Trump y el camino hacia el fascismo

Der Spiegel no se ha andado con tonterías con su última portada. Se han hecho muchas de muy diferentes estilos a cuenta de Trump. No todas han acertado con lo que iba a pasar. Otras desde el principio clavaron el carácter egocéntrico de Donald Trump y el peligro que suponía.

Ahora –en especial con el veto a la entrada en el país de las personas procedentes de siete países musulmanas, de momento suspendido por un juez federal–, llega la hora de definir en una imagen lo que ha hecho, no lo que podría hacer.

En The New Yorker, eligieron una imagen más sutil –la llama apagada de la Estatua de la Libertad– destinada a sugerir más que a contar o denunciar. En Der Spiegel, prefirieron golpear al lector con una imagen brutal, la de Trump sosteniendo la cabeza de la estatua, por tanto, del símbolo de la libertad. Es obvio que evoca la de los secuestradores de ISIS, o antes de Al Qaeda, decapitando a sus rehenes.

Para los que piensen que la comparación visual es exagerada o incluso grotesca, la pregunta que hay que hacerse es: ¿quién tiene más posibilidades de poner en peligro la democracia en Occidente? ¿Los terroristas yihadistas o un presidente de ideas xenófobas que parece haber declarado la guerra a todo el mundo, incluidos los jueces de su país?

Hace unos días, Trump definió en Twitter a los que se manifiestan contra el veto a los inmigrantes musulmanes como «anarquistas profesionales, matones y manifestantes pagados». Más allá de la duda sobre si son más peligrosos los anarquistas profesionales o los amateurs, se trata de la típica frase que podría pronunciar cualquier dictador para quien los disidentes son una amenaza para toda la sociedad o sencillamente están a sueldo de enemigos del país.

Aún más revelador es este otro tuit de Trump, donde se felicita que los gobiernos dictatoriales y autoritarios de Oriente Medio no hayan protestado contra su decisión. No es una compañía de la que se pueda presumir en una situación en la que te acusan de abuso de poder y vulneración de libertades. Es una forma de confirmar las peores sospechas de tus rivales.

En los últimos meses, ha circulado mucho un ensayo de Umberto Eco escrito en 1995, que incluye 14 requisitos para poder definir con fundamento el fascismo. Es cierto que esos conceptos pueden estirarse hasta casi incluir a la mayoría de los políticos, pero podemos comprobar que varios de ellos se ajustan bastante bien a Trump, sus ideas y sus mensajes (los entrecomillados son del artículo de Eco).

–El culto a la acción («La acción es hermosa por sí misma, debe adoptarse antes de cualquier reflexión»). Trump ha mostrado su desprecio por los políticos tradicionales y alardea de estar dispuesto a solucionar con rapidez problemas complejos y estructurales con medidas rápidas y contundentes. «No puedes ni imaginar» lo que vamos a hacer, es una frase que ha usado en sus discursos y tuits con distintas variaciones. En los primeros decretos, hemos visto que departamentos de su Administración no han sido consultados por la Casa Blanca, que ha preferido tomar la decisión sin calibrar las consecuencias. Stephen Bannon, el consejero ultra de Trump, es quien ha llevado la iniciativa en varios de estos decretos.

–La disidencia es traición. Los que discrepan sólo pueden ser anarquistas profesionales, etcétera, al servicio del enemigo. Hay que reconocer que ahí Trump no es muy original, ya que recupera el viejo lenguaje del maccarthysmo de los años 50, pero que en las últimas décadas no era tan frecuente en la política norteamericana.

–El miedo a los que son diferentes («El primer reclamo del fascismo o de un movimiento prematuramente fascista es el reclamo contra los intrusos»). El fascismo es racista o xenófobo, o ambas cosas, por definición. No sólo los extranjeros tienen menos derechos que los nacionales, sino que son una amenaza.

–Invertir en la frustración social («Uno de los elementos típicos del fascismo histórico es el llamamiento a una clase media frustrada, una clase que sufre una crisis económica o tiene sentimientos de humillación política, y y está asustada por la presión de grupos sociales más bajos»). Ese fue uno de los argumentos más efectivos de Trump en la campaña. La economía es realidad y también percepción, y los políticos como Trump utilizan con habilidad lo segundo. En su caso, extendiendo la idea de que la clase trabajadora de raza blanca se ha visto perjudicada por los supuestos privilegios que gozan las minorías o los inmigrantes.

–La conspiración («Los seguidores deben sentirse perseguidos. La forma más fácil de solucionar la conspiración es apelar a la xenofobia»). Trump, habituado a difundir vagas conspiraciones o hechos directamente falsos, se mueve como pez en el agua en ese medio. Un elemento usual en la conspiración es acusar a los medios de estar ocultando la realidad (o inventándose una matanza terrorista que nunca existió como hizo Kellyanne Conway hace unos días).

–Machismo. En este punto, Trump tiene una larga trayectoria personal que nunca le perjudicó en campaña. Considerar que ellas son sobre todo un objeto sexual le sirvió para granjearse el apoyo de hombres resentidos con las conquistas de derechos de las mujeres.

–Populismo selectivo («Hay en nuestro futuro un populismo televisivo o de Internet en el que la respuesta emocional de un grupo selecto de ciudadanos puede presentarse y aceptarse como la Voz del Pueblo»).

Evidentemente algunos de estos rasgos pueden encontrarse en muchos políticos de distintos países en diversas épocas. Lo que nos tenemos que preguntar es si es una causalidad que Trump parezca coincidir con varios de ellos al mismo tiempo en una persona cuya trayectoria política acaba de comenzar.

Cómo reacciona el líder ante los primeros obstáculos es un factor indispensable para predecir hasta dónde puede llegar y si es un peligro tan serio como aparenta. Lo que hemos visto ahora (sus amenazas a los medios de comunicación, a las personas que salen a la calle en su contra, a las ciudades que se oponen a su política contra los sin papeles e incluso al juez que suspendió el veto migratorio) hace temer lo peor.

Este domingo, ha subido la apuesta y ha acusado a ese juez –un magistrado conservador que fue nombrado por George Bush y ratificado por el Senado por unanimidad– de poner en peligro al país. «Si algo ocurre, culpadle a él y al sistema de justicia», dice. Es una forma burda de cuestionar la división de poderes y el control legal de las decisiones del poder ejecutivo por el judicial. Alguien quiere el poder absoluto y no está muy contento con que un juez se lo haya negado.

Por alguna razón, Trump tiene prisa por rellenar todas las casillas marcadas por Umberto Eco.

Quizá Der Spiegel sólo se haya adelantado a los hechos que están aún por pasar.

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