Casado descubre que hay alguien con un cóctel molotov más grande que el suyo

En las elecciones generales de noviembre de 2019, Pablo Casado creía tener el arma definitiva para Catalunya. Se llamaba Cayetana Álvarez de Toledo. Iba a borrar de un golpe de espada la imagen blandengue y poco viril que una parte de la derecha relacionaba con Mariano Rajoy y su respuesta al proyecto independentista. El resultado fue horrible –dos diputados en uno de los graneros electorales de España– y además Vox comenzaba a echar el aliento en la nuca del PP: sólo 43.000 votos menos, poco más que un punto de diferencia entre ambos partidos.

Ahora ante las autonómicas, Casado dobló la apuesta y reclutó para la causa a su nueva amiga favorita, Isabel Díaz Ayuso, que viajó varias veces a Catalunya como gran estrella invitada. Ayuso hizo de Ayuso dando lecciones de lo bien que lo hacen los madrileños a diferencia de esos pobres catalanes, y se burló de las medidas adoptadas por el Govern contra la pandemia, incluido el cierre de bares.

El desenlace ha sido pavoroso. Vox ha doblado en votos al PP.

El partido que dice ser el mejor defensor de la españolidad de Catalunya se ha convertido en la octava fuerza política con sólo siete décimas por encima del umbral que da representación parlamentaria. El grupo que presume de ser el único que puede acoger todos los votos de la derecha y la extrema derecha para expulsar a Pedro Sánchez de Moncloa ni siquiera ha estado en condiciones de cosechar los efectos del hundimiento de Ciudadanos. Pablo Casado, siempre preparado para incinerar al Gobierno, ha descubierto que había alguien con un cóctel molotov más grande. Sigue leyendo

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«Hay una pérdida grave de reputación de la Corona que sufre Felipe VI por culpa de su padre»

José Antonio Zarzalejos fue de los primeros periodistas en lanzar en público la idea de la abdicación de Juan Carlos I para poner fin a una época plagada de escándalos en sus últimos años. Muchos calificaron esa idea de absurda, también desde el diario ABC que él había dirigido años atrás. Esos fieles cortesanos se apresuraron a elogiarla cuando se produjo. Más tarde, se vio que llegaba demasiado tarde y que había puesto a Felipe VI bajo una sombra de la que iba a serle muy difícil desprenderse. Entre otras cosas, por la persistencia de una «cohabitación» que ha perjudicado claramente a la monarquía.

En el libro ‘Felipe VI. Un rey en la adversidad’, publicado por la editorial Planeta, Zarzalejos traza un retrato de esos seis años de reinado en circunstancias muy difíciles. Hace un análisis extremadamente severo de la conducta del anterior monarca –»nos traicionó a todos. Y traicionó a su hijo»–, y no sólo por la posesión de una fortuna ilegal en el extranjero. Hasta se refiere a su «pulsión sexual no controlada». Elogia a Felipe VI, pero admite que la Casa del Rey ha cambiado muy poco desde la época de Juan Carlos I. Aspira a que le sea más sencillo hacerlo cuando pase la tormenta.

El libro empieza fuerte. En la página 28, escribe que «el peor adversario del rey Felipe VI ha sido y sigue siendo su padre». ¿En qué medida el rey Juan Carlos ha sido el peor adversario de su hijo?

En la medida en que no ha asumido que el rey es rey íntegramente, es decir, hay una unión hipostática entre su vertiente pública y privada, de tal manera que las virtudes privadas del rey son sus virtudes públicas. Sus defectos privados son también sus defectos públicos. Una magistratura que se transmite por herencia es muy exigente en la democracia. ¿Por qué? Porque su sentido en una democracia es la funcionalidad para el servicio a los intereses del Estado y de los ciudadanos, y en constituir una referencia de valores cívicos y democráticos. Si realmente el jefe del Estado no cumple esa funcionalidad, está desestabilizando al conjunto del sistema. Y, por otra parte, está transmitiendo la jefatura del Estado en unas condiciones de pérdida grave de reputación que sufre el heredero de la Corona.

Además, dice que sigue siendo un adversario en estos momentos.

Y sigue siéndolo.

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La fiesta de la democracia zombi en Catalunya

No se lo van a creer pero antes de que se vote en Catalunya ya hay mucha gente pensando que es muy posible que no sirva para nada y que haya que convocar elecciones anticipadas dentro de algún tiempo. Es una forma innovadora de fomentar la participación electoral. Por otro lado, no se trata de un enfoque nihilista de la política catalana, sino que proviene de un examen realista sobre las posibilidades de que los diputados elegidos puedan cumplir su primer propósito: elegir un Gobierno que tenga mayoría parlamentaria y la capacidad de hacer lo que hacen los gobiernos, sacar adelante leyes y decretos, ese tipo de cosas. A los ciudadanos sólo se les pide que fichen en la ‘fiesta de la democracia’ con un poco de cuidado para no acabar en la UCI. Esperar algo más de ese rito se considera una extravagancia propia de gente poco informada.

Todo esto no quiere decir que no haya incógnitas por despejar, algunas muy significativas. Saber si Esquerra alcanzará la mayoría de edad y podrá superar en votos a los herederos de Jordi Pujol en unas elecciones autonómicas. Comprobar si Salvador Illa conseguirá que el PSC se convierta en la fuerza más votada, algo que sólo se podría prever hace cinco años si se tenían las facultades mentales seriamente perturbadas. Ver si Vox puede empatar o incluso superar al PP, lo que supondría una derrota catastrófica para la dupla Casado-Díaz Ayuso.

¿Pero lo de formar un Gobierno de coalición que gobierne de forma estable y coherente durante un mandato de cuatro años? Eso ya sería ciencia-ficción. Sigue leyendo

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Lo último que le faltaba al Gobierno era un debate sobre la normalidad democrática

Las campañas electorales hacen que se eleven las pulsaciones de los políticos hasta niveles muy perjudiciales para la salud. En los tiempos de crispación como los que vivimos, los cargos electos compiten en una carrera en que parece que lleva ventaja el que la suelta más gorda. Los medios de comunicación hacen su aportación corriendo para hacerse eco de las declaraciones más intempestivas. Una buena parte de los lectores contribuye dando más tráfico a esos artículos cargados de pólvora. Pero la mayor responsabilidad está en el punto que origina este proceso: los políticos que deciden que hay que comenzar cada día con una buena patada en la entrepierna del adversario.

El debate caliente de los últimos días gira en torno al concepto de «normalidad democrática» a partir de las declaraciones de Pablo Iglesias al diario ARA. «En España, no hay una situación de plena normalidad democrática», dijo, porque los líderes de los dos partidos que gobiernan Catalunya están en prisión (Oriol Junqueras) y en Bruselas (Carles Puigdemont). «Estas personas no han puesto bombas, no han disparado contra nadie». Tampoco Rajoy ha matado a nadie y Unidas Podemos reclama con justicia que se haga responsable de la corrupción producida en sus años de Gobierno. Los gobiernos y los políticos están obligados a cumplir la ley. Si no lo hacen, debe haber consecuencias.

¿Dónde hemos escuchado eso de que la democracia española no da la talla, está agonizante o ya ha perecido? En muchos sitios. Pocos se han distinguido tanto como la presidenta madrileña. Isabel Díaz Ayuso ve Venezuelas por todas partes. «España va camino de ser una democracia sólo de nombre», dijo en noviembre. Se están «arrasando derechos fundamentales». No perjudicando o dañando. Arrasando. No es que vayamos mal, es que «vamos camino del totalitarismo». Está claro que Ayuso sólo conoce del totalitarismo lo que le ha leído a Jiménez Losantos. Sigue leyendo

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El Cuarto Milenio de Pablo Casado: no sé de qué partido me habla

Hay días en que no le da la vida a Pablo Casado. Y semanas. Y hasta años. Y los que le quedan con las investigaciones por corrupción en las que está implicado el Partido Popular. Sobresueldos. Caja B. Donaciones de empresarios, algunas a cambio de contratos públicos. Operaciones urbanísticas. Tesoreros con dinero escondido en Suiza. Fondos públicos destinados a mejorar la reputación de políticos en redes. Financiación ilegal de campañas electorales. «Ese PP ya no existe», repite incansable el líder del Partido Antes Llamado Partido Popular (PALPP). A veces, lo dice desde la propia sede cuya extensa reforma fue pagada con dinero negro. Será que Casado está allí de alquiler. Pilló el despacho por Idealista, porque estaba de oferta. Céntrico, amplio y luminoso. Propiedad del PP que ya no existe. Ese partido del que me usted habla.

Ha comenzado el juicio en la Audiencia Nacional, con Luis Bárcenas encabezando el banquillo de los acusados, que se ocupará precisamente de esa reforma de la sede de Génova. Entre los temas de los que quizá se le pregunte figurará la constatación, certificada por una sentencia, de que el PP financió con dinero negro el medio de comunicación Libertad Digital que controla Federico Jiménez Losantos por su contribución a las teorías de la conspiración relacionadas con el atentado del 11M, en palabras de Bárcenas.

En una demostración de que hay asuntos que vuelven a sus cauces originales, como un experimento científico que siempre arroja el mismo resultado, el PP optó el lunes por esa vía, la de la conspiración, con la intención de responder a la expectativa creada por el juicio. Es la vía de escape más empleada en Génova cuando las salidas de emergencia están bloqueadas por el fuego. Sigue leyendo

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Lavrov muestra a Borrell lo poco que importa la UE a Rusia

Josep Borrell ya sabe cómo se las gasta Sergei Lavrov. El responsable de la política exterior europea tenía prevista una visita a Moscú para reunirse con el ministro ruso de Exteriores. La detención y juicio de Navalni a su vuelta a Rusia podía haber hecho que fuera recomendable retrasar el viaje. A fin de cuentas, cancelar este tipo de contactos es una forma conocida de hacer notar el rechazo a determinada decisión de un Gobierno. Pero Borrell optó por mantener la visita con el fin de dar una oportunidad a la diplomacia. Igual creía que Rusia acogería con agrado su presencia. Lavrov tenía otras prioridades.

Borrell estaba obligado a comunicar el rechazo de los gobiernos europeos por la situación de Navalni y la detención de sus partidarios en las movilizaciones. Moscú sabía que eso iba a pasar. Eso no quiere decir que fuera a aceptar las críticas de buen grado. De hecho, tenía preparada la respuesta.

Durante la visita, las autoridades rusas anunciaron la expulsión de tres diplomáticos europeos (de Alemania, Polonia y Suecia) por «participar» en las manifestaciones en apoyo de Navalni. En términos diplomáticos, hay pocas formas más evidentes de desprecio a un visitante extranjero. Podían haber retrasado ese castigo político unos días. No hubiera sido lo mismo.

El mensaje de Moscú no pudo ser más claro: no vamos a permitir críticas de los países de la UE a nuestra ofensiva para eliminar a Navalni como alternativa política al Gobierno de Vladímir Putin. Si eso hace que las relaciones queden dañadas de manera irreversible, que así sea.

La visita tuvo un momento que podríamos definir como emboscada. La reunión se suspendió por unos minutos para la celebración de una rueda de prensa conjunta. No era suficiente con anunciar las expulsiones. Era necesario que los medios rusos tuvieran constancia de la actitud displicente de Moscú hacia los gobiernos europeos.

¿Qué es lo que quería decir Lavrov? Estamos dispuestos a una relación constructiva y dirimir las diferencias a través del diálogo, pero al otro lado no hay alguien que dé la talla: «Estamos acostumbrados al hecho de que la Unión Europea intenta imponer restricciones unilaterales, restricciones ilegítimas, y nosotros partimos de la presunción de que en esta etapa la Unión Europea es un socio que no es fiable».

El ministro ruso también contaba con una píldora reservada especialmente para Borrell. A las peticiones sobre la situación de Navalni, respondió con una referencia a los presos independentistas catalanes.

Lavrov es un trol diplomático de alto nivel. Su función es devolver la bola en las mismas condiciones en que la recibe. No pretende abrir ningún debate, sino neutralizar las críticas. Quien piense que sacar el tema de Cataluña en su reunión con Borrell perjudica la posición de España no conoce a Lavrov. Lo hace con todos. Él defiende a su Gobierno. Le dan igual todos los demás. Es cierto que la táctica de Lavrov es puramente defensiva, como la estrategia de su Gobierno en las relaciones internacionales. Pero nadie defiende la zona como Lavrov.

La visita tuvo como consecuencia un artículo en la web Politico que destacó que Borrell «no estaba preparado» para encajar esos ataques, por lo que no tenía una respuesta efectiva para contrarrestarlos. Por tanto, la suya fue «una actuación desastrosa». De forma implícita, se sostiene que la respuesta de la UE al juicio de Navalni ha sido débil, sin ninguna mención a posibles sanciones.

No es que las sanciones ya existentes contra Moscú hayan tenido algún efecto en la conducta de las autoridades rusas. Antes al contrario, han servido para que el Gobierno refuerce el discurso ante su opinión pública por el que la UE es una adversaria de Rusia a la que niega la posición que se merece en el panorama internacional.

La imagen de la reunión no habrá sido muy buena entre los gobiernos europeos más decididos a plantar cara a Rusia. El viceprimer ministro letón fue demoledor.

«Un gran error, hacer este viaje y ser humillado por el experimentado Lavrov. ¡Nunca aprenderán! No juegues con los rusos si no los entiendes. Bastante vergonzoso», escribió Artis Pabriks.

Por mucho que se queje Pabriks, las posibilidades de que la UE pueda influir en Moscú con diplomacia o sanciones son escasas. El Gobierno de Putin parece decidido a que Navalni no pueda realizar ninguna actividad política. Mantenerlo en prisión es un precio que está dispuesto a pagar.

Este viernes, se celebró otra vista contra Navalni, esta vez por haber difamado supuestamente a un veterano de la Segunda Guerra Mundial que participó en un vídeo de propaganda a favor de la reforma constitucional que permitió la reelección de Putin. Habrá más casos como este con el fin de que el único dirigente de la oposición que molesta a Putin no salga de la cárcel.

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Quitemos los móviles a los enfermos para que un día despierten en el Xanadú de las pandemias

«Una sanidad pública realmente orientada al paciente solo es posible cuando éste tiene la libertad de elegir el centro sanitario y el profesional por el que quiere ser atendido», dice un argumentario del PP de Madrid que aparece en su página web. Dejando a un lado el hecho de que la aplicación de ese modelo ha beneficiado a la sanidad privada en detrimento de la pública, la pandemia ha permitido descubrir que ese derecho vendido como irrenunciable no lo es tanto si la prioridad es salvar al hospital Isabel Zendal, ese centro sanitario de Madrid perfectamente idóneo para accidentes de aviones, como explicó Isabel Díaz Ayuso. Parafraseando lo que el androide Ash comunicó a la tripulación de la nave ‘Nostromo’, todas las demás consideraciones son secundarias y los enfermos, prescindibles.

Así al menos lo entendió la gerente del hospital de Alcalá de Henares, Dolores Rubio, indignada porque muchos pacientes no querían ser trasladados al Zendal. El hospital ha salido muy caro y hay que rellenarlo como sea. Son las instrucciones que han recibido los gerentes de otros centros, y Rubio, que forma parte de la Comisión Nacional de Sanidad del PP, sabe cómo cumplir las órdenes. ¿Los pacientes consultan a sus familiares por teléfono si les conviene ser trasladados? Eso no se puede permitir. Es más fácil si a los enfermos, como a los presos, se les restringen las comunicaciones.

«Pues se prohíben los teléfonos, se deja de llamar a la familia. ¿Por qué tiene que llamar a la familia y por qué tiene que tener un móvil?», se escucha decir a Rubio en la grabación de una reunión del equipo directivo conseguida por la Cadena SER. Le explican que deben informar al paciente del traslado. Parece que no es posible legalmente sedarlos, atarlos a una camilla y enviarlos en una ambulancia para que cuando quieran darse cuenta estén ya internados en el palacio de los hospitales, el Xanadú de las pandemias. Sigue leyendo

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Cuando Biden se enfurecía por las presiones de los militares para enviar más tropas a Afganistán

Joe Biden desconfía de los generales. Por ser más preciso, no se fía del poder que la cúpula militar de EEUU tiene en Washington y, en especial, de su influencia en los presidentes en los primeros meses de su mandato. Nadie quiere ocupar la Casa Blanca y descubrir que la política y los medios de comunicación condicionan sus decisiones más importantes. Aun más si se trata de los militares con unas cuantas estrellas en su uniforme y un acceso ilimitado a la opinión pública. Todos los presidentes quieren elegir sus propias guerras y al final se ven forzados a gestionar las que heredan de sus antecesores.

La política olvida rápido a los presidentes de Estados Unidos una vez abandonan la Casa Blanca. Cuentan con un último momento para dejar su sello: la publicación de sus memorias. El libro de Barack Obama, ‘Una tierra prometida’, publicado en España por la editorial Debate, en realidad el primero de dos libros, ha sido su momento para regresar a primera línea y defender su legado. Como resulta que su vicepresidente, Joe Biden, acaba de convertirse en presidente, es conveniente centrarse en lo que dice de él, aunque tampoco sea mucho. Los vicepresidentes no suelen pasar de ser asesores cualificados que se utilizan para ciertas cosas a cambio de que algún día tengan una buena opción de aspirar a ocupar el gran despacho.

Afganistán fue la guerra que Obama no pudo controlar. «A diferencia de la guerra de Irak, siempre había considerado la campaña afgana una guerra necesaria», escribe. Al comienzo de su presidencia, había unas 30.000 tropas norteamericanas allí. Lo que no existía era una estrategia ganadora o de otro tipo: «La ausencia de una estrategia estadounidense coherente tampoco ayudaba». Ahí es donde entraban los militares, dispuestos a ofrecer un camino hacia la victoria que siempre pasaba por enviar más soldados. Los políticos pensaban en objetivos realistas, o eso decían, mientras los generales aspiraban a ganar la guerra. Son dos cosas muy diferentes y puede ocurrir que ninguna de los dos sea factible.

Al poco de llegar al Despacho Oval, Obama recibió la petición de los militares: 30.000 tropas más. Cualquier cifra inferior sería insuficiente. Si quería esperar a una revisión completa de la estrategia, estaba en su derecho, pero se arriesgaba a una catástrofe. Ahí entraba Biden –»yo sabía que aún se sentía quemado por haber apoyado la invasión de Irak años antes», escribe Obama de él–, que había hecho un viaje a Afganistán unas semanas antes que le había dejado aún más preocupado.

Al menos, un vicepresidente tiene la opción de acercarse al gran jefe y decirle lo que piensa. Otra cosa es que le haga caso. Y así lo cuenta Obama en el libro: «Escúcheme, jefe —dijo (Biden)—. Puede que lleve demasiado tiempo en esta ciudad, pero si algo sé es cuando esos generales intentan acorralar a un nuevo presidente’. Luego acercó la cara a solo unos centímetros de la mía y susurró: ‘No permita que le pongan trabas».

Eso fue precisamente lo que hicieron.

Biden fue la «voz discrepante» en un grupo de altos cargos que compartían el criterio de los militares o no veían realista oponerse a ellos. Eso no convertía al actual presidente en un pacifista, sino en alguien preocupado por las consecuencias de una escalada militar que se justificaba por sí misma a partir de vagas promesas similares a las escuchadas en otros conflictos. Algo muy similar a lo que había ocurrido en la guerra de Vietnam.

Obama recibió finalmente su informe con una nueva estrategia. No le gustó demasiado. Tampoco creía tener otras opciones. «Pero, en lo que empezaba a convertirse en un patrón, las alternativas eran peores». Ante una guerra, los que en EEUU apuestan por golpear con más fuerza llevan ventaja en el juego político. Pocos presidentes se atreven a sostener que las premisas están equivocadas. En febrero de 2009, antes de recibir el informe, Obama aprobó enviar otros 17.000 soldados y 4.000 instructores militares.

No pasó mucho tiempo hasta que en agosto, el nuevo general al mando de la guerra afgana, Stanley McChrystal, le entregó su análisis de la situación. De forma nada sorprendente –el éxito de la misión no dependía ya del número de soldados–, todo había ido a peor: «La situación en Afganistán era mala y estaba empeorando, ya que los talibanes se habían envalentonado y el Ejército afgano estaba débil y desmoralizado». McChrystal propuso una nueva estrategia contrainsurgente con un precio previsible: 40.000 soldados más, lo que llevaría el número total de tropas desplegadas a cerca de 100.000.

Hillary Clinton y Robert Gates, secretarios de Estado y Defensa, apoyaban el despliegue, así como el director de la CIA, Leon Panetta. Biden volvía a estar al otro lado. «Joe y un número considerable de asesores del Consejo de Seguridad Nacional veían la propuesta de McChrystal como el último intento de un ejército descontrolado por hundir más al país en un ejercicio fútil y sumamente caro de reconstrucción de una nación, cuando podíamos y debíamos concentrarnos en las campañas antiterroristas contra Al Qaeda».

Obama cuenta en el libro que compartía el escepticismo de Biden. No había garantías de éxito y el coste económico sería gigantesco (mil millones por cada mil soldados adicionales).

Los generales se pusieron a trabajar. A trabajarse a los medios, mejor dicho, con filtraciones y entrevistas en una forma poco disimulada de presión. Los senadores republicanos aprovecharon lo que Obama llama «el bombardeo mediático de los generales» para reclamar más soldados para Afganistán. En una tendencia que se repite con frecuencia, los grandes medios de comunicación se preguntaban si el joven presidente tenía lo que hay que tener, es decir, si podía enviar a más jóvenes a la guerra con el fin de sostener la reputación imperial de EEUU.

El jefe de Gabinete, Emanuel Rahm, un tipo acostumbrado al juego duro en política, comentó que, en sus años en Washington, «nunca había visto semejante campaña pública orquestada por el Pentágono» para condicionar a un presidente. Biden estaba furioso: «Es un puto escándalo».

Por muy indignados que estuvieran, la presión surtió efecto. Los militares obtuvieron 30.000 soldados más y el compromiso de que se intentaría que los aliados de la OTAN aportaran otros 10.000 que sustituyeran al mismo número de tropas que Holanda y Canadá iban a enviar de vuelta a casa. Como concesión, el Pentágono aceptó que se anunciara un calendario para el inicio de una retirada parcial de tropas en 18 meses.

Ahora es el turno de Biden, que se encuentra en la posición de haber heredado una derrota o al menos un resultado nada triunfante en una guerra que ya ha durado 19 años.

La Administración de Donald Trump firmó en febrero de 2020 el acuerdo de Doha con los talibanes que incluye la retirada norteamericana en mayo de este año. Eso estaba condicionado al fin de la violencia por los insurgentes, lo que no se ha producido. En los últimos meses de 2020, realizaron ofensivas sobre las ciudades del sur Lashkar Gah y Kandahar. Personas relevantes de la sociedad civil fueron asesinadas ese año en atentados aparentemente dirigidos a eliminar a futuros conatos de resistencia a un Gobierno fundamentalista.

Esas negociaciones de paz con los talibanes han creado una situación diferente a lo que había sido la apuesta derrotada de Biden en la Casa Blanca de Obama: una retirada que mantuviera a un número limitado de soldados que se dedicarían a la lucha contra Al Qaeda e ISIS. Eso puede ser inviable si continúa la apuesta por la salida diplomática iniciada en las conversaciones de Qatar.

La impresión más extendida tras escuchar a los nuevos altos cargos de Biden en Defensa y Estado es que la retirada en mayo parece ahora mucho menos probable, ya que no creen que los talibanes hayan cumplido su parte del acuerdo. Retrasarla supone aumentar el riesgo de un recrudecimiento de la guerra y el envío posterior de más tropas, lo que en principio no está en los planes del presidente.

En estos momentos, la cifra de soldados estadounidenses en Afganistán es de unos 2.500, la cifra más baja desde 2001 (eran 14.000 al final del primer año de la presidencia de Trump). Hay además 7.000 de otros países de la OTAN.

«¿Alguien piensa que marear la perdiz en Afganistán diez años más impresionará a nuestros aliados e infundirá miedo a nuestros enemigos?», preguntaba Obama en las reuniones con sus asesores en 2009.

Joe Biden tiene ahora la oportunidad de hacerse la misma pregunta.

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Lo que más teme el PP es la llegada de los fondos europeos

El Partido Popular ha llegado a la conclusión, un tanto exagerada, de que los fondos europeos para la reconstrucción de un continente devastado por la pandemia pueden salvar al Gobierno de Pedro Sánchez. Es mucho dinero, evidentemente, pero la Comisión Europea ha dejado claro que debe ser utilizado para ciertas cosas. No es un fondo de libre disposición como otras partidas extraordinarias ya aprobadas. Pero el PP ha decidido que debe poner todos los obstáculos posibles en ese proceso de tramitación.

Viajó a Bruselas para sembrar dudas entre los conservadores europeos utilizando la renovación del CGPJ como palanca con la que convencerles de que España debía estar en ese grupo sospechoso que forman Polonia y Hungría a los que algunos quieren condicionar las ayudas económicas. Al mismo tiempo se niega a que el PP europeo expulse de sus filas al partido de Viktor Orbán en el poder en Budapest, aunque eso ya forma parte de las paradojas del PP, obsesionado por disparar a varios objetivos de forma simultánea.

Pablo Casado llegó a denominar «fondos de reptiles» a esos fondos europeos para la transformación económica. Los comparó con los ERE de Andalucía, un caso de corrupción de infausto recuerdo. No sería raro que el líder del PP se presentara en Bruselas para denunciar que los socialistas se gastarán 140.000 millones en putas y cocaína. Von der Leyen no va a saber dónde meterse, porque a fin de cuentas eso es como acusar de corrupta a la Comisión Europea, que tiene la intención de controlar la llave que dé acceso a los fondos. Sigue leyendo

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La derecha se aplica al manual sobre Catalunya: no es necesario escuchar a los rivales

No hay nada peor en política que ignorar la realidad. Luego, uno puede equivocarse con las soluciones y las propuestas. Pasarse de radical o de moderado. Muchos políticos lo han demostrado en la crisis de Catalunya sobre todo porque sólo se escuchan a sí mismos. Las posiciones están tan enconadas que parece imposible encontrar vías de acuerdo. Y si resulta que un debate parlamentario coincide con una campaña, cosa que no suele ocurrir, las posibilidades de que alguien escuche lo que dicen los otros se reducen de forma exponencial. La derecha dejó patente el martes en el Congreso que le da igual lo que digan los portavoces de los partidos rivales. PP y Ciudadanos han decidido que habrá un pacto del PSC y ERC tras las elecciones y la realidad ya se puede poner las pilas para ajustarse a sus deseos.

De hecho, la votación y sus resultados que no están aún nada claros son molestos trámites que habrá que dilucidar en doce días. Pero ellos son muy listos y saben cómo acabará la película. «De cara a las elecciones catalanas, está ya todo cerrado. El tripartito es un hecho», dijo José María Espejo, de Ciudadanos. «El PSC pretende poner a Junqueras y a Iglesias en el Govern». Lo mismo dijo Llanos de Tula, del PP: «El señor Illa es el mejor candidato de Esquerra y su futuro socio».

Esa supuesta confluencia debería ser contrastada por lo que dicen en público y en privado sus destinatarios. Siempre hay un exceso de retórica en las campañas y nadie va a los mítines a decir con quién va a pactar. Se trata de maximizar la pasión de los partidarios, no sus cálculos racionales sobre posibles pactos. Pero habrá que fijarse en lo que dicen, porque en caso contrario ¿para qué molestarse en acudir a los mítines o debates parlamentarios? ¿Para qué prestar atención a lo que dicen los políticos? Sigue leyendo

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