Donald Trump sale herido de las elecciones de EEUU

Trump y su esposa Melania acuden a votar a un centro electoral en Palm Beach, Florida.

Con un resultado que aún no está definido por el escrutinio en la mañana del miércoles, la tentación es muy fuerte para señalar a Donald Trump como el gran perdedor de las elecciones legislativas de mitad de mandato en EEUU. Los demócratas aún tienen opciones de mantener el control del Senado, aunque sea con un empate a 50 escaños. Los republicanos llevan camino de conseguir la mayoría absoluta en la Cámara de Representantes, pero sin la victoria rotunda que esperaban. La ‘ola roja’ (por el color oficial de los republicanos) no se ha producido.

Algunos de los candidatos republicanos más trumpistas (por extremistas o simplemente estrafalarios) han sido derrotados en estados que serán muy relevantes en las elecciones presidenciales de 2024. Eran candidatos que obtuvieron el impulso necesario para conseguir la candidatura republicana gracias a Trump.

Para el expresidente, es aun más dañino para su reputación la clara victoria del gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis, que ha sido reelegido con cerca de veinte puntos de diferencia. Fue elegido por primera vez en 2018 con una diferencia muy escasa. Ahora ha multiplicado los votos gracias al apoyo de condados que suelen votar demócrata, en especial el de Miami Dade, donde viven 2,7 millones de personas, la mayoría latinos (un 68,%).

Su triunfo prácticamente garantiza que DeSantis, de 44 años, se presentará a las primarias republicanas para la presidencia y por tanto se enfrentará a Trump. Se espera que el expresidente anuncie su candidatura a mediados de este mes.

La web de Fox News destacó el miércoles las opiniones de varios analistas que coinciden en señalar a Trump como el perdedor de la noche electoral.

«El único al que (Trump) atacó antes de las elecciones fue DeSantis, el ganador claro, mientras todos sus favoritos están ahora mojando la cama», dijo un partidario de los republicanos en una opinión recogida en foros conservadores por este periodista. Trump lo hizo con una de sus armas favoritas, inventarse un apodo despectivo sobre el gobernador al que ya ve como su único rival serio para hacerse con la nominación republicana. Ron DeSanctimonious, le llamó.

DeSantis recaudó 200 millones en su campaña de reelección, una cantidad absurdamente alta para una disputa que tenía ganada. En realidad, estaba buscando dinero para el futuro. Se calcula que ha conservado 90 millones que le serán muy útiles en las primarias. Aquellos que le aportaron fondos también estarán pensando en las primarias presidenciales.

Otras derrotas de Trump resultan evidentes. Desde las elecciones que perdió en 2020, no ha perdido ninguna oportunidad de criticar al gobernador republicano de Georgia, Brian Kemp, al que acusó de no haberle apoyado en sus denuncias falsas de un fraude electoral. Los votantes republicanos de ese Estado no le han hecho mucho caso y han reelegido a Kemp con el 53% de los votos.

En Pennsylvania, Mehmet Oz era la alternativa republicana más parecida a Trump por su pasado televisivo. Este cirujano se hizo famoso en el programa de Oprah Winfrey hasta que tuvo su propio programa que estuvo una década en antena, un espacio lleno de polémicas por sus recomendaciones de terapias y tratamientos no muy viables que en algunos casos rozaban el engaño.

Oz ha sido finalmente derrotado por el demócrata John Fetterman, un político singular que hizo la mayor parte de su campaña vestido con una sudadera con capucha y un mensaje muy enfocado en la defensa de la clase trabajadora y de los sindicatos. Y además con la dificultad de superar las secuelas de un infarto cerebral que sufrió en mayo.

En Arizona, una trumpista radical, la experiodista Kari Lake, va por detrás del escrutinio, cuyo último dato conocido sólo ha llegado al 62%. La republicana se encuentra a 30.000 votos de distancia de su rival demócrata en la elección de gobernador. El mismo día de las elecciones, Lake amenazó a sus antiguos compañeros de profesión al decir que iba a ser «su peor pesadilla» para ellos si era elegida.

También en Arizona en la carrera al Senado otro trumpista está viendo que se le escapa la victoria. Al 66% de votos escrutado, Blake Masters está seis puntos por detrás del senador demócrata Mark Kelly. Masters es un ultraderechista que apoya la teoría racista del Gran Reemplazo.

Estos resultados no deben hacer pensar que Trump ha perdido por completo el control del Partido Republicano. Si utilizamos como referencia la denuncia del supuesto fraude electoral que privó de la victoria a Trump en 2020, cerca de doscientos candidatos republicanos que comparten esa idea han sido elegidos, según un cálculo del NYT que se refiere a las elecciones a las dos cámaras y a los puestos de gobernador, secretario de Estado y fiscal general (de cada Estado). Estos dos últimos puestos son esenciales por sus responsabilidades en la organización de las elecciones y en la capacidad de plantear acciones judiciales para impedir la publicación de los resultados de las urnas.

Las elecciones de mitad de mandato suelen ser muy negativas para el partido que tiene la Casa Blanca. Estos comicios incluían en teoría la posibilidad de un castigo aun mayor para los demócratas por la baja popularidad de Joe Biden, en torno al 42%, y al malestar económico causado por la alta inflación.

Los demócratas parecen haber esquivado las peores previsiones, pero es muy pronto para que canten victoria. Los republicanos todavía podrían hacerse con el control del Senado, aunque fuera por un solo escaño. Es muy posible que las elecciones al Senado deban repetirse en diciembre en Georgia si ningún candidato supera el 50%. Incluso los problemas de Trump en las futuras primarias pueden volverse en contra del partido de Biden. Podrían llegar a la conclusión de que Ron DeSantis será un adversario en las presidenciales muchísimo más peligroso que el segundo advenimiento de Donald Trump.

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Las elecciones confirman el camino imparable de Israel hacia el fundamentalismo más extremista

Itamar Ben Gvir saluda a sus partidarios en Jerusalén en la campaña.

Siempre que un mito se viene abajo se producen reacciones de perplejidad y confusión. En EEUU y Reino Unido, organizaciones de la comunidad judía se preguntan qué hacer con el futuro Gobierno que presidirá Binyamín Netanyahu después de la victoria del bloque de partidos derechistas y ultraderechistas en las elecciones de Israel. Contarán con 64 escaños en un Parlamento de 120.

El mito es el del «Israel liberal» con un sistema político homologable al de los países occidentales. La idea es difícilmente compatible con la ocupación de los territorios palestinos y la constatación diaria de que los palestinos no tienen los mismos derechos que los israelíes en esas zonas, pero ha podido ser defendida recurriendo a décadas de elecciones libres.

Varios países europeos cuentan con partidos de extrema derecha que han obtenido resultados excelentes en las urnas. Como ejemplos recientes, están la victoria del partido de Giorgia Meloni en Italia o el segundo puesto de los Demócratas de Suecia. Lo que ha ocurrido en Israel es que el partido que ha conseguido el tercer puesto está dirigido por políticos relacionados en el pasado con organizaciones terroristas, que han sido condenados por incitación a la violencia y que quieren arrebatar a los miembros de una minoría su condición de ciudadanos por el hecho de tener una religión y etnia diferentes.

Desde hace años, la comparación de Israel con el sistema del apartheid surafricano se ha hecho más evidente. En el caso de ese partido, Sionismo Religioso, el símil es aún peor. Son un símbolo de lo que es justo denominar fascismo judío.

Itamar Ben Gvir es el dirigente más conocido de Sionismo Religioso. Ha dado un salto que se consideraba casi imposible en Israel. Pasar del movimiento racista conocido como kahanismo al máximo nivel de la política institucional. El escrutinio concede a su partido catorce escaños (por 32 del Likud y 24 de Yesh Atid, el partido del primer ministro, Yair Lapid). Será el segundo partido del futuro Gobierno de coalición. Ben Gvir aspira a tener la cartera de Seguridad Pública que le daría el control de las fuerzas policiales.

El fundador del kahanismo es Meir Kahane, un rabino de ideas racistas y violentas nacido en EEUU y que llegó a ser diputado en la Knesset israelí en 1984. Fue asesinado en Nueva York en 1990. Su partido, Kach, fue siempre marginal en la política del país. Uno de sus seguidores, Baruch Goldstein, entró en la mezquita más importante de Hebrón en 1994 y asesinó a 29 palestinos en el momento de la oración.

Kach fue ilegalizado en Israel y definido como una organización terrorista por EEUU y la Unión Europea. Sus dirigentes prosiguieron su actividad política y algunos de ellos se convertirán en miembros del Gobierno israelí en unas semanas. Los que eran considerados entonces una amenaza para el Estado pasarán ahora a formar parte de él y a dirigir la policía.

Su llegada al poder es un símbolo de la degradación política de la sociedad israelí. Aquellas tendencias que eran tachadas de extremismo peligroso son en estos momentos perfectamente asumidas por un alto número de votantes. Incluso apoyadas con pasión.

Hasta hace dos años, Ben Gvir tenía una foto de Baruch Goldstein en el salón de su casa en el asentamiento de Kiryat Arba, además de un retrato de Kahane. No tenía ningún problema en enseñarla a los periodistas que le visitaban.

En los últimos meses, su presencia fue constante en los medios de comunicación. No es tanto que hubiera moderado su lenguaje, sino que la sociedad ha llegado hasta el punto en el que él se encontraba.

«Ben Gvir no ha inventado un nuevo lenguaje político, sino que ha navegado con habilidad en uno ya existente, presionando gradualmente los límites de lo que es aceptable en vez de intentar romperlos. Su habilidad para convertir en normal lo que es radical, en situar lo marginal en medio del pensamiento más común, es lo que le hace tan peligroso», escribió Noam Sheizaf antes de las elecciones.

Ben Gvir, abogado de profesión, ha sido un asiduo visitante de los tribunales en calidad de procesado. Ha recibido doce condenas por varios delitos, entre ellos incitación a la violencia y apoyo a una organización terrorista. Son delitos por los que muchos palestinos son condenados, pero eso ocurre muy raramente en el caso de judíos.

Considera que los palestinos de Cisjordania y Gaza no tienen ningún derecho a formar un Estado. El alcance de su fanatismo llega también a los palestinos que viven en territorio israelí –a los que allí llaman árabes israelíes– y que tienen la nacionalidad del país. Reclama mano dura contra ellos e incluso que se les quite la ciudadanía si cometen actos violentos.

Ben Gvir dice lo que muchos israelíes piensan, pero no se atreven a decir en público: Israel debería ser un Estado sólo para judíos, libre de cualquier presencia musulmana o cristiana.

El triunfo de Sionismo Religioso no es una sorpresa que haya cogido desprevenidos a los demás actores políticos. Formaba parte de la estrategia de Netanyahu para contar con un grupo político potente en la extrema derecha que le sirviera de aliado en un futuro Gobierno. De ahí que promoviera la presentación de una única lista en representación de dos partidos, uno de ellos el de Ben Gvir.

El otro está liderado por Bezalel Smotrich, alguien que se denomina a sí mismo «orgulloso homófobo» y que ha pedido a los promotores inmobiliarios judíos que no vendan casas a árabes. «Cualquiera que quiera proteger al pueblo judío y se oponga a los matrimonios mixtos no es un racista. Cualquiera que quiera que los judíos tengan una vida judía sin no judíos no es un racista», dijo sobre el asunto de la venta de viviendas.

Para Smotrich, si un árabe vive en un edificio de viviendas, eso impide que los judíos tengan una vida plenamente «judía».

Tanto Ben Gvir como Smotrich han declarado que está justificado disparar a matar contra los palestinos que lanzan piedras a los soldados o a los colonos judíos de los asentamientos. Por la misma razón, pretenden que se conceda inmunidad legal a los militares que maten a palestinos en esas situaciones.

Ben Gvir con una pistola en la mano en unos incidentes en el barrio palestino de Sheij Yarrá en Jerusalén. Pidió a los policías que abrieran fuego contra unos palestinos que lanzaban piedras.

El sistema electoral israelí es prácticamente proporcional con la única salvedad de exigir un 3,25% de los votos para entrar en el Parlamento. En la izquierda, los laboristas se negaron a realizar un pacto similar con Meretz. Al final, este partido se ha quedado fuera a poco más de 3.000 votos del umbral y los laboristas se tienen que conformar con cuatro escaños.

Más allá de la capacidad de la izquierda israelí de dispararse en el pie, está claro que los votantes les han abandonado. En cada elección que se celebra, la opinión pública gira hacia posiciones más ultranacionalistas hasta el punto de que los sectores supremacistas que hace dos décadas aún eran considerados unos parias políticos ahora cuentan con la llave del Gobierno.

Son los que no se inmutan si les dicen que el apartheid es lo que caracteriza a Israel. Para ellos, hay que profundizar esa división de derechos entre judíos y árabes y llevarla hasta el final en favor de los primeros.

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Putin rompe el contrato social en que se basaba su sistema político

Vladímir Putin ha roto el contrato social que mantenía con el pueblo ruso. Había aislado en la medida de lo posible a los ciudadanos de los costes y el trauma que suponía la invasión de Ucrania. De ahí que se prohibiera el uso de la palabra ‘guerra’ en los medios de comunicación y en las manifestaciones. Era una «operación militar especial», no algo que se produce todos los años, pero nada que tuviera que alterar por completo la vida de la gente.

El decreto de movilización militar pone fin a esa ficción. Se exige a la sociedad que aporte lo que le corresponde, porque los recursos del Estado no son suficientes. La decisión de Putin, desmentida por la versión oficial desde febrero, es una confirmación de que Rusia no puede ganar esta guerra con el número de efectivos con el que cuentan sus Fuerzas Armadas. El hecho de que eso resultara bastante obvio desde que fracasó el intento de tomar Kiev en las primeras semanas de guerra es irrelevante en estos momentos.

Las razones que se aducen –la ayuda militar de EEUU y Europa a Ucrania– son también irrelevantes. Son conocidas desde hace mucho tiempo, cuando Kremlin negaba de forma tajante que estuviera pensando en una leva masiva de la población civil.

Lo que cuenta es que rompe con una mentalidad y una política de propaganda cuyo origen es muy anterior a la invasión. Después del hundimiento económico de la era de Boris Yeltsin, Putin prometió a los rusos que con él se iniciaría un tiempo de prosperidad económica y estabilidad. El Estado ruso volvería a ser respetado, y a cambio los ciudadanos tendrían que aceptar que la disidencia política no se toleraría con la misma facilidad que antes. Desde el 24 de febrero, esa tolerancia se ha reducido a cero. Pero permanecía la garantía de que el Estado no interferiría en la vida de los ciudadanos de la forma brutal que fue habitual en la Rusia del pasado.

La guerra y las sanciones no cambiaron totalmente ese panorama. Las sanciones han alterado los hábitos de consumo, porque muchos productos importados ya no están disponibles. No era imposible vivir de espaldas al conflicto bélico, al menos en las grandes ciudades. En las regiones pobres de las que se nutre el Ejército, era ciertamente distinto.

“Nada ha cambiado. Es cierto que los precios han subido, pero podemos soportarlo”, podía decir una mujer en septiembre en un verano en que Moscú había disfrutado de las comodidades y distracciones de costumbre.

Una encuesta del instituto independiente Levada mostró en verano que la mitad de la gente no prestaba atención a las noticias sobre la guerra. Muchos hacían un esfuerzo especial por no enterarse. 

En los análisis sobre el curso de la guerra hechos este verano, cundía la perplejidad sobre la decisión del Gobierno de no llevar a cabo una movilización masiva. Según los cálculos del Pentágono, los rusos han sufrido 80.000 bajas entre muertos y heridos en los siete meses de guerra. No tenían tropas suficientes para conseguir sus objetivos en Ucrania ni, como se vio hace unas semanas en la provincia de Járkov, para defender las posiciones ya ocupadas. 

Todo eso ha cambiado ahora. Si bien el Ministerio de Defensa la definió como una movilización parcial que aumentaría las tropas en 300.000, no hay ninguna garantía de que la cifra se vaya a quedar ahí. Uno de los artículos del decreto de movilización se ha declarado secreto, el séptimo. Según una fuente del Kremlin citada por Novaya Gazeta, es el que establece una cifra mayor de un millón de soldados extra. El portavoz del Kremlin ha confirmado que ese artículo se refiere a las cifra total de soldados movilizados sin precisar su número. 

“En los últimos meses, la gente se ha adaptado”, ha dicho a Meduza Denis Volkov, director del Centro Levada. “Se dicen a sí mismos: ‘Nada (de la guerra) me ha afectado y gracias a Dios. Dejemos que se preocupe la gente a la que le afecta’. El apoyo (a la guerra) ha sido una consecuencia de la falta de participación de la gente en lo que están haciendo las autoridades. La situación va a cambiar, pero el cambio será gradual”.

“Putin corre el riesgo de perder su estatus de zar benevolente”, dice Alexander Baunov en un artículo de Meduza que pulsa la opinión de politólogos rusos sobre el impacto de la movilización militar. En estos casos, lo importante es que sean los altos cargos por debajo del Kremlin los que asuman el desgaste. Las decisiones impopulares quedarán en manos del ministro de Defensa y de las autoridades regionales, que son las responsables de entregar al Ejército la cuota de nuevos soldados que les corresponda. 

Baunov cree que el reclutamiento masivo servirá también como medida de control social: “Como no han contado exactamente a quién reclutarán, podrán utilizarlo como instrumento de represión. ¿Te pasas de la raya? Aquí tienes tu orden de reclutamiento. Es útil como forma de suprimir las protestas contra la propia movilización”. 

El decreto no era nada preciso, aunque después un vicealmirante concretó a quién estaba dirigido. Por ejemplo, soldados hasta una edad de 35 años, oficiales de bajo rango hasta los 50 y altos oficiales hasta los 55. No serán movilizados aquellos que tengan cuatro o más hijos de menos de 16 años.

Pero varios artículos en la prensa independiente rusa ofrecen los casos personales de muchas personas que en teoría no iban a ser reclutadas, según la versión oficial, entre otros padres con cinco hijos menores. También hombres que nunca habían servido en el Ejército, con lo que en principio no les afectaba el decreto. 

El sociólogo Nikolai Mitrokhin cree que la movilización será “parcial” durante un tiempo. Luego, aumentará hasta que las dimensiones del Ejército sobre el terreno sean similares a las que presenta el Ejército ucraniano, que puede estar en torno a los 700.000 miembros.

“Las unidades de infantería en zonas clave, según informaciones incompletas, no cuentan con más del 35% de su tamaño normal. Sólo quedan unos 30-35 soldados de cada cien. A largo plazo, la presión social crecerá con los soldados crecientemente radicalizados contra la guerra. Todo un invierno en el campo de batalla bajo un fuego constante… eso no se lo deseas a nadie”, opina Mitrokhin.

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Multa o prisión: así responde el Gobierno ruso a cualquier crítica a la guerra

Marina Ovsyannikova entra esposada y rodeada de policías al tribunal el 11 de agosto.

Marina Ovsyannikova ha tenido que volver a presentarse ante un tribunal por una protesta solitaria contra la invasión de Ucrania. Es la periodista que interrumpió la emisión en directo de un informativo de la televisión pública rusa con un cartel contra la guerra. Esta vez, se colocó cerca del Kremlin con un cartel que decía: «Putin es un asesino y sus soldados son unos fascistas», un mensaje más duro que el que enseñó en televisión.

Un juez ha ordenado que permanezca en arresto domiciliario hasta la celebración del juicio en octubre donde puede ser condenada a una pena de prisión. Tiene prohibido conectarse a internet y sólo podrá hablar con su familia y su abogado.

La ley aprobada por el Parlamento ruso puso fin a la libertad de expresión en relación a la guerra. Cualquier crítica o protesta es castigada con multas y, en los casos que los tribunales consideren más graves, penas de prisión de hasta 15 años.

Otra ley que persigue toda declaración que se considere que afecta a la reputación del Ejército ruso ha sido empleada con mucha mayor frecuencia. Se han abierto 3.400 casos por este motivo, según la ONG OVD Info.

La tolerancia cero ante cualquier gesto de disidencia ha hecho que la mayoría de las manifestaciones críticas contra la guerra se hagan ahora en redes sociales, que son vigiladas por la Policía.

El medio independiente ruso Meduza ha ofrecido varios ejemplos de acciones realizadas en la calle que han sido perseguidas por la policía y los tribunales y sancionadas con multas económicas. Estos son algunos de los casos:

El traductor Lyubov Summ «realizó acciones públicas con el objetivo de desacreditar a las Fuerzas Armadas» al situarse en la plaza Pushkin de Moscú y leer en voz alta pasajes del poema del siglo XIX de Nikolay Nekrasov ‘Mientras escucho los horrores de la guerra’. Fue condenado a pagar una multa de 50.000 rublos (unos 775 euros).

Stanislav Karzanov extendió unos paneles con los colores azul y amarillo a los que llamó «un gesto de paz» frente al Ayuntamiento de Novosibirsk. El juez dictaminó que aludía a los colores de la bandera ucraniana, lo que era muy probable, y le condenó por distorsionar los objetivos de la operación militar con una multa de 48.000 rublos (754 euros).

Demyan Bespokoev se paseaba en marzo por San Petersburgo con un abrigo en el que aparecían pintadas estas palabras: «Este es el abrigo de mi abuelo. Durante la Segunda Guerra Mundial, fue un niño hambriento en los territorios ocupados. ¿Por qué estos terribles fantasmas del pasado vuelven a perseguirnos? Me siento herido y tengo miedo. No quiero la guerra». Un juez decidió que el mensaje desacreditaba al Ejército ruso y le multó con 45.000 rublos (700 euros).

Un grupo de voluntarios convocados por el gobernador de Stavropol formó la letra Z (símbolo del apoyo al Ejército ruso y a la guerra) con trozos de troncos de árbol. Dmitry Semin rompió la figura y fue condenado a pagar una multa de 30.000 euros (464 euros).

Una estudiante de Ufa fue condenada a pagar 30.000 rublos (464 euros) por situarse en la calle con una corona de flores y alambre de espino rodeando el vestido mientras sostenía un ejemplar de la novela ‘Guerra y paz’.

Alexey Podnebesny se quejó en redes sociales del estado de los servicios públicos de Nizhny Novgorod y dijo que se podía mejorar la infraestructura del suministro de agua caliente con el dinero gastado en la «operación especial» en Ucrania (la terminología permitida por el Gobierno para hablar de la guerra). El juez decidió que, como había puesto operación especial entre comillas, «claramente indicaba una intención irónica y crítica». Le multó con 30.000 rublos (464 euros).

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Felipe VI se refugia en el colonialismo del siglo XIX

Gustavo Petro quería que la espada de Bolívar estuviera presente en su toma de posesión como presidente de Colombia. El presidente saliente no lo había autorizado, por lo que Petro tuvo que esperar a haber jurado el cargo. Ya como jefe de Estado, dio la orden y la ceremonia se suspendió durante diez minutos a la espera de que apareciera.

Cuando llegó, los invitados se pusieron en pie y en su mayoría aplaudieron. Felipe VI se quedó sentado. Un curioso ejemplo de ceguera política. O una forma de tener una mentalidad de hace dos siglos. Se diría que un país como España no debería considerar aún como una afrenta personal el proceso de independencia del Latinoamérica en el siglo XIX. La historia no te permite ganar siempre. El colonialismo y la explotación de las riquezas naturales de los países invadidos no son ya banderas que se puedan reivindicar en el siglo XXI.

A esos pueblos a los que ahora se llama «hermanos» en los discursos, no se les trata como rebeldes ni como enemigos. Por eso, se respeta sus símbolos (sus banderas, por ejemplo, y sus reliquias históricas), por mucho que sean tan valiosas o ridículas como las nuestras. No es buena idea burlarse de ellas. Si no representan nada especial para nosotros –sí para algunos–, importa poco. Representan muchísimo para ellos, al igual que en España la gente se apega a sus símbolos nacionales o regionales, hasta con la gastronomía.

Felipe VI desaprovechó una gran oportunidad para enviar ese mensaje de respeto. Quizá levantándose, aunque fuera sin aplaudir. Prefirió seguir sentado en el siglo XIX.

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EEUU eligió entablar una guerra perpetua contra el terrorismo y la muerte de Zawahiri no lo cambiará

Ayman al Zawahiri, en un vídeo difundido en 2019.

La muerte de Ayman al Zawahiri en un ataque con un misil disparado por un dron norteamericano podría ser definida de múltiples formas, pero ya sabemos que la posición del Gobierno de EEUU es clara: la eliminación del líder de Al Qaeda no pondrá fin a la llamada guerra contra el terrorismo («War on Terror», según el nombre que se le asignó después de los atentados del 11S en 2001). Veinte años después, los supuestos con que esa contienda fue establecida por la Administración de George Bush continúan presentes. Es una guerra sin fecha final, sin un horizonte que permita pensar en su conclusión, sin importar contra qué enemigos se lleve a cabo y cuyo campo de batalla es todo el planeta.

Esa idea ha sido apoyada estos días por múltiples opiniones aparecidas en medios de comunicación y ‘think tanks’ de EEUU y Europa. No importa cuál sea la identidad del dirigente de Al Qaeda que acabe volatilizado en una explosión. Tampoco que los atentados yihadistas en Occidente de la última década fueran organizados o inspirados por ISIS, no por Al Qaeda. La organización que fundó Osama bin Laden siempre está a punto de renacer de sus cenizas. En cualquier momento, puede volver a atacar de forma masiva una ciudad occidental. Continúa siendo la misma amenaza que hace veinte años. Eso repiten constantemente.

Es imposible compaginar esa visión con la realidad de Al Qaeda como organización, como también de la relevancia de Al Zawahiri en el movimiento yihadista internacional. Pero si ni siquiera la muerte de Bin Laden pudo hacer cambiar el pensamiento único sobre Al Qaeda, es inevitable que ocurra lo mismo con la desaparición de su lugarteniente.

«Al Qaeda bajo Zawahiri no pudo mantener sus propias sucursales, mucho menos crecer y dirigir el rumbo de la yihad», escribe Hassan Hassan, que ha seguido la evolución del yihadismo más violento en Siria e Irak. «Además de perder para siempre el control de sucursales básicas como en Irak y Siria, las que cuenta en Yemen y África prometieron públicamente que no permitirían que se utilizara su territorio para realizar ataques contra Occidente». En otras palabras, los grupos que estuvieron o aún siguen estando bajo el estandarte de Al Qaeda se olvidaron de la idea global de yihad que fue la gran innovación del grupo hace más de dos décadas, porque prefieren centrarse en sus luchas locales.

Nada fue tan revelador en la Al Qaeda de Zawahiri como su derrota inicial ante el avance del ISIS y después la decisión de su grupo afiliado en Siria, el Frente Al Nusra, de desobedecer a sus líderes y formar un nuevo grupo para englobar a todos los yihadistas o islamistas que no habían sido arrollados por Estado Islámico. Las amenazas de Zawahiri aparecieron reflejadas en muchos medios de comunicación y su efecto sobre el terreno fue completamente nulo.

Zawahiri murió en la casa que le había cedido el clan Haqqani en Kabul, en concreto su líder, Jaladuddin Haqqani, que es el ministro de Interior del Gobierno afgano. Los acuerdos de Doha firmados por los talibanes incluían su promesa de no permitir el uso de su territorio para cometer atentados en otros países. La presencia del líder de Al Qaeda en la capital del país plantea serias dudas sobre la intención del Gobierno, tanto es así que los talibanes difundieron un comunicado afirmando que no sabían nada de su llegada al país y reiterando su compromiso con lo acordado en Doha: «El territorio de Afganistán no supone peligro para ningún país, incluido EEUU».

El primer mensaje no resulta muy creíble. El barrio de Kabul donde vivía Zawahiri está lleno de casas de lujo ocupadas por los principales dirigentes del Gobierno. Esa vivienda en concreto pertenecía a un asesor de Haqqani. La familia Haqqani era el grupo dentro de los talibanes que mantenía mejores relaciones con Al Qaeda, por lo que es posible que la concesión del refugio fuera una decisión personal de Jaladuddin Haqqani que no conocían los demás miembros del Gobierno. Es también probable que Zawahiri, de 71 años y con mala salud, buscara simplemente un lugar más seguro que su escondite anterior en Pakistán.

Entre las hipótesis de las que no hay pruebas pero que resultan intrigantes, está la de que algún dirigente talibán diera a conocer la localización de Zawahiri por estar en contra de su aparición en Kabul a principios de este año. La prioridad de los talibanes es mantener su unidad, porque creen que eso es lo que les permitió conseguir la victoria, y enfrentarse a las células del ISIS en el país. Tampoco podían iniciar un debate público o restringido sobre Zawahiri y que al final trascendiera su presencia cuando el Gobierno está reclamando ayuda económica a países como China y Pakistán con el fin de afrontar la aguda crisis económica de Afganistán.

Evolución del presupuesto de Defensa de EEUU (arriba, cifra total, abajo, porcentaje del PIB) entre 2000 y 2020. Datos del Banco Mundial. Fuente.

Joe Biden prometió continuar con los ataques a grupos terroristas que amenacen a EEUU. Eso es lógico, pero no hubo en su discurso menciones a toda la estructura legal, militar y de inteligencia que se puso en marcha después del 11S. El Congreso aprobó el 18 de septiembre de 2001 una autorización para el uso de la fuerza en todo el mundo que continúa en vigor y que da carta blanca al Gobierno para cualquier tipo de intervención militar que tenga alguna relación con el terrorismo.

Esos ataques sólo deben ser autorizados por el presidente sin ninguna intervención del Congreso, al que la Constitución reserva el derecho a declarar la guerra a un país. La operación que mató a Zawahiri entra dentro de los parámetros por los que se aprobó la resolución de 2001, ya que era el líder de la organización responsable de la muerte de casi 3.000 personas el 11S. Pero se ha utilizado en muchos casos contra grupos que no tenían planes de atentar contra EEUU.

«Ninguno pensamos al votar esa ley en 2001 que iba a servir para autorizar ataques en Yemen y Somalia», dijo años después el senador republicano John McCain. Pero ese fue el resultado. El Gobierno de EEUU tiene el poder legal para llevar la guerra a cualquier país del mundo si en su territorio opera un grupo terrorista «relacionado con Al Qaeda» y el Congreso no puede hacer nada al respecto. Por toda África, las Fuerzas Especiales del Ejército de EEUU realizan intervenciones militares que son secretas para la opinión pública y casi todos sus representantes electos.

Barack Obama tuvo la oportunidad de haber puesto fin a esa «guerra contra el terrorismo» al anunciar la eliminación de Bin Laden en mayo de 2011. Podría haber promovido que el Congreso anulara la resolución de 2001 o limitara su aplicación. Lo único que hizo tuvo un alcance retórico: preguntarse si tenía sentido continuar en una guerra sin fin en la que los enemigos van cambiando sin preguntarse hasta dónde llega esa amenaza y en qué medida debe condicionar la respuesta militar.

«No todo grupo de criminales que se adjudiquen a sí mismos el nombre de Al Qaeda será una amenaza creíble para EEUU», dijo Obama. «A menos que establezcamos unos límites a nuestro análisis estratégico y a nuestras acciones, nos veremos arrastrados a más guerras que no necesitamos luchar o continuaremos concediendo a los presidentes poderes ilimitados más apropiados para conflictos armados tradicionales entre naciones».

«Mucho más importante (que el impacto de la muerte de Zawahiri en Al Qaeda) es la realidad de que el aparato de la Guerra contra el Terrorismo, con la excepción de la guerra de Afganistán, el programa original de tortura de la CIA y la Sección 215 de la Patriot Act, continúa en pie», escribe Spencer Ackerman, que destaca unas palabras de Biden que repiten lo dicho por anteriores presidentes. «EEUU no buscó esta guerra. Le vino impuesta», dijo. Los hechos posteriores a 2001 revelan que la Administración norteamericana sigue buscando esa guerra.

En el libro ‘The Bin Laden Papers’, publicado en abril de este año, que analiza los documentos encontrados en la casa donde mataron al líder de Al Qaeda, Nelly Lahoud cuenta que EEUU sobreestimó la capacidad de la organización de reconstruirse y de preparar nuevos atentados después de ser expulsada de Afganistán. La realidad es que Bin Laden y sus seguidores consumieron la década siguiente en una huida constante y viendo cómo la mayoría de sus principales dirigentes eran encarcelados o eliminados.

La idea de que las sucursales o franquicias de Al Qaeda que habían jurado lealtad a Bin Laden cumplían las órdenes que recibían y estaban en condiciones de continuar la campaña de atentados tampoco es cierta. Lahou cuestiona el término ampliamente utilizado de sucursales y considera que fueron formadas por grupos yihadistas que querían aumentar su imagen y recibir el apoyo de más gente al asociarse al nombre de Al Qaeda.

«Pero esta guerra (contra el terrorismo), como todas las guerras, tiene que acabar. Eso es lo que recomienda la historia. Eso es lo que exige nuestra democracia». Lo dijo Obama en el discurso de 2011. Los gobiernos de EEUU, incluido el suyo, han hecho lo posible para que sea una guerra que no tendrá fin.

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Despotismo constitucional en Túnez

Kais Saied vota en el referéndum constitucional.

Kais Saied ya cuenta con la Constitución que quería. El referéndum celebrado este lunes en Túnez la ha aprobado por una amplia mayoría del 94%. Su legitimidad es un asunto más complicado. Sólo hubo una participación del 30%. Los partidos de la oposición habían reclamado el boicot a las urnas. Es posible que también se deba a que todo el mundo daba por hecho que saldría adelante. No había un porcentaje mínimo de participación para que la norma fuera aprobada.

Saied, el presidente de 64 años, estará en condiciones de controlar todos los poderes del Estado, esta vez no a causa de un golpe, como el de julio de 2021, sino de un texto constitucional. Podrá disolver el Parlamento cuando quiera y gobernar por decreto desde ese momento. La nueva Constitución le permite dos mandatos de presidente, pero podría continuar en el puesto si existe un peligro claro para la estabilidad del país.

Se puede decir que Saied ha escrito la Constitución que necesitaba. Él nombró a los miembros de la comisión que la redactó.

En diciembre, habrá elecciones legislativas. Saied se ocupará de dictar la legislación electoral.

La Constitución conserva el listado de derechos políticos y sociales que existían en el anterior texto. Pero su aplicación dependerá de unos tribunales de justicia también controlados por el presidente y de un Parlamento que no puede fiscalizar al presidente.

La decepción por el sistema de partidos y el rechazo al partido islamista Ennahda, primera fuerza en los anteriores comicios, favorecieron que Saied gozara de un apoyo significativo en la opinión pública tras el golpe. No hay democracia que pueda sobrevivir sin apoyo popular. No se puede decir que al renunciar a la democracia en favor de una mayor prosperidad los tunecinos hayan obtenido mucho de lo segundo.

«Es interesante que Saied, profesor de Derecho Constitucional y populista de verbo directo, no fuera especialmente popular al principio –escribe Shadi Hamid–. En junio de 2021, su nivel de apoyo era sólo del 38%. Sin embargo, después de destituir al Gobierno y suspender el Parlamento indefinidamente el 25 de julio, el apoyo saltó al 82%. Durante varios meses osciló entre el 70% y el 80%, antes de empezar a caer. En un estudio realizado en diciembre y enero, Alexandra Domike Blackman y Elizabeth Nugent descubrieron que cerca del 80% de los tunecinos veían de forma favorable la toma del poder por el presidente, mientras que menos del 15% creían que amenazaba a la democracia y los derechos humanos».

Túnez era considerado como el único país árabe que no había sufrido una violenta contrarrevolución que hubiera acabado con las conquistas democráticas obtenidas a partir de 2011. Saied y su nueva Constitución confirman que esa idea forma parte del pasado. Ya no es que el golpe de 2021 impusiera un paréntesis en el funcionamiento de las instituciones representativas. Ahora ese presidencialismo sin ningún control es la norma básica del país. Es el despotismo constitucional en Túnez.

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La furia, la antipolítica y Ángel Martín

“Sinceramente, hoy estoy hasta el rabo de tener la sensación de que somos tú y yo los que deben tragar”. Ángel Martín se levantó cabreado el 19 de julio, y así lo dijo. Muy cabreado. El cómico y guionista de 44 años hace un resumen informativo diario que cuelga en redes. Ese día, no tenía el cuerpo para lanzar una batería de titulares a velocidad de vértigo. Sólo quería plasmar su indignación con la situación de los dos últimos años y la que viene. En realidad, su punto de mira estaba puesto en los políticos. En todos ellos.

El alegato incluía todo lo que ha ocurrido desde 2020. La pandemia, obviamente. Le sumó “las nevadas” y “los volcanes” (¿hubo más de uno?). La guerra de Ucrania y sus consecuencias económicas, empezando por el precio de la luz.

¿La razón de su indignación? “Media España está en llamas, los suicidios aumentan y yo sigo escuchando que tenemos que hacer un esfuerzo”. Esto último es lo importante para él, lo que le enfurece. Los gobiernos llevan mucho tiempo reclamando esfuerzos para salir de las sucesivas crisis que aparecen a la vuelta de cada esquina.

Puede llegar a ser agotador. Esa sensación de estar a unos meses de la siguiente catástrofe, que parece peor que la anterior, porque las crisis ya superadas duelen menos. Siempre que se hayan podido superar, que no es lo que dirá cualquiera que haya perdido un familiar o un amigo por el covid.

Es mucho decir que un vídeo de dos minutos pueda simbolizar un estado de ánimo de la población. Pero tuvo éxito, además de un alto número de muestras de apoyo y rechazo. Para varios medios de comunicación, fue motivo suficiente para publicar un artículo. “Aplauso en redes”, “Ángel Martín en boca de todos”. “Ángel Martín explota en su telediario”. No hay que apretar mucho a los medios para que publiquen algo a cuenta de un vídeo que se ha hecho viral.

El vídeo había recibido hasta el sábado en Twitter 34.000 retuits y 78.000 me gusta. Martín cuenta con más de 900.000 seguidores en esa red social.

Ángel Martín en el vídeo subtitulado que subió a las redes.

La furia siempre cuenta muchos partidarios en épocas de crisis o de máxima incertidumbre. Esa indignación cruda y visceral es uno de los temas de ‘Network’, una excelente película de 1976 dirigida por Sidney Lumet y cuyo gran creador fue el guionista Paddy Chayefsky. Recibió cuatro Oscars, entre ellos a los actores Peter Finch y Faye Dunaway y al guión de Chayefsky. Este último había obtenido antes otros dos Oscars por ‘Marty’ y ‘El hospital’.

La historia arranca con un presentador de noticias, Howard Beale, interpretado por Finch, al que le avisan de que va a perder el puesto a causa de las bajas audiencias. Al saberlo, anuncia en el programa que se suicidará en directo en unos pocos días. Le van a poner en la calle de inmediato, pero recibe una última oportunidad para despedirse de los espectadores. Lo que hace es ofrecer una diatriba contra todo y proyectar sus frustraciones. La intervención hace que las audiencias den un salto.

La cadena decide aprovechar la oportunidad y potenciar su programa. En uno posterior, lanza el mensaje que hizo que la película sea aún recordada.

Aparece en el plató empapado por la lluvia y con una gabardina que no se quita para intervenir en el programa. Beale hace un repaso de todas las crisis que aquejan a Estados Unidos en los años setenta, una época bastante sombría en el país. Desempleo, inflación, empresas en bancarrota, delincuencia en las ciudades, un Gobierno desbordado. Todo lo que hacía pensar que EEUU se estaba yendo al infierno. Después, reclama a gritos a los espectadores que exploten, que hagan algo para soltar esa ira que les quema las entrañas (escena doblada al castellano).

“No quiero que protestéis –dice Beale–. No quiero que montéis una revuelta. No quiero que escribáis cartas a vuestro congresista. Porque no sabría deciros qué tenéis que escribir. No sé qué hacer con la recesión y la inflación y el presupuesto de Defensa y los rusos y el crimen en las calles. Todo lo que quiero es que os volváis locos. Tenéis que decir: ‘Soy un ser humano, maldita sea. Mi vida importa’. Así que quiero que os levantéis. Quiero que os levantéis de vuestras butacas y salgáis a la ventana. Ahora mismo. Quiero que salgáis a la ventana, la abráis, saquéis la cabeza y gritéis. Quiero que gritéis: ‘Estoy furioso y no aguanto más”.

No hay ninguna idea política en su denuncia. Ninguna alternativa. “Ya nos ocuparemos después de la recesión y de la crisis del petróleo”, dice. Sólo furia en estado bruto. La gente empieza a salir a las ventanas. La directora de programas de entretenimiento (Faye Dunaway) está encantada. El éxito de audiencia está asegurado y ella cuenta con ideas –algunas más delirantes que el mensaje de Beale– para mantener esas cifras.

La visión satírica de la televisión, que en algunos momentos llega a lo macabro, hizo que recibiera tantas buenas críticas (The New York Times) como malas (The New Yorker). Su contenido era casi incendiario porque Paddy Chayefsky quiso que así lo fuera. Su visión se dirigía más contra la televisión –a la que llamó “un gigante indestructible y terrorífico más poderoso que el Gobierno”– que contra la política, pero había muchas otras cosas que le indignaban.

A dos periodistas de televisión a los que no les gustó, les escribió para decirles que la película no pretendía ser un ataque a la televisión, sino “una metáfora para el resto de los tiempos”.

Ahí acertó por completo. Desde entonces, se ha dicho que se adelantó a su tiempo. “Nadie que haya predicho el futuro, ni siquiera Orwell, ha tenido tanta razón como la que tuvo Chayefsky cuando escribió ‘Network’”, ha escrito el director y guionista Aaron Sorkin.

Otra escena memorable de ‘Network’ es la reunión en la que el dueño de la corporación que es propietaria de la cadena televisiva echa una bronca a Howard Beale y le explica en qué consiste todo. “Ya no existe América. Ya no existe la democracia. Sólo existen IBM, ITT, AT&T, DuPont, Dow, Union Carbide y Exxon. Esas son las naciones del mundo hoy”, cuenta al boquiabierto presentador, empequeñecido por la abrumadora realidad que está escuchando y en la que no había reparado.

Como sátira y aviso de lo que vendría en el futuro, la película sigue funcionando como en la época de su estreno. Incluso se adelantó –y eso es algo que Chayefsky no podía prever– a la rabia que propulsó a Donald Trump a la presidencia de EEUU en 2016. En esa campaña, sus seguidores de raza blanca no ocultaban que estaban hartos por el rumbo de su país y que ya no aguantaban más. Furiosos con las mujeres y el movimiento feminista, con los negros y su lucha contra el racismo, con las élites de la Costa Este y sus ideas sobre los derechos de las minorías, con las grandes corporaciones que se llevan los empleos al extranjero.

Compraron con pasión la mercancía que les vendía Trump. Él conseguiría que EEUU fuera otra vez grande (“Make America Great Again”), como lo había sido en décadas anteriores cuando los que ahora exigían sus derechos estaban callados y resignados a su suerte.

La manipulación de la furia contra los políticos y contra un mundo moderno que no es el que era ha sido también una herramienta muy rentable para la extrema derecha en Europa. Ha llevado a Marine Le Pen a disputar la presidencia de Francia en la segunda vuelta de las elecciones en dos ocasiones. Este año ha propulsado a Giorgia Meloni al primer puesto de las encuestas en Italia.

En España, ha sido una parte esencial de la dieta de Vox y su rechazo a la inmigración, las feministas, los periodistas y el Estado autonómico que abarcan un todo que supuestamente está hundiendo el país. Ese enemigo ni siquiera es sólo nacional, ya que incluye el concepto fantasmal del globalismo, con el que además se menciona a la ONU y la Unión Europea.

Las alternativas que se ofrecen son escasas y por ejemplo no se diferencian mucho de las de la derecha en política económica. Lo que de verdad importa es que los votantes de Vox deben estar furiosos por todo aquello que les desagrada, les dicen sus líderes. El eslogan “sólo queda Vox” deja claro que todos los demás políticos, sean de izquierda o derecha, son igualmente culpables.

El mensaje de Ángel Martín contra los políticos, visceral y acelerado, no es idéntico al de Vox, pero bebe en las fuentes que han hecho crecer a ese partido y a otros de extrema derecha en el resto de Europa. Martín está cabreado porque se piden “esfuerzos” a los ciudadanos y él cree firmemente que son otros los que tienen que esforzarse/sufrir. “El puto pequeño esfuerzo lo deben hacer los que están al mando (el Gobierno) y los que quieren estar” (la oposición).

Los ciudadanos ya han hecho lo suficiente, afirma. De forma casi mágica, hay que conseguir que ninguna crisis les afecte después de todo lo que han pasado. “Por una puta vez en la vida, deberían entender que los que tienen que hacer el esfuerzo y dejarse de mierdas son ellos, porque la solución no tengo ni puta idea de cuál es, pero dudo mucho que sea que tú no puedas comprar una puta sandía, ni encender el aire ni poner gasolina”.

Martín no tiene soluciones, como tampoco Howard Beale sabía qué hacer con todos esos problemas que le sacaban de quicio. Pero en el vídeo exige que la gasolina y la luz sean más baratas. ¿Cómo? No se sabe. Qué más quisieran los gobiernos que poder bajar los precios por decreto. Ningún Gobierno europeo ha conseguido hasta ahora frenar la inflación desde que comenzó a despegar.

Sobre la pandemia, a los ciudadanos se les ordenó que se quedaran en casa en la primera ola de 2020. Supuso un sacrificio evidente, ¿pero cuál era la alternativa? ¿Seguir haciendo vida normal, contagiarse y morir?

La antipolítica es un remedio fantástico para liberar tensiones. No hay que pensar en buscar soluciones. Es suficiente con indignarse y acusar a los que gobiernan. Hace diez años, se llegó a propalar el rumor de que había 455.000 políticos en España, un embuste que pretendía dos cosas, señalar a los únicos culpables de todo lo que iba mal y plantear que la mayoría de los problemas se solucionaría con menos políticos.

Siempre se olvida que la política también sirve para reconocer derechos, destinar recursos a los que menos tienen y repartir las cargas de una situación económica difícil. El hecho de que no siempre se utilice así no significa que nunca haya tenido esa función.

Es más sencillo enfurecerse y salir a la ventana.

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¿Se le puede llamar comunidad internacional si excluye a África, Asia y Latinoamérica?

Macron con los presidentes de Senegal y Chad en una reunión en París en febrero.

Un discurso de Volodímir Zelenski por videoconferencia ha sido en los últimos meses una cita especial en varios parlamentos europeos, al igual que lo fue en la cumbre de la OTAN en Madrid. El Gobierno ucraniano llevaba varios meses intentando organizar una intervención similar con los jefes de Estado africanos hasta que lo consiguió hace unas semanas. El fracaso fue evidente.

La noticia, como muchas de las que tienen lugar en África, pasó desapercibida. Solo cuatro líderes del continente sobre un total de 55 asistieron a esa cumbre telemática del 20 de junio para escuchar a Zelenski. Fueron los presidentes de Senegal, Costa de Marfil y Congo, además del líder del Consejo Presidencial libio, reconocido como Gobierno del país por Naciones Unidas. Los demás Estados estuvieron representados por ministros o embajadores.

La web de la Unión Africana no anunció la celebración del discurso. Macky Sall, jefe de Estado de Senegal y actual presidente de la Unión Africana, publicó al menos un tuit para dar cuenta del acto en el que destacó que “África sigue comprometida con el respeto de las normas del Derecho internacional, la resolución pacífica de conflictos y la libertad de comercio”.

Es habitual entre los dirigentes europeos y norteamericanos escuchar que toda la comunidad internacional está en contra de la invasión de Ucrania. Eso supone dejar fuera a casi toda África, Asia y Latinoamérica, donde se aprecian distintos grados de neutralidad. El Sur desconfía de las motivaciones del Norte. Boris Johnson dijo el viernes que la guerra “no es un conflicto de Rusia contra la OTAN”, como quiere presentarlo el Gobierno ruso. Sin embargo, eso es lo que piensan muchos países del Sur, que ven con alarma el regreso de una nueva Guerra Fría en la que ellos harán el papel de peones de las superpotencias, como ocurrió en la anterior.

Muchos de esos gobiernos son dictaduras o sistemas políticos autoritarios, pero no todos. El presidente de Suráfrica ha sido especialmente activo a la hora de destacar la responsabilidad de Occidente. “La guerra podría haberse evitado si la OTAN hubiera escuchado los avisos planteados por sus propios líderes durante años cuando decían que la expansión hacia el Este provocaría una mayor inestabilidad en la región”, dijo Cyril Ramaphosa el 17 de marzo. No aprobó la invasión decidida por Putin, pero insistió en que la única salida es el diálogo: “Gritar no servirá para poner fin al conflicto”.

La Asamblea General de la ONU votó en marzo con una clara mayoría a favor de la condena de la invasión. 141 países dieron el sí a la resolución, aunque un número significativo de países, 34, se abstuvo. Entre ellos, estaban China, India, Argelia, Bangladesh, Congo, Irak, Pakistán y Suráfrica. En una votación posterior para expulsar a Rusia del Consejo de Derechos Humanos de la ONU –salió adelante con 93 votos– el número de abstenciones aumentó hasta 58 y los votos en contra fueron 24.

“Washington cree que esta guerra se ganará en Occidente, pero el Kremlin cree que se ganará en el Este y el Sur global”, dijo al NYT Michael Williams, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Syracuse.

En Europa y EEUU, no pasa un día sin que los ciudadanos escuchen que la guerra será larga. Los políticos intentan que sean conscientes de los sacrificios económicos que serán ineludibles. En el Sur el gran temor no procede de la pérdida de poder adquisitivo, sino de la pobreza y de la amenaza real de una hambruna que pondría en riesgo la vida de decenas de millones de personas. O de la inestabilidad que causará el aumento de precios y del peligro de que algunos gobiernos no sobrevivan a la tensión social, como está ocurriendo en Sri Lanka.

No tienen el lujo de esperar durante mucho tiempo a que una guerra de desgaste convenza a sus participantes de la necesidad de poner fin al conflicto.

El 85% del trigo que necesita el África subsahariana es importado. Egipto es el país del mundo que más trigo importa y depende en un 80% de Ucrania y Rusia. El 30% del trigo mundial y el 75% del aceite de girasol procede de ambos países. Setenta millones de egipcios sobreviven gracias a la compra de pan subvencionado por el Gobierno. Muchos países del Tercer Mundo se encuentran en una situación similar. Lo mismo en el caso de su dependencia de la importación de fertilizantes.

Las sanciones a Moscú impuestas por Occidente han agravado la situación. A los problemas para importar grano y alimentos de Rusia, se une la cuestión del pago. “Después de que el sistema Swift quedara alterado (por la expulsión de Rusia), incluso si el producto existe, el pago se hace muy complicado, cuando no imposible”, lamentó el presidente Sall de Senegal a finales de mayo en una cumbre de la UE con la Unión Africana.

“Cuando los elefantes luchan, es la hierba la que sufre”, dice un conocido refrán africano que lleva usándose durante décadas. Fue muy empleado en la Guerra Fría para resaltar que África y Asia sufrían las peores consecuencias al adscribirse a uno de los bloques enfrentados. Es un cálculo que vuelve a tener sentido ahora.

Varios aliados tradicionales de Estados Unidos han decidido que necesitan diversificar riesgos. En Oriente Medio, Arabia Saudí e Israel se han negado a suscribir las sanciones. En Asia, Tailandia ya ha realizado maniobras militares conjuntas con el Ejército chino y continúa comprando crudo ruso. Indonesia será el anfitrión de la próxima cumbre del G20 en noviembre y de momento ya ha enviado una invitación para que Putin pueda asistir. La influencia china se ha incrementado en toda Asia y varios países que estaban firmemente enclavados en el bloque antisoviético hace décadas tienen actualmente otras opciones para orientar su política exterior.

India ha multiplicado por cinco su importación de petróleo ruso aprovechándose de importantes descuentos que han llegado hasta el 35% del precio original. El alto número de refinerías indias emplea ese crudo para aumentar su exportación de gasolina y diésel a todo el mundo, incluidos los mismos países occidentales que han impuesto las sanciones a Moscú. Descubrir el origen del crudo del que se obtuvo el combustible es prácticamente imposible.

Washington comienza a ser consciente de que el Sur no ha comprado su relato sobre la guerra de Ucrania ni la respuesta adoptada por Occidente. Por eso, la última cumbre del G7 prometió el 27 de junio crear un fondo de 4.500 millones de dólares con el objetivo de afrontar la crisis de la seguridad alimentaria en el planeta. EEUU aportará la mitad de la cantidad total y la sacará de los 40.000 millones aprobados por el Congreso en mayo para ayudar a Ucrania.

Si los europeos han admitido que no pueden poner fin de golpe a sus importaciones de gas y petróleo rusos, africanos y asiáticos se preguntan por qué ellos tienen que dejar de importar productos esenciales con los que alimentar a sus poblaciones. O pagar precios exorbitados a causa de una guerra que no tiene nada que ver con ellos. ¿Son más importantes las empresas alemanas que los estómagos de los africanos?

El discurso de la soberanía y la integridad territorial de las naciones es aceptado en todo el mundo. No tanto si se relaciona con la defensa de unos valores democráticos, como se ha hecho en la cumbre de la OTAN. Muchos se preguntan por el doble rasero evidente en la rápida reacción de los países occidentales ante la invasión de Ucrania y su actitud pasiva cuando Arabia Saudí y Emiratos destruyeron Yemen en los últimos años en una guerra que sólo muy recientemente ha dejado atrás sus capítulos más cruentos.

La guerra ha vuelto a cuestionar el concepto de “comunidad internacional”, tan habitual en los discursos de los políticos occidentales. Hasta el punto de que deja fuera a más de dos terceras partes de la humanidad.

“Occidente no es el mundo y el mundo no es Occidente. Es increíble que haya que hacer hincapié en esa obviedad”, ha escrito Edward Luce, columnista del Financial Times. Africanos, árabes y latinoamericanos saben que cuando hay un conflicto entre los ideales de EEUU y sus intereses son los segundos los que prevalecen, escribe Luce.

Ese es otro dato incontestable. Quizá los países del Sur estén haciendo ahora lo mismo que Europa y EEUU han hecho durante décadas. Han tenido buenos maestros.


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El tiempo está de nuestro lado

El tiempo está de nuestro lado es la idea constantemente utilizada a lo largo de la historia con la que los promotores de las guerras convencen a críticos y escépticos sobre las ventajas de su estrategia. No importa que la fase inicial del conflicto haya sido un fracaso o que el enemigo no se haya desmoronado como se preveía. Sólo hay que esperar. El tiempo juega contra el enemigo. Por eso, no es una sorpresa que el Kremlin haya encajado su incapacidad para cumplir sus objetivos militares con la promesa de que sólo hay que tener paciencia.

Vladímir Putin estaba convencido de que la invasión de Ucrania se completaría en cuestión de días y que la mayoría de los ucranianos recibiría satisfecha a las tropas rusas en varias zonas del país. Pensaba que el Ejército ucraniano no daría la talla, como ocurrió en 2014. Daba por hecho que el mundo occidental no se pondría de acuerdo sobre una estrategia de respuesta por la dependencia del gas y petróleo rusos en países como Alemania. La invasión era una carta dramática que muchos altos cargos rusos no pensaban que se produciría, pero Putin estaba seguro de que había llegado el momento de poner fin para siempre al acercamiento de Kiev a la UE.

Todas esas premisas resultaron ser falsas. A partir del primer mes, Moscú se vio forzado a centrar su ofensiva militar en la zona este de Ucrania.

En un sistema político tan centralizado como el ruso, no hay ningún centro de poder que pueda no ya estar a la altura de Putin, sino ni siquiera presionarlo de forma efectiva. Eso no impide que sectores empresariales –los llamados oligarcas– y dirigentes del partido Rusia Unida se acerquen al Kremlin para plantear las dificultades económicas creadas por las sanciones aprobadas por EEUU y la UE y preguntar cuándo se alcanzarán los objetivos que permitan poner fin a la guerra.

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