Garamendi lloró. Se había temido lo peor. Que le acusaran de romper España –la lista de culpables es larga, pero siempre se puede hacer sitio a alguien más–, que intentaran obligarle a dimitir, que dijeran que es idiota. Al final, la asamblea general de la CEOE le premió con un largo aplauso y su presidente se emocionó. Había quedado atrapado en la zona con alambre de espino que la derecha ha tendido para encerrar a todos aquellos que no siguen al paso de la oca sus designios sobre Catalunya. Ahí dentro están los traidores a España. No importa que sean más los de fuera que los de dentro o que la mayoría del Congreso de los Diputados haya quedado incluida en esa categoría.
El presidente de la CEOE no había apoyado los indultos a los políticos encarcelados por su papel en el procés. Sólo había expresado con un condicional la posibilidad de que sirvieran para lo que el Gobierno ha dicho que es una de sus principales funciones. Con la frase «si esto (los indultos) acaba en que las cosas se normalicen, bienvenido sea», no mostraba un gran entusiasmo, pero sí una esperanza. Evidentemente, podría ocurrir lo contrario.
Antonio Garamendi estaba diciendo que el mundo de los negocios y las empresas necesita estabilidad y que siempre se ve favorecido si hay colaboración institucional entre los gobiernos. Lo mismo piensan varias organizaciones empresariales catalanas. Se juegan su dinero. No es que sean egoístas. Son realistas.
En un país en que hay días en que el líder de la oposición habla como si fuera Rosa Díez, no es extraño que se haya llegado a este punto. Es un lenguaje propio de gobiernos autoritarios con la particularidad española de que quien lo utiliza con más energía es la oposición. Todos los que no apoyan determinada política son enemigos de la nación, traidores, vendidos a oscuros intereses. Sigue leyendo