Un recuerdo de lo que supuso el 15M

Diez años después del 15M, recupero este artículo que escribí para el libro colectivo ‘Yes we camp’, compuesto por cómics y texto, que se publicó en el verano de 2011. El texto intenta reflejar la crítica que se hizo a un sistema político que se había quedado congelado en su falta de respuestas a los problemas de la gente precisamente cuando la crisis económica había anulado la promesa de prosperidad.

El libro completo se puede descargar aquí. La ilustración es de Víctor Escandell y apareció en la obra.

Este es el texto:

¿Qué hacen los ciudadanos cuando las instituciones los abandonan? ¿Qué hacen cuando los gobiernos subcontratan la política a agentes económicos que ni siquiera tienen su sede social en tu país? ¿Cuando la información que encuentran en los medios de comunicación se reduce a un pugilato entre dos marcas que al final pondrán en práctica la misma política porque al final cada país ha perdido la capacidad de elegir su rumbo?

La respuesta estándar que el sistema político ha ofrecido hasta ahora es la pasividad. Todo se reduce a votar cada cuatro años. Hasta que llegue ese momento, es conveniente endurecer hasta el límite la confrontación –eso que llaman la crispación– para que no parezca que todo es un teatrillo irrelevante. Pero al final el ciudadano es sólo un espectador al que cada cierto tiempo se le pide que apriete un botón con el que la maquinaria continuará funcionando al mismo ritmo y cadencia durante otros cuatro años.

La democracia se ha convertido en un ‘reality’ televisivo. Y mucho menos divertido.

En muchos países del mundo menos afortunados que los europeos, hay gente que arriesga su vida en la lucha por la libertad y la democracia. En Europa, la palabra clave de esa democracia es ‘no’. No hagas eso porque se beneficiarán nuestros rivales políticos. No te quejes de la corrupción, porque los otros también roban. No protestes porque no servirá de nada. No pidas un cambio porque las cosas nunca cambiarán. No hagas nada porque hay que ser realista.

Pues bien, hay mucha gente que ha decidido dejar de ser realista.

Después de escuchar durante años que había que ejercer la libertad «dentro de un orden», la gente ha llegado a la conclusión de que ese orden es una estafa. No es lo que nos prometieron. No es lo que queremos.

Subcontratamos los derechos que concede la democracia a los partidos políticos. Ellos saben qué es lo que nos conviene. A su vez, los partidos subcontratan el ejercicio de la política a los gobiernos, porque sin disciplina no se llega a ninguna parte. Los gobiernos hacen lo mismo con la Unión Europea que a su vez entrega importantes parcelas de poder a los mercados financieros, y a partir de ahí la cadena de responsabilidad desaparece en una nube. Nadie sabe quién es el responsable, porque se trata de decisiones tomadas por miles de personas emplazadas por todo el planeta y defendiendo sus intereses económicos. Y desde arriba se comunica la orden que se va filtrando el mensaje: no se puede hacer nada.

Al menos, en un casino sabes que la casa siempre gana. Las reglas están ahí bien claras para todo el que no pierda la cabeza y crea que puede derrotar a las matemáticas. En la situación actual, entramos en un casino en el que al principio vamos ganando, pero de repente descubrimos que lo hemos perdido todo y nadie sabe quién ha ganado. Ni siquiera es el dueño del edificio.

“No somos mercancías”, decían algunas pancartas en las manifestaciones del 15 de marzo. Habían devuelto el ‘no’ a un sistema para el que ya no eran ciudadanos, sino consumidores. Y además del ‘no’, había muchas propuestas con las que dar sentido a una democracia que se ha tornado en partitocracia. Como una mala secuela.

El movimiento del 15M representa muchas cosas para mucha gente diferente. Busca un sistema más representativo y que los partidos no funcionen a partir del vasallaje a un caudillo carismático. Que la información en poder de la Administración, pagada por los contribuyentes, esté al acceso de todos. Que la corrupción no sea una consecuencia inevitable del sistema. Que los fondos públicos no se utilicen en beneficio exclusivo de las grandes corporaciones. Que la voz de los ciudadanos se escuche, y no sólo en las urnas.

No parecen ideas radicales ni revolucionarias. Dice mucho del estado actual del debate político que algunos de sus principales protagonistas las consideren subversivas, una amenaza intolerable.

Cuando la movilización se mantuvo en la jornada de reflexión de las elecciones locales y autonómicas (una antigualla del comienzo de la democracia cuando se creía que sin un día de abstinencia de campaña los españoles se rebanarían el pescuezo frente a las urnas por su sangre caliente y escasa experiencia democrática), el director de El Mundo planteó que lo que estaba en juego era elegir entre «civilización y barbarie».

¿En qué consiste esa civilización que supuestamente corría peligro de verse desvirtuada? Los acontecimientos de los últimos años revelan hasta qué punto el concepto ha sido vejado en España.

Civilización es incluir en las listas electorales a imputados por corrupción.

Civilización es violar la ley e impedir la renovación del Tribunal Constitucional cuando sus miembros finalizan el mandato.

Civilización es decir, como dijo el ministro de Trabajo, que en España no se llegaría a cuatro millones de parados.

Civilización es anunciar en 2009, como hizo el presidente del Gobierno, que la crisis no afectará gravemente a España.

Civilización es anunciar ese mismo año que la recuperación está en camino y que se empezará a notar en la segunda mitad del año.

Civilización es decir, como hizo el líder de la oposición, que si ganas las elecciones, lo solucionarás todo en dos años y sin grandes sacrificios.

Civilización es promover un modelo económico que crea empleo gracias a la burbuja inmobiliaria y que se desmorona cuando la especulación ya no puede sostener un crecimiento de ficción.

Civilización es animar a la gente a comprar un piso en 2008, como hizo la ministra de Vivienda, cuando el mercado inmobiliario se está viniendo abajo y con él, los precios.

Civilización es permitir que los ayuntamientos se financien con la venta indiscriminada e irracional de suelo, se endeuden de forma exagerada y luego dejen de pagar a miles de empresas.

Civilización es construir aeropuertos que quedarán vacíos o en desuso porque no tienen razón económica de existir, aunque sirvan para ganar elecciones.

Civilización sería dejar que la universidad se convierta en una fábrica de licenciados mal preparados y condenados al desempleo.

No cabe duda de que esa civilización está bastante sobrevalorada.

Los ciudadanos tienen que recuperar el control de la política. En la transición, se apostó por un modelo que primaba a los partidos a los que se suponía muy vulnerables en los primeros años de democracia. La estabilidad era una necesidad que se repetía de forma constante. Los ciudadanos terminaron resignándose a un modelo que no ofrecía nada por lo que ilusionarse. Cuando quisieron darse cuenta el fraude se había institucionalizado.

Ha llegado la hora de comenzar a construir algo diferente. Hay que abrir la política a la sociedad, tanto a la calle como a la red. Los derechos no se entregan a cambio de una endeble garantía de prosperidad.

La sumisión ya no es una opción.

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