gente”.

Kissinger juega un papel activo en la elección de los objetivos de Camboya y en transmitir las órdenes de Nixon. “Quiere una campaña de bombardeos masivos”, comunica a Alexander Haig, jefe de gabinete de la Casa Blanca, tras una conversación con el presidente. “No quiere escuchar otra cosa. Es una orden. Hay que hacerlo. Todo lo que vuele y todo lo que se mueva. ¿Lo entiendes?”.

Un informe del Pentágono confirmó que el Consejo de Seguridad Nacional que dirige Kissinger dio el visto bueno a 3.875 bombardeos realizados en 1969 y 1970, “así como los métodos para impedir que los periódicos conocieran los hechos”.

Kissinger mantiene informado a Nixon de los progresos en Camboya y Vietnam. “Le apuesto a que tendremos más aviones allí en un día que los que tuvo Johnson en un mes. Cada avión lleva diez veces más bombas que un avión de la Segunda Guerra Mundial”, le cuenta en abril de 1972 sobre el ataque al puerto de Haiphong, en Vietnam del Norte.

Alabado después durante décadas por la clase política norteamericana como el diplomático más brillante de la Guerra Fría, Kissinger se había convertido en un adicto a la destrucción: “Me niego a creer que una potencia de cuarto nivel como Vietnam del Norte no pueda alcanzar un límite en el que se haga pedazos”.

Destruir todo lo que se pueda para obtener una ventaja que sea decisiva en el terreno de las negociaciones. Matar “todo lo que se mueva” para que EEUU conserve su reputación. Ese es uno de los principales legados de Henry Kissinger.

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