La respuesta contra ISIS y la ley de consecuencias no deseadas

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Los que se preguntan por qué alguien puede hacer públicas imágenes tan horrendas como las del asesinato del periodista James Foley ya tienen su respuesta. El efecto buscado ha sido inmediato. Obama ha calificado al ISIS de «cáncer». John Kerry ha dicho que el ISIS «debe ser destruido». Los gobiernos occidentales creen verse obligados a abandonar su pasividad en relación a las guerras de Siria e Irak. La falta de una estrategia viable ya no parece ser excusa para dejar pasar más el tiempo. Algunos periodistas afirman que lo que está en juego es la misma civilización en una línea de pensamiento que en realidad ya se utilizó después del 11S en innumerables ocasiones y con los efectos conocidos.

Creer que las mayores potencias tecnológicas y militares del mundo pueden estar en peligro por un grupo insurgente de entre 10.000 y 20.000 miembros cuyas víctimas son musulmanes (civiles indefensos o soldados dirigidos por incompetentes) exige un salto de fe que resulta algo difícil de justificar. Y sin embargo, se sigue empleando.

No es posible poner en marcha una estrategia para acabar con ISIS sin analizar previamente las razones de sus éxitos militares de los últimos seis meses. Y para eso hay que remontarse a los acontecimientos ocurridos en Siria e Irak en los últimos dos años, en especial en el caso de la guerra civil siria, y a la invasión de Irak de 2003 que sustituyó la dictadura de Sadam Hussein por un Estado corroído por las tensiones sectarias y un Gobierno autoritario y corrupto. Pero no se debe a un solo factor ni hay un culpable único al que se le pueda adjudicar toda la responsabilidad.

Es en la búsqueda de razones estructurales donde resulta interesante este artículo de Hassan Hassan, publicado hace unos días en The Observer. En primer lugar, explica que ISIS se ha beneficiado de la desunión de los rebeldes sirios y de la debilidad de sus rivales dentro de la insurgencia. Pero hay algo más, y el problema para Occidente es que su capacidad de influir en los otros dos aspectos es muy limitada.

El ascenso de ISIS y su popularidad en muchos países árabes tienen su origen, según Hassan, en el sentimiento de alienación y victimismo de la población suní. Se da la paradoja de que el grupo mayoritario en el Islam se siente ahora como una minoría en retirada, lo que alimenta tendencias paranoicas, al comprobar que los chiíes han sabido explotar la situación creada tras la invasión de Irak y la toma del poder por los chiíes, que son mayoría allí: «Por primera vez en la historia, los combatientes chiíes cruzan fronteras para hacer la yihad, como ha ocurrido en Siria con el pretexto de proteger los santuarios chiíes. Los suníes se sienten atacados, sin defensores. La idea de que la guerra es la única manera de conseguir sus derechos gana cada vez más apoyos».

En ese sentimiento, tienen el apoyo de gobiernos de Arabia Saudí, Qatar y Egipto, que no esconden que están dispuestos a todo para frenar a Irán y a sus aliados en Irak, Líbano y Siria.

La segunda tendencia que apunta Hassan es aún más peligrosa. Aprecia que se ha producido un cambio ideológico en el salafismo suní, una corriente radical (que él dice que no hay que confundir con el wahabismo saudí, aunque sí tiene algunas similitudes) que hasta ahora se había mantenido en un segundo plano político. La islamización de la sociedad era su prioridad.

Es una de las consecuencias menos citadas de la Primavera Árabe. Históricamente, el salafismo había combinado puntos de vista religiosos extremos con un alejamiento de la lucha política, lo que le permitía sobrevivir bajo regímenes que le eran hostiles, al no ser una amenaza directa, y también gozar de un amplio apoyo en algunos países. Eso está cambiando al calor de ese sentimiento suní de estar rodeado por demasiados enemigos (73 personas han muerto el viernes en el ataque de una milicia chií a una mezquita suní en la ciudad iraquí de Baquba, en uno de esos ataques que pasarán desapercibidos a causa de la constante sucesión de noticias violentas).

«ISIS no es una enfermedad», escribe Hassan. «Es un síntoma de un vacío político, un sentimiento de rechazo entre los suníes y una ruptura ideológica dentro del salafismo».

No es una batalla perdida en el mundo islámico. Como ocurrió con Al Qaeda, instituciones políticas y religiosas son ya muy conscientes de la amenaza que supone el ISIS en sus propias sociedades. Es en países que sufren guerras civiles o que ahora cuentan con Estados fallidos o en proceso de descomposición (como Libia) donde los yihadistas pueden aprovechar ese vacío para obtener un poder que hubiera estado fuera de sus posibilidades en circunstancias menos dramáticas.

Siria ha permitido al ISIS alcanzar su protagonismo actual. Su reaparición en Irak, primero en Faluya y seis meses después en Mosul, no hubiera sido posible sin la profundidad estratégica que le da el frente sirio y su dominio sobre los demás grupos que se enfrentan al Ejército de Asad.

En Washington y Londres, son muchos los que creen que nada de eso habría ocurrido si Occidente hubiera volcado su apoyo militar sobre los insurgentes «moderados» (o «mainstream», como dicen algunos en inglés, aparentemente sin querer hacer un chiste). Una vez más, se parte del concepto absurdo de que en el mundo islámico hay una mayoría de liberales o socialistas que sólo necesitan dinero, o armas en caso de guerra, para que en sus países prosperen las mismas ideas que tienen éxito en Occidente.

En cualquier caso, la ayuda masiva que no llegó de EEUU o el Reino Unido sí acabó siendo proporcionada por Arabia Saudí y Qatar, y fue básica para que los grupos rebeldes más radicales cobraran ventaja dentro del juego de poder interno en la oposición a Asad. Y en una guerra, las preferencias ideológicas importan, pero aún más contar con los medios necesarios para alimentar a los soldados y armarlos. Eso ha hecho que otros grupos insurgentes hayan ido perdiendo efectivos en favor del ISIS.

Es cierto que Siria es un caso extremo, pero no se puede negar que hay pocas guerras civiles en las que son los moderados los que llevan la iniciativa en cada bando.

La forma más rápida con la que poner fin a una guerra es la victoria de uno de los dos contendientes, y la opción de una salida diplomática suele ser más la excepción que la norma. El frente sirio ha dado lugar a una especie de empate estratégico en el que ningún contendiente puede acabar con el otro y, a causa de la sangre derramada, no hay ya más incentivos que valgan que la victoria total. Contra lo que mucha gente desea, ni la ONU ni la comunidad internacional ni EEUU o Rusia pueden ya crear esos incentivos en favor de una salida negociada.

Las últimas informaciones indican que el ISIS está cerca de dar el tiro de gracia a los otros grupos insurgentes en la provincia de Alepo. Han ocupado varias localidades en el norte de la provincia que habían perdido a comienzos de año y vuelven a estar a las puertas de la ciudad donde a su vez sus rivales están sitiados por el Ejército sirio. Perder esa zona supone también quedarse sin una vía de escape y de recepción de suministros que conecta con Turquía. De lo que ocurra en los próximos días o semanas en la localidad de Marea, dependerá el desenlace de esa ofensiva.

Según algunos análisis, estos reveses pueden suponer el comienzo de la derrota definitiva para grupos como Ejército Libre de Siria (FSA en sus siglas en inglés) y Frente Islámico, que han recibido ayuda de distinto tipo de Washington. También hay en Alepo y los pueblos cercanos milicianos de Jabhat al-Nusra (que juró lealtad a Al Qaeda), pero muchos de ellos se han pasado a las filas del ISIS en los últimos meses. A fin de cuentas, su ideología no es muy diferente.

Un portavoz de esos grupos rebeldes ahora a la defensiva resumió el balance de fuerzas en pocas palabras al NYT: «No tenemos un mando central, mientras que el ISIS tiene un mando central y una ideología». Y seguía: «Los combatientes del ISIS no llegaron de Marte. La mitad de ellos son de aquí, sirios, y los conozco personalmente. Dejaron el FSA después de ver lo que hacían sus corruptos jefes. Algunos de ellos dijeron: o nos vamos o morimos».

Cada ciudad que toman los yihadistas les permite aumentar el número de sus efectivos. Por momentos, parece que el factor tiempo juega en su favor.

Los bombardeos norteamericanos de las posiciones del ISIS en el norte de Irak han servido para detener su avance. Cualquier ofensiva de una fuerza militar es vulnerable a un ataque desde el aire contra el que no tiene respuesta (otra cosa muy distinta es sacarlos de las ciudades que controlan). ¿Veremos algo parecido en Siria aunque eso suponga que EEUU esté ayudando directamente a Asad? No es muy probable, pero cada día se escuchan más análisis que lo dan por inevitable con el argumento de que el dictador sirio no supone una amenaza directa para los intereses de EEUU.

Con independencia de cuál sea su intención última, el general Martin Dempsey, jefe de las FFAA norteamericanas, ha dicho que el ISIS no puede ser derrotado sin atacar sus posiciones en Siria. Su destrucción completa sería imposible sin fuerzas de tierra, algo para lo que la Casa Blanca no parece tener ningún interés.

¿Se puede intentar convencer a los suníes de Irak que se enfrenten al ISIS, y por tanto colaboren con el Gobierno de Bagdad, y al mismo tiempo pactar con Asad para atacar al principio grupo insurgente suní en Siria? Resulta difícil de creer, porque el problema es que la frontera entre ambos países no existe para el ISIS, pero sí para el resto de protagonistas de la crisis.

Si los yihadistas terminan dominando la provincia de Alepo, el Ejército de Asad les atacará, pero no necesita acabar con ellos. Les vale con contenerlos. La presencia de un miniEstado yihadista es la mejor aportación a la campaña propagandística del régimen: para los sirios, cualquier cosa es mejor que el terror del ISIS.

Malcolm Rifkind es de los que creen que ha llegado el momento de rendirse a la evidencia. El exministro británico de Exteriores y Defensa ha dicho al FT que es necesario colaborar con el Gobierno de Asad para eliminar al ISIS. Rifkind, hoy diputado tory y presidente de una Comisión del Parlamento, es uno de los políticos británicos que con más empeño solicitó el apoyo a las fuerzas rebeldes. Ahora piensa de forma diferente: «A veces tienes que mantener relaciones con gente extremadamente desagradable para poder deshacerte de gente aún más desagradable».

Es un clásico de Oriente Medio que se suele expresar con la frase «el enemigo de mi enemigo es mi amigo». Realpolitik en su más fría expresión. Se basa en hacer un pacto con el diablo y confiar en que luego todo saldrá bien. Los ejemplos de los errores estratégicos que han provocado esta mentalidad son innumerables en una región en la que los socios indeseables son legión. Es la aplicación en Oriente Medio y Asia Central del principio de consecuencias no deseadas. La que es la opción menos mala en un primer momento termina siendo un ingrediente básico de un resultado mucho peor tiempo después.

La periodista alemana Souad Mekhennet lo ha descrito muy bien en un artículo de título revelador: «The terrorists fighting us now? We just finished training them». Ofrece el caso de un tal Abú Salé –no es su nombre real–, un libio de la zona de Bengasi que recibió entrenamiento militar de militares occidentales en la guerra contra Gadafi. Después se fue a luchar a Siria, ahora está herido en Turquía y cuando regrese a Siria se unirá a las filas del ISIS. Otros insurgentes entrenados en Turquía cuando estaban con el FSA se han pasado después a los yihadistas más radicales.

¿Cuál son las opciones para los que creen que en estos momentos la prioridad es ir contra el ISIS antes de que se haga aún más fuerte?

¿Aliarse con una dictadura como la de Asad y acabar con la poca credibilidad que queda a los países occidentales en sus llamamientos en favor del respeto a los derechos humanos? ¿Confiar en que un Estado corrupto y fallido como Irak reconstruya en unos pocos meses su Ejército para hacer frente a sus enemigos? ¿Ese mismo Ejército que fue una creación de los norteamericanos y del que se tenían supuestamente plenas garantías de que iba a poder mantener la seguridad de Irak? ¿Confiar en que los gobiernos de Arabia Saudí y Qatar impidan más ayudas a los insurgentes sirios?

Evidentemente, todas las opciones son malas o poco realistas. Quizá lo que veamos es una combinación de todas ellas en distintos grados con la esperanza de que alguna funcione.

La realidad que hay que afrontar es que no hay una solución inmediata ante un problema alimentado durante años en crisis originadas en varios países y propiciadas por otros tantos gobiernos, por mucho que ahora algunos digan que es necesaria una reacción de urgencia porque nuestra misma civilización está en peligro.

Por lo menos, que no nos digan que esta vez será diferente.

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