A por ellos, pero esta vez es contra el Gobierno y el Congreso de España

Los sindicatos policiales que realizaron la manifestación del sábado contra la reforma de la ley mordaza en Madrid afirmaron después que la protesta «no tenía precedentes». Tenían toda la razón. No hay precedentes de que policías y guardias civiles se hayan manifestado por motivos políticos en España contra el Gobierno y el Congreso o en contra del resultado de las elecciones.

Las rebeliones policiales se producen a veces en países latinoamericanos con funestas consecuencias –la última fue en Bolivia–, pero no en Europa. Ahora los sindicatos que cuentan con el mayor apoyo de los agentes han decidido convertirse en una suerte de lobby policial para insertarse en las filas de la derecha en la pelea contra el Gobierno de coalición. Son las fuerzas de seguridad del Estado, pero la última palabra ha quedado colgando del nombre con un asterisco.

Para dar a la marcha un aire aún más de antisistema, personas con símbolos del sindicato Jusapol encendieron bengalas de humo verde en la cabecera de la manifestación cuando pasaban frente al Congreso de los Diputados. «Aquí es donde se nos tiene que escuchar más fuerte», decía la megafonía del vehículo que abría camino. Se daba la paradoja de que la policía actúa con frecuencia contra los que las encienden en la calle –suele ser indicativo de que algo chungo va a ocurrir–, pero esta vez eran policías los que las prendían. Sigue leyendo

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La matanza de París de 1961

París, 17 de octubre de 1961. De Gaulle está a un año de conceder la independencia a Argelia y de poner fin a más de un siglo de colonialismo francés en ese país. La tensión domina la capital francesa por la amenaza de atentados de la OAS –formada por militares y civiles que se oponen a renunciar a Argelia– y del FLN argelino. Ese día, la ciudad vivirá escenas inauditas en una capital europea en los años sesenta. La represión policial se ceba en una manifestación y desencadena una caza al hombre en la que los agentes asesinan a decenas de personas. Nunca se sabrá cuántos murieron, pero la cifra más probable es de entre cien y doscientas.

La matanza queda cubierta por el silencio y la censura. Los principales medios de comunicación se limitan a dar la versión oficial, que reduce los incidentes a hechos violentos aislados que causan la muerte de cinco personas. Durante semanas, los cuerpos van apareciendo en el río Sena. Había sido la forma más fácil de deshacerse de los cadáveres.

Unos meses antes, los ultras se lo han jugado todo a la carta de un golpe de Estado contra De Gaulle en el país norteafricano que incluía la toma de bases militares en suelo francés. La intentona fracasa. Después del referéndum de enero en que se ha aprobado conceder la «autodeterminación» a la colonia, el Gobierno ha entrado en negociaciones con el brazo político del FLN argelino.

El FLN había puesto fin a los ataques contra policías franceses en París al iniciarse las conversaciones, pero en realidad han aumentado ese año, sin que esté claro si han sido ordenados por miembros de la cúpula del grupo o por las células del FLN parisino fuera del control del movimiento. Veintidós policías han sido asesinados ese año (nueve habían muerto el año anterior).

El ambiente entre los policías es de máxima tensión. Reclaman a sus jefes una política de mano dura contra los independentistas. El prefecto de Policía, Maurice Papon, promete en un funeral de un agente que «por cada golpe que reciban, devolverán diez». Cada vez se producen más palizas a detenidos en las comisarías. Después del verano de 1961, aumenta el número de cadáveres de argelinos que aparecen en el Sena.

Papon y el Gobierno decretan un toque de queda nocturno en París a partir de las 20.30 para todos los argelinos, una medida claramente discriminatoria al tratarse de ciudadanos franceses. La medida se centra fundamentalmente en los que conducen un vehículo desde esa hora. Los ocupantes son detenidos y los coches, confiscados.

El decreto es contestado por partidos de izquierda y organizaciones de argelinos. Estas últimas organizan una manifestación de protesta para el 17 de octubre, con el apoyo del FLN. La cita es un éxito de asistencia. Se calcula que 25.000 personas recorren las calles de París. Es una manifestación pacífica a la que asisten hombres, mujeres y niños hasta que se desencadena la represión.

Miles de ellos fueron detenidos. Las cargas policiales obligaron a los manifestantes a huir a la carrera para salvar la vida. La actuación de los agentes fue de una violencia indiscriminada. Algunas víctimas fueron tiroteados. Otros sufrieron palizas mortales. La mayoría de los cadáveres fueron lanzados al río. En las comisarías y centros de detención improvisados, continuaron las palizas.

Placa en el puente de Saint-Michel colocada por el alcalde de París en 2001.

Los ataques se produjeron en lugares tan céntricos como Saint Germain-des-Prés, la Opéra, la Plaza de la Concordia o los Campos Elíseos. Un periodista contó treinta cadáveres amontonados cerca de su oficina en el centro de la ciudad. Sus jefes en la agencia de prensa le dijeron que se atuviera a la versión oficial. Las únicas imágenes que ofreció la televisión pública fue la de grupos de argelinos que fueron deportados en barco. Fue una forma rápida de deshacerse de los testigos presenciales.

Diarios como L’Humanité o Libération empiezan a ofrecer algunas informaciones que contradicen la información de las autoridades. Pasaron años antes de que se ofrecieran investigaciones que contaran realmente lo que sucedió. A finales de octubre, diputados de izquierda cuestionan la información oficial y las mentiras que salieron del Ministerio de Interior. Una solicitud de poner en marcha una comisión de investigación es rechazada en la Asamblea Nacional. Papon afirma que la policía «hizo lo que tenía que hacer». El ministro de Interior denuncia una campaña de difamación contra la policía.

De Gaulle tuvo que ser informado de los hechos. No mencionó la matanza en sus memorias.

Papon inició una carrera política que le llevó a la Asamblea como diputado durante más de una década y ministro en una ocasión. En 1981, Le Canard Enchaîné publicó documentos que revelaban su colaboración en el Holocausto. Había sido responsable de la deportación de 1.645 judíos a Alemania desde su puesto de la prefectura de Gironda dentro del régimen de Vichy. No fue condenado hasta 1998 por crímenes contra la humanidad a diez años de cárcel.

En 2001, el alcalde de París, el socialista Bertrand Delanoë, asiste a la colocación
de un placa en el puente de Saint-Michel dedicada «a la memoria de los numerosos argelinos asesinados durante la sangrienta represión de la manifestación pacífica del 17 de octubre de 1961». Hay que esperar a 2012 para que un presidente de la República, François Hollande, reconozca los hechos y los defina como «una sangrienta represión»: «La República reconoce claramente estos hechos. Cincuenta y un años después de esta tragedia, rindo homenaje a la memoria de las víctimas». Lo hace a través de un simple comunicado.

Al cumplirse hace unas semanas el 60º aniversario de la matanza, Emmanuel Macron deposita una corona de flores en el puente de Bezons, en Nanterre. Acompañado de familiares de los fallecidos, guarda un minuto de silencio en el lugar en que aparecieron algunos de los cadáveres.

«Los crímenes cometidos esa noche bajo la autoridad de Maurice Papon son inexcusables para la República. Francia mira toda su historia con lucidez y reconoce las responsabilidades claramente establecidas», afirmó un comunicado del Elíseo. El texto asume la responsabilidad de la masacre en nombre del Estado francés, aunque restringe la autoría a Papon.

Foto superior: una pintada en un puente de París después de la matanza: «Aquí ahogamos a los argelinos».

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Marlaska se sube a la tanqueta

La alcaldesa de la localidad gaditana de Puerto Real, Elena Amaya, del PSOE, no puede salir de casa estos días por estar contagiada de Covid. No tiene dudas sobre lo que debe hacer el resto de la gente en esta ciudad de 41.000 habitantes: «Tenemos que salir a la calle porque somos el culo de este país». La crisis permanente en la provincia que suele tener el mayor índice de desempleo de España aparece ahora en los titulares a causa de la movilización que se produce durante las negociaciones del futuro convenio del sector del metal. Mientras tanto, algunos disturbios ocurridos, menos graves de lo que se ha visto en la última década en otros conflictos, han provocado la aparición en las calles de una tanqueta policial. La imagen por sí sola eleva la importancia del conflicto a un nivel más preocupante.

Alguien en el Ministerio de Interior o en la cúpula policial no tiene muy claro el concepto de coste/beneficio. El precio político de la decisión parece mucho mayor que los beneficios que pueda tener el uso de un vehículo de origen militar. Se trata de un BMR, un blindado de seis ruedas que se emplea habitualmente para el transporte de tropas y cuya función de orden público en este caso se limita a su blindaje y a su peso de quince toneladas. Es decir, puede llevarse por delante cualquier barricada que encuentre por la calle, aunque esté compuesta por varios contenedores.

El coste político no se mide en toneladas, pero su peso no es menor. «El Gobierno se está equivocando», dijo el martes Iñigo Errejón en el pleno del Congreso. «Yo me temo que la imagen de la tanqueta en los barrios obreros de Cádiz les va a acompañar durante lo que queda de la legislatura». Yolanda Díaz tomó la poco habitual decisión en su caso de comunicar a otro miembro del Gobierno su malestar por una decisión de su competencia y confirmarlo después en público a los periodistas. «Los trabajadores del sector del metal no son delincuentes», dijo la vicepresidenta, y están «legítimamente defendiendo sus derechos». Lo mismo han hecho otros dirigentes de Unidas Podemos. Para el diputado Jaume Asens, la medida es «una provocación». Sigue leyendo

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El ‘talent show’ del PP tiene poco talent y mucho show

Pablo Casado comenzó el día este lunes con una idea en la cabeza: otra semana como la pasada y me muero. Excepto en las elecciones de abril y noviembre de 2019, en pocas ocasiones su liderazgo del Partido Popular ha sido tan cuestionado o caricaturizado desde dentro de su propia formación. Esta vez, le tocó sufrir el ataque combinado de Isabel Díaz Ayuso y Cayetana Álvarez de Toledo, que es un poco como si fueras Polonia en 1939. Cada vez que Génova pensaba que había dado por cerrado el debate, alguna de ellas volvía a atormentarlo con su aguijón. Para el lunes, optó por una solución segura. Viajó a Vitoria para visitar el Memorial de Víctimas del Terrorismo. Cuando los periodistas le preguntaron por la crisis interna del PP, tenía la respuesta preparada. No quería hablar del tema «por respeto a los 850 asesinados por ETA». El comodín de ETA es una navaja multiusos que funciona tanto como arma ofensiva como defensiva.

También este lunes Díaz Ayuso volvió a aplicar el método que tanto exaspera en Génova. Aparece con un extintor para fingir que quiere apagar el incendio y al mismo tiempo lo atiza añadiendo un par de troncos al fuego. «El electorado de centroderecha no entiende nada», dijo en una entrevista en TVE, como si la cosa no fuera con ella y esto fuera un lío que han montado otros. Eso no le impidió reiterar que el congreso del PP madrileño debería celebrarse cuanto antes porque «prolongarlo otros ocho meses tendría mucho desgaste». Para Casado, podría haber dicho. Ella no va a desechar ninguna oportunidad de insistir en sus exigencias. Lo quiere todo (el poder en el PP en Madrid) y lo quiere ya (en marzo como muy tarde). Casado se niega a aceptar lo segundo porque en el fondo no le conviene permitir lo primero. Sigue leyendo

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El colapso económico de Afganistán

La actividad económica de Afganistán era totalmente dependiente de la ayuda extranjera, en especial de Estados Unidos. La victoria de los talibanes cortó de raíz ese pilar, a lo que hay que unir el bloqueo de las reservas del país, 9.000 millones de dólares que se encontraban depositados en EEUU. El país sufre en la práctica un colapso en el que el nuevo Gobierno ni siquiera puede pagar el suministro eléctrico que le llega de los países vecinos.

En octubre, Der Spiegel publicó un largo reportaje sobre una situación que no ha cambiado mucho desde entonces:

El Estado, ahora el Emirato Islámico de los talibanes, ha terminado siendo incapaz de pagar los salarios, excepto de algunos profesores o trabajadores sanitarios. Los bancos sólo tienen permiso para distribuir cantidades minúsculas de efectivo en la moneda local, el afgani. Como consecuencia, millones de personas se están quedando sin dinero en efectivo, en un momento en que los precios de alimentos, gasolina y gas para cocinar están subiendo rápidamente. Aún hay electricidad. El 80% de ella se importa de los países vecinos Uzbekistán, Turkmenistán, Irán y Tayikistán, pero Kabul no ha podido pagarles desde el 15 de agosto.

El número de mendigos, en especial mujeres, ha estallado, y las calles de Kabul están llenas de lavadoras, muebles y material de cocina puestos a la venta, y que nadie está comprando. El otoño es la época de la cosecha de las granadas, pero los vendedores del producto también esperan durante horas a que aparezcan los clientes. «Si alguien viene sólo está interesado en la fruta en mal estado», dice un vendedor desesperado.

Como en el resto del Gobierno, las nuevas autoridades económicas están dirigidas por cargos políticos y religiosos sin ninguna experiencia en asuntos financieros. Las exportaciones legales suponían hasta hace unos meses unos mil millones de dólares anuales, mientras la exportación de droga podía alcanzar otros 600 millones. Al mismo tiempo, el país importaba bienes por valor de 7.000 millones. «El valor del afgani (75 afganis por dólar) se mantenía por el hecho de que cada semana llegaban entre 20 y 30 millones desde EEUU», dice el directivo de un banco. «Eso se ha acabado. Pero los talibanes no parecen entender la gravedad de la situación».

Kabul ya ha sufrido varios apagones temporales al aumentar el consumo eléctrico con la caída de las temperaturas en noviembre. Los países limítrofes de Afganistán que le venden cerca del 80% de la energía que utiliza dieron tres meses para que el Gobierno pagara lo que debe, que ya supera los 60 millones de dólares. Ese plazo ha finalizado sin que se haya cumplido la amenaza de corte de suministro. En la práctica, esa es la mayor ayuda exterior que ha recibido el país en estos meses.

La empresa pública de electricidad ha pedido a la misión de la ONU una ayuda de 90 millones con la que pagar esas deudas y asegurar el suministro. De momento, no ha recibido respuesta.

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Pablo Iglesias se ha vuelto pesimista nivel República de Weimar

«Lo bueno de no tener responsabilidades políticas es que uno puede decir estas cosas libremente», dijo Pablo Iglesias en uno de los momentos de su conversación del martes con José María Lassalle en la Delegación de la Generalitat en Madrid. Ya no es vicepresidente, ya no tiene la obligación de ser optimista –los gobernantes siempre son optimistas–, ya puede ocuparse de trazar un panorama sombrío si no se adoptan determinadas políticas con las que solventar problemas graves. Cuando Iglesias quiere mostrarse preocupado, tiene la habilidad para aparecer extremadamente preocupado.

El motivo del encuentro era el inicio de una serie de conferencias organizadas por la Delegación de la Generalitat centradas en el diálogo entre las instituciones españolas y catalanas. También por la presentación, en la misma sala, de un libro colectivo que ha publicado la editorial Catarata –’Cataluña-España: ¿del conflicto al diálogo político?’– en el que 60 autores han reflexionado sobre el futuro de ese conflicto y las vías de solución. La amplia nómina de colaboradores incluye pocos representantes de la derecha que marca el paso en su mundo. En esos ambientes, la apelación al diálogo se contempla con desdén o un rechazo total. Solo esperan de los vencedores de las elecciones catalanas la rendición y que se presenten en una comisaría con el DNI en la boca.

Es curioso que en la derecha nieguen que se trata de un auténtico conflicto político, sino de que algunos políticos violan la ley y por tanto deben recibir el castigo correspondiente. Los conflictos son consustanciales a la democracia. La diferencia con las dictaduras es que se puede convivir con ellos sin necesidad de abrir la cabeza al prójimo. «Una democracia debe albergar siempre dentro de sí misma la opción del diálogo», explicó Lassalle, que fue secretario de Estado de Cultura en el Gobierno de Rajoy. Uno de los grandes objetivos de la democracia consiste en «neutralizar los conflictos». Quizá no se consiga alcanzar la solución que satisface a todos, entre otras cosas, porque quizá no pueda existir tal nivel de perfección, pero el diálogo es una herramienta de convivencia que, como mínimo, debe servir para entender al contrario. Sigue leyendo

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Biden y Sánchez necesitan que los votantes se animen, pero la inflación pone en peligro sus planes

Las encuestas ofrecen a veces curiosas coincidencias. La última del CIS revela que el 69% de los españoles cree que la situación económica del país es mala o muy mala. En Estados Unidos, un 68% de las personas dicen que la economía norteamericana está empeorando, según un sondeo de Gallup en octubre, cinco puntos más que en la encuesta del mes anterior. En ambos países, la recuperación económica es un hecho, con menor intensidad en España, pero el pesimismo está abriéndose camino en los electorados y los gobiernos deben empezar a preocuparse.

Hay situaciones que son paradójicas. A pesar de esa visión negativa sobre la economía, cuando se pregunta a los españoles sobre su situación económica personal, el negro se torna mucho más claro. Un 60,7% de ellos dice que es buena. Ese porcentaje es similar o superior en los votantes de casi todos los partidos, y algo más bajo en el caso de los de Vox (55%).

Los norteamericanos, que en un 65% -según una encuesta de AP- dicen que su situación financiera personal es buena, son capaces de detectar fenómenos positivos en asuntos muy relevantes. Un 74% de ellos cree que es un buen momento para encontrar un empleo. El porcentaje es un récord y está muy lejos del 22% registrado en el comienzo de la pandemia en 2020 y a años luz del 8%-10% que se produjo entre 2009 y 2011 en lo peor de la gran recesión. Sigue leyendo

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Puedes aprender de liderazgo del líder que hundió a su partido en la miseria

Cómo pasa el tiempo. Hace justo dos años, la estrella emergente de la política española se precipitó contra el suelo a la máxima velocidad y originó un cráter que dejó pequeño al de la península de Yucatán. Fue un espectáculo pirotécnico a la altura del que protagonizaron la UCD y Landelino Lavilla en 1982. Albert Rivera estaba convencido de que podía ser el nuevo líder de la derecha española y de repente descubrió que todo había sido un sueño. Aún no había cumplido 40 años –le faltaban unos días– y tenía que reinventarse con un nuevo empleo. Tampoco le iba a resultar difícil. Sólo debía gestionar la frustración.

Para el tema laboral, entró a trabajar en un bufete de abogados. Para el tema del ego, decidió que la sociedad estaba sedienta de sus conocimientos sobre liderazgo. Se supone que de la parte que le llevó a aparecer con 40 escaños en el Congreso en diciembre de 2015 con 3,5 millones de votos o cuando superó los cuatro millones en abril de 2019 amenazando la posición del Partido Popular. Siete meses después, se repitieron las elecciones y perdió 2,5 millones de votos y 47 escaños. El líder con el fracaso más estruendoso de la última década cree estar ahora en condiciones de sentar cátedra. Un buen comienzo sería explicar que nunca debes dejarte deslumbrar por lo mucho que te adoran tus subalternos. Eso incluye a los jefes de opinión de algunos periódicos.

El vehículo es una universidad privada en la que impartirá un posgrado en liderazgo y management (sic) político. Precio: 5.800 euros por un curso de 180 horas. La hora sale a 32 euros, así que será mejor que los alumnos lo aprovechen. Como prólogo, el jueves intervino en un debate sobre liderazgo –entrada gratuita– junto a Juan Manuel Moreno Bonilla y Emiliano García-Page, presidentes de Andalucía y Castilla La Mancha. En su condición de gurú, Rivera utiliza conceptos como «startup política» y «know how» y dice que su aspiración en estos momentos es «innovar». Sigue leyendo

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Votando a los nuevos del Constitucional con pinza y mascarilla por aquello del olor

Nadie como la izquierda para fustigarse con el látigo de nueve colas. Los partidos del Gobierno llevaban meses exigiendo al Partido Popular para que se aviniera a pactar la renovación del CGPJ, el Tribunal Constitucional (TC) y otras instituciones. Al final, se produjo el acuerdo sobre el Constitucional entre el PSOE y el PP que se vota este jueves en el Congreso. Como era de esperar porque ha ocurrido antes, los conservadores presentaron dos nombres que pueden presumir de muchas cosas, pero no de independencia. Son juristas de confianza de Génova 13, de tanta cercanía que eso les ha creado problemas en el pasado. Ahora toca votar su elección de forma secreta y hay diputados de izquierda traumatizados por la cita. En los escaños de la derecha, están abanicándose con la Constitución.

¿Qué se podía esperar si el PP sigue negándose a pactar la renovación del CGPJ mientras acusa al Gobierno de estar paralizando la renovación del organismo? Las palabras han dejado de tener sentido en la política española.

La mecha del descontento la encendió el socialista Odón Elorza al decir en nombre de su partido que era «una indignidad» para el TC y el Congreso que el catedrático Enrique Arnaldo estuviera en la lista. Arnaldo ha estado tan metido en las tripas del PP que hasta apareció en el sumario del caso Lezo con una conversación siniestra con Ignacio González en la que presumía de que podía maniobrar para que se nombrara un fiscal general que favoreciera los intereses del presidente madrileño. Sigue leyendo

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Afganistán o el derecho a matar en nombre de la libertad

Veintitrés millones de personas necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir en Afganistán, según cifras del Programa Mundial de Alimentos, una agencia de la ONU. La población del país es de 39 millones. Hasta la victoria talibán, el país recibía ayudas anuales por valor de 8.500 millones de dólares al año, equivalentes al 43% del PIB. Esos fondos servían para mantener el 75% del gasto público y el 90% del gasto en defensa y seguridad. Veinte años después de la creación del nuevo Estado afgano, el país vivía de la asistencia económica internacional, fundamentalmente de EEUU y de las grandes instituciones internacionales.

Después de que los talibanes se hayan hecho con el poder, la situación económica ha empeorado. Aquellos más afortunados, los que tienen un empleo en la Administración como médicos o profesores, en su mayoría no han recibido su salario en los últimos tres meses. La ONU no descarta que en 2022 el país sufra una hambruna de proporciones masivas.

Por tanto, la misma existencia de ese Estado se debía a esa ayuda. No al resultado de las elecciones, no a su capacidad de proteger la seguridad de los ciudadanos. Su única legitimidad provenía del hecho de que la alternativa era peor. Era como un enfermo sostenido con vida de manera artificial.

Políticamente, el balance era aun más desolador, lo que ayuda a entender por qué el Gobierno y el Ejército se desplomaron hasta desvanecerse en las dos primeras semanas de agosto. Las últimas dos elecciones presidenciales habían quedado manchadas por el fraude en las urnas y la baja participación electoral. La corrupción se había extendido por todas las fuerzas policiales y la mayor parte del Ejército. La clase política saqueaba sin pudor los fondos que llegaban a las instituciones. Las mansiones de los caudillos regionales en Afganistán y sus cuentas corrientes en los bancos de Dubai no dejaban lugar a dudas.

Estas conclusiones podían haberse escrito en cualquier año de la última década. De hecho, se escribieron y por ejemplo aparecieron en los informes anuales de la oficina del Pentágono dedicada a examinar los avances en la «reconstrucción» de ese país.

La intervención militar occidental en Afganistán se cerró con un fracaso completo, tan absoluto que plantea serias dudas sobre si se podría repetir otra vez. Si el legado de Vietnam acompañó a la política norteamericana durante casi veinte años, y supuestamente fue neutralizado con la victoria fulgurante en la Guerra del Golfo en 1991, cabe pensar que cualquier otro proyecto de reconstrucción nacional después de una invasión quedará marcado por la sospecha de que se produzca otro Afganistán.

Reparto de ayuda en Herat en octubre por el Programa Mundial de Alimentos. / WFP

Pocos días después de la caída de Kabul, Anne Applebaum escribió un artículo para lamentar la falta de decisión del mundo occidental en defensa de la libertad. No se refería a una confrontación ideológica, sino a una batalla real, la que se lleva a cabo con armas. Se quejaba de que se hubiera extendido el concepto de que «no es posible una solución militar» en tantas declaraciones públicas sobre guerras como la de Afganistán, pero no sólo en ese país. En definitiva, se burlaba de esos expertos en solución de conflictos o altos cargos de la ONU o la UE que buscan negociaciones políticas que den lugar a acuerdos duraderos.

Frente a esa idea, Applebaum escribió que las guerras acaban en muchas ocasiones con una solución militar. En una guerra, a veces gana alguien que está dispuesto a luchar hasta el final. «Los extremistas violentos, en contra de la imagen más extendida, pueden ser bastante racionales: pueden calcular de forma exacta qué necesitan para ganar una batalla, que es precisamente lo que los talibanes han hecho en Afganistán. Existía una solución militar, y ese grupo ha estado esperando durante mucho tiempo para lograrla».

No es una sorpresa que la escritora defienda eso que se ha llamado «intervencionismo liberal». Cree que en el mundo occidental ha perdido las ganas de luchar al apreciar que la opinión pública de EEUU no quiere saber nada de las «guerras interminables» veinte años después del 11S. «Porque a veces sólo las armas pueden impedir que los extremistas violentos tomen el poder».

¿Se puede llevar la guerra a todos los países del mundo en los que existan extremistas dispuestos a combatir hasta el fin de los tiempos para hacerse con el control del país? Parece una opción poco viable, porque por mucho que las élites políticas, periodísticas y académicas compartan una estrategia básica de carácter intervencionista, al final en países democráticos necesitan que exista un consenso básico compartido por la mayor parte de la opinión pública.

Es sabido que una guerra contra un movimiento insurgente carece de futuro si el Ejército extranjero implicado no cuenta con un fuerte aliado local. Eso es un hecho en términos militares y políticos. Cuando EEUU y sus aliados tenían 100.000 soldados en el país, no debían preocuparse mucho por la entidad del Ejército afgano, aunque eso ya suponía un pésimo augurio para el futuro. Posteriormente, los occidentales redujeron al mínimo su presencia militar y dejaron a las fuerzas locales el peso de la guerra contra los talibanes. Policías y soldados afganos pagaron un precio altísimo –con más de 60.000 muertes en veinte años– sin que eso les sirviera para derrotar al enemigo.

Políticamente, ese aliado local debía dar legitimidad a la presencia extranjera. Pero cuando el presupuesto del país depende de la ayuda económica exterior en un porcentaje altísimo, resulta difícil descartar la idea de que el Gobierno es una ficción que no se corresponde con la realidad sobre el terreno.

Patrulla de soldados norteamericanos en un pueblo afgano en 2010.

Anand Gopal es un periodista de The New Yorker que pasó años en Afganistán. No sólo en Kabul, sino en las zonas rurales donde la huella que dejaba el Gobierno era muy escasa o incluso negativa, porque estaba representada por caudillos locales enfrentados a algunas de las tribus o simplemente corruptos. «En el campo, la gente afronta una situación muy diferente (a la de las zonas urbanas)», dijo Gopal en una entrevista. «Se enfrentan a la guerra. Les pueden matar con ataques aéreos, con bombas ocultas en la carretera o lo que sea, y lo más importante para ellos es la seguridad por encima de cualquier otra cosa. Afganistán ha estado en guerra civil durante cuarenta años».

Gopal habla correctamente de guerra civil, un concepto que molestaba a los habitantes de Kabul para los que la idea de un regreso de los talibanes al poder suponía una pesadilla. Los talibanes representan una versión fundamentalista y cruel del nacionalismo pastún que era fácil de entender, o incluso asumir, para los afganos del sur y este del país. En la práctica, los talibanes estaban coaligados, desde una posición de clara superioridad, con muchas tribus enfrentadas al Gobierno central.

El sistema político afgano fue incapaz durante veinte años de armar un frente político que defendiera esa idea en esas zonas sin incluir el fanatismo de los insurgentes. Sin embargo, es muy complicado ser creíble en esa posición política si el Gobierno nunca deja de ser un inválido que no puede funcionar sin la ayuda occidental. En una comunidad a la que la historia concede un gran sentimiento de orgullo por su capacidad para hacer frente a invasiones, ¿cuál es tu legitimidad si tu posición es insostenible sin las tropas extranjeras?

Si, en la línea de Applebaum, consideras que los talibanes representan el mal absoluto –y esa es una posición fácil de aceptar para un ciudadano europeo o norteamericano–, entonces no hay soluciones políticas aceptables. El mal se erradica y cuanto antes, mejor. En ese momento, has tomado partido por uno de los bandos en liza. Por eso, la Administración de George Bush se negó a aceptar la posibilidad de integrar a los talibanes, o a muchos de ellos, en el nuevo Estado afgano que nació a finales de 2001.

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Por la misma razón, la Administración de Barack Obama nunca llegó a implicarse con determinación en la vía de negociaciones que se abrió en su segundo mandato. El riesgo político era demasiado alto. En primer lugar, se había apostado por la escalada militar en el comienzo del primer mandato. Luego, al comprobarse que no servía para ganar la guerra, se decidió que era el momento de la ‘afganización’ del conflicto bélico y que fueran los militares afganos los que llevaran el peso de los combates. Tampoco funcionó.

La negociación que sí afrontó la Administración de Donald Trump sólo era una pantalla para justificar la retirada militar. Eso era compatible con un aumento del número de bombas y misiles empleados por los militares en la guerra contra los talibanes. En 2018 y 2019, se superaron las cifras de todos los años anteriores desde 2001 sin que eso cambiara el balance de la guerra.

Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, sólo le quedaba la opción de aprobar otra escalada militar con el envío masivo de tropas –él ya se había opuesto sin éxito a la aprobada en 2009– o evacuar a todas las tropas. Las opciones intermedias habían perdido todo su valor.

Con el paso de los años, los gobiernos occidentales ya no podían justificar la presencia militar por la amenaza de Al Qaeda. Otros motivos fueron ocupando las declaraciones públicas –lo que también se puede llamar propaganda oficial– y uno de los más efectivos fue la protección de los derechos de las mujeres y de las minorías. Nadie quería que el país volviera a los años del anterior Gobierno talibán con el que las mujeres no podían trabajar, sólo podían salir de casa acompañadas por un familiar masculino o las niñas no tenían derecho a la educación.

La defensa de esos objetivos nobles ignoraba por completo la realidad social y cultural de Afganistán. La sorpresa fue general en EEUU y Europa cuando una asamblea de la comunidad hazara, uno de esos grupos minoritarios a los que había que proteger de los talibanes, aprobó un código civil que restringía la capacidad de las mujeres hasta niveles que hubieran satisfecho a los fundamentalistas. Esa ley recibió el visto bueno del Parlamento afgano. Los gobiernos presionaron a Karzai para que anulara esa ley u obligara a los diputados a eliminarla. No iba a conseguir los votos necesarios para obtener ese resultado, por lo que optó por el paso habitual cuando no se quiere afrontar un problema. La ley existiría, pero no se llegaría a aplicar. Los donantes internacionales se dieron por satisfechos. Era mejor mirar a otro lado e ignorar que no existía apoyo mayoritario para la aprobación de leyes similares a las de Occidente.

El colonialismo cultural por una buena causa sigue siendo colonialismo. Afganistán no es el primer país del Tercer Mundo en el que las ideas reaccionarias aumentan su apoyo si son defendidas por los mismos que luchan contra una ocupación extranjera.

«Las encuestas nacionales sugieren que el islam y la resistencia contra la ocupación inspiraban a los talibanes», escribe Carter Malkasian en el libro ‘The American War in Afghanistan: A History’. «La encuesta anual de la Asia Foundation de 2009, considerada el estudio más riguroso sobre Afganistán, descubrió que un sorprendente 56% de los afganos admitía su simpatía por los talibanes. Aunque esa cifra cayó al 40% al año siguiente, era desoladoramente alta, superando el 50% en el sur y zonas del este del país. Entre los encuestados con mayor apoyo a los talibanes, casi la mitad decía que opinaban así porque los talibanes eran afganos o musulmanes. Los pastunes y otros afganos que vivían en zonas rurales mostraban mucha más simpatía por los talibanes que los que vivían en las ciudades».

La modernización impuesta por la fuerza de las armas –no hay forma mejor de describir estos veinte años– tenía poco futuro. La invasión concedió una gran oportunidad para introducir el siglo XXI en el país sin que las fuerzas extranjeras tuvieran un gran conocimiento de la realidad anterior. Todo consistía en levantar desde cero un sistema de justicia lo más parecido posible al existente en EEUU. Lo que ocurrió fue que los tribunales se vieron contaminados por la corrupción. Resultaba imposible conseguir que se hiciera justicia sin haber sobornado antes a los funcionarios de los tribunales.

Ante esa disyuntiva, el sistema tradicional de justicia basado en la sharia nunca perdió su atractivo entre los sectores tradicionales de la sociedad, que eran claramente mayoritarios en las zonas rurales y las ciudades pequeñas. A los ojos de cualquier occidental, eso no es justicia, pero para muchos afganos era la única manera de dilucidar los conflictos que se producían en su sociedad, o la parte de la sociedad que ellos conocían.

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Para apreciar hasta qué punto la apuesta por la guerra hizo imposible un Afganistán diferente y permitió en última instancia el regreso de los talibanes al poder, nada mejor que leer el artículo con el que Barnett Rubin resume veinte años de intervención occidental en el país. Rubin conoce Afganistán desde los años 80 y asesoró tanto a los enviados especiales de la ONU como al Departamento de Estado de EEUU. En este último puesto en la Administración de Obama, fue una voz solitaria en favor de una solución política que hubiera sido viable si se hubiera afrontado al principio de la ocupación.

Para Rubin, el fracaso comenzó el 6 diciembre de 2001, un día después de que se firmara el acuerdo de Bonn, la primera conferencia internacional sobre el futuro del país. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, rechazó ese día cualquier idea sobre la posibilidad de un acuerdo político entre el nuevo presidente, Hamid Karzai, y lo que quedaba del liderazgo talibán refugiado entonces en Kandahar, la mayor ciudad del sur del país. Los talibanes habían aceptado reconocer el liderazgo de Karzai a cambio de una amnistía que permitiera a su máximo dirigente, el mulá Omar, seguir viviendo en Kandahar.

«Esto les hubiera permitido participar en el proceso puesto en marcha por el acuerdo de Bonn para establecer un Gobierno permanente –escribe Rubin–. En vez de ser enviados a Guantánamo o a algunos de los conocidos cementerios afganos, podrían haber participado en proporción a su auténticos número e influencia, pequeña, pero real, en la redacción y aplicación de la Constitución».

Rumsfeld respondió que no habría solución negociada. Con distintos matices, esa posición se mantuvo con la Administración de Obama al ordenarse la escalada militar de 2009. Es cierto que en ese momento ya se hablaba de algún tipo de negociación, pero nunca se apostó por ella hasta que EEUU y sus aliados afganos estuvieran en «una posición de fuerza».

Rubin recuerda que las autoridades norteamericanas calculaban que el gasto militar y de seguridad de Afganistán debía estar en torno a los 4.000 millones de dólares anuales. Eso suponía gastar en torno al 20% del PIB del país, que llegó a su punto más alto en 2013 con más de 20.000 millones de dólares. Si bien un país en guerra dedica un alto porcentaje de su riqueza al gasto militar, esa era una cifra totalmente insostenible. Es como si España se gastara en seguridad 300.000 millones al año (el presupuesto de Defensa supera los 10.000 millones de euros y el de Interior es de 9.000 millones).

Lo que hubiera sido posible a partir de 2002 por estar los talibanes en una posición de manifiesta debilidad, resultaba mucho más difícil una década después cuando los insurgentes controlaban amplias zonas rurales del país de donde ya no iban a ser expulsados. Y cuando lo era, a causa de una ofensiva militar, no pasaba mucho tiempo hasta su vuelta, porque el Gobierno afgano era incapaz de imponer su autoridad durante mucho tiempo.

La idea de que la democracia y el respeto a los derechos humanos llegarán fundamentalmente por la imposición de la fuerza a través de soluciones militares ha quedado enterrada en Afganistán. Ni siquiera la mayor maquinaria militar del planeta lo ha conseguido.

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