La primera reacción de la UE ante la crisis de Italia: aplicar la receta griega

En abril de 2008 se produjo una situación singular en Italia. Se celebraron elecciones generales, las ganó un partido (Forza Italia) y su líder (Silvio Berlusconi) pasó a presidir el nuevo Gobierno. Desde entonces no se ha vuelto a repetir.

Una vez que Berlusconi se vio obligado a dimitir por la presión conjunta del presidente de Italia, el BCE y la UE en mitad de una tormenta financiera, los primeros ministros posteriores fueron elegidos por el Parlamento, pero sin haber figurado antes al frente de la papeleta electoral de un partido. A saber, Mario Monti, Enrico Letta, Matteo Renzi y Paolo Gentiloni.

Esta extraña tendencia de la democracia italiana –casi todo es poco habitual en la política de ese país– iba a continuar después de las últimas elecciones. Los líderes del M5S y la Liga pactaron el nombre de un militante del primer partido, Giuseppe Conte, para dirigir el Gobierno de coalición. Después del veto del presidente Mattarella al futuro ministro de Hacienda, el nuevo nombre aparecido para presidir el Gobierno antes de que se repitan las elecciones es el del exdirectivo del FMI Carlo Cottarelli.

Parece que en Italia el momento clave para saber qué Gobierno se elegirá no es cuando se escrutan las papeletas de los votantes, sino lo que ocurre después. Es cierto que en un sistema parlamentario todo depende de qué partido cuenta con una mayoría en el Parlamento, pero la capacidad de los italianos de elegir a su presidente del Gobierno es muy relativa en los últimos tiempos.

No es algo que refuerce su confianza en la democracia y el funcionamiento de sus instituciones.

Mattarella utilizó las competencias legales que la Constitución le concede en la formación del Gobierno. Ha habido casos anteriores en los que el presidente ha vetado a un miembro propuesto por el futuro primer ministro.

La diferencia es que es difícil justificar tal medida con la simple discrepancia ideológica. Si el ministro vetado, Paolo Savona, es un euroescéptico al que no le desagradaría nada la salida de Italia del euro, lo mismo se podría decir del líder de la Liga, Matteo Salvini, y de muchos dirigentes del M5S.

Savona es coautor de un plan para conseguir ese objetivo. Es más importante el hecho de que ni la Liga ni el M5S lo llevaban en su programa electoral ni en el acuerdo de coalición, aunque sólo sea porque los sondeos indican desde hace tiempo un apoyo muy claro a favor de que Italia continúe formando parte de la UE (y de la eurozona aunque en un porcentaje inferior al del resto de países). El problema es que esos dos partidos tienen más de la mitad de los escaños, pero esa ha sido la decisión de los votantes.

Hay también un asunto más práctico que considerar. El veto a Savona es perfecto para que la Liga y el M5S vayan a la próxima campaña electoral con el argumento de que las élites políticas quieren aprovechar el control de algunas instituciones para impedir el cambio político.

Ante el inevitable impacto de esta situación de incertidumbre en los mercados financieros y el frágil estado de los bancos italianos, preguntaron al vicepresidente del Banco Central Europeo, Victor Constancio, sobre la ayuda que podía prestar el BCE. «Italia conoce las reglas. Quizá tenga que leerlas de nuevo», fue su respuesta. Ya sabemos que la estabilidad financiera de los miembros de la eurozona no entra dentro de las prioridades de su banco central.

Ningún gobernante europeo se atreve a cuestionar las declaraciones de los miembros del Consejo del BCE. No es que sea independiente. Es que no se permite criticar sus comentarios en público.

Siempre hay más margen para la discusión con los responsables de la Comisión Europea. El comisario del Presupuesto, Guenther Oettinger, optó directamente por amenazar a los votantes italianos: «Mi preocupación y pronóstico es que las próximas semanas revelarán que los acontecimientos en los mercados, los bonos y la economía italiana serán tan evidentes que supondrán una señal para los votantes de que no deberían votar a los populistas de la derecha y la izquierda».

Oettinger no hablaba en términos generales. También dijo que esperaba que eso se tuviera en cuenta en la próxima campaña electoral.

Es una nueva versión de lo que el entonces ministro alemán Wolfgang Schäuble dijo en la crisis griega cuando llegó al poder Syriza en Atenas: unas elecciones no pueden servir para que un país no cumpla sus compromisos, y los que se nieguen a reconocerlo pagarán las consecuencias.

Votar es irrelevante a efectos de lo que un país está obligado a hacer en la eurozona.

Convertir las siguientes elecciones italianas en un referéndum sobre la UE y la imposición de normas desde Bruselas y Fráncfort es precisamente lo que la UE debería evitar a toda costa. Sería un estupidez política de la que muy pronto fueron conscientes en la Comisión Europea. ¿Acaso la UE quiere entregar la campaña hecha a los ultraderechistas y euroescépticos italianos?

Por eso, su presidente, Jean-Claude Juncker, se apresuró a difundir un comunicado para desmentir al comisario alemán. «El destino de Italia no depende de los mercados financieros», decía el texto. «Italia merece respeto». Oettinger se apresuró a pedir disculpas.

Evidentemente, Juncker no se atrevió a criticar a Constancio y al BCE.

No parece que la UE haya aprendido las lecciones de Grecia. O bien, sí las ha aprendido y quiere aplicar la misma medicina. Quizá la reacción rápida de Juncker indique que con una economía del tamaño de la italiana los riesgos son mucho mayores. Casi suicidas.

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