Maliki, el tipo duro creado por EEUU

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La crisis iraquí tiene una solución, según EEUU. Maliki debería formar un Gobierno de gran coalición que agrupe a las mayores fuerzas políticas de las tres comunidades: chiíes, suníes y kurdos. El mayor obstáculo es el propio Maliki, que este miércoles ha cortado de raíz cualquier especulación al respecto: «Es un intento de golpe contra la Constitución y un intento de acabar con la experiencia democrática», ha dicho el primer ministro.

Maliki se considera ganador de las últimas elecciones legislativas, aunque la coalición que dirige sólo consiguió una tercera parte de los escaños en disputa (92 de 328). De entrada, rechaza la idea de que esté obligado a buscar pactos con los partidos suníes. Dedicó toda la pasada legislatura a silenciar y acosar a sus dirigentes. El vicepresidente del país, el suní Tariq Al Hashemi, huyó a Turquía cuando el Gobierno le acusó de estar al frente de una red de milicias armadas. Luego fue condenado a muerte en ausencia en 2012.

La deriva autoritaria del Gobierno de Maliki es uno de los hechos menos sorprendentes de la política iraquí de los últimos años. El propio Maliki podría mostrarse perplejo hasta cierto punto. Lo eligieron precisamente por eso. Se necesitaba un tipo duro y él estaba disponible. ¿Quién requirió sus servicios? Evidentemente, los sospechosos habituales.

En abril, Dexter Filkins, de The New Yorker, recordaba cómo llegó Maliki al poder. A principios de 2006, EEUU decidió que el carácter dubitativo del primer ministro, Ibrahim Al Yafari, lo convertía en una mala elección cuando ya el país estaba en las primeras etapas de una terrible guerra civil entre suníes y shiíes. Washington no creía que Yafari fuera a ser el tipo duro que se necesitaba en la guerra contra la insurgencia suní ni que tuviera el poder suficiente como para controlar a las milicias chiíes de Moqtada Al Sáder.

En esas fechas, el embajador de EEUU en Bagdad, Zalmay Khalilzad, recibió una llamada por videoconferencia para recibir instrucciones de George Bush y Tony Blair. «¿Puedes deshacerte de Yafari?», pregunto Bush a su embajador. «Sí, pero será difícil», respondió Khalilzad.

Se habían celebrado unas elecciones, pero eso era un detalle menor.

Al igual que ahora, la principal coalición chií había ganado en las urnas sin mayoría absoluta, y Yafari pretendía continuar en el cargo. Khalilzad confirmó a Filkins que de entrada impidió que el primer ministro pudiera formar una mayoría parlamentaria. Esa era la parte fácil. Lo complicado vino después.

Descartado Yafari, hubo que buscar un dirigente apropiado en las filas de su partido. Había un nombre interesante, Ali al-Adeeb, pero tenía un inconveniente: su padre era iraní y, fuera o no cierto, para mucha gente era más iraní que iraquí. Filkins describe el gran momento:

«Frustrado, Khalilzad preguntó al analista de la CIA asignado a su oficina, alguien que hablaba muy bien árabe y cuyo trabajo consistía en conocer a los líderes iraquíes: «¿Cómo puede ser que en un país de 30 millones la elección de primer ministro sea entre un incompetente como Yafari y un iraní como Ali Adeeb? ¿Hay alguien más?».

«Tengo un nombre para usted», dijo el hombre de la CIA. «Maliki».

Claro, ¿cuándo se ha equivocado al CIA a la hora de elegir a un líder extranjero eficaz y favorable para los intereses de EEUU?

Washington ya tenía a su «tipo duro», alguien capaz de estar a la altura de las necesidades del cargo. Lo cierto es que consiguió pronto el apoyo necesario en el Parlamento, algo en lo que había fracasado Yafari. Khalilzad niega que fuera un dedazo, pero no hay que ser un paranoico para suponer que cuando los partidos iraquíes supieron de los deseos de EEUU llegaron a la conclusión de que resistirse no serviría de nada.

Si alguien esperaba que Maliki presidiera una época cuyo gran objetivo fuera la forja de consensos, no tardó mucho tiempo en chocar de bruces contra la realidad. La provocación de la insurgencia suní al destruir el santuario chií de Samarra desencadenó una ola de represalias con miles de muertos. El Ministerio de Interior permitió, cuando no organizó, la formación de escuadrones de la muerte chiíes que persiguieron a los suníes en la provincia de Bagdad. Fue un baño de sangre.

Miles de soldados norteamericanos no pudieron impedir que Bagdad fuera el escenario de una limpieza étnica casi completa que redujo la población suní de la capital del país (aunque algunos medios afirman que parte de ellos regresaron en los años posteriores). Siempre se destaca la responsabilidad de los cascos azules holandeses en la matanza de 7.000 bosnios por las fuerzas serbias de Mladic. Hay que situar lo que no hicieron las tropas de EEUU en Bagdad en una escala mucho mayor.

Toda esa matanza no tuvo consecuencias políticas negativas para Maliki. Le sirvió para reforzar su poder en la comunidad chií. Las tribus suníes de Anbar terminaron asumiendo que ese conflicto acabaría con ellos y se pasaron al enemigo. Financiados por el Ejército norteamericano, formaron las milicias que frenaron a Al Qaeda, el grupo dirigido por Zarqaui, y a los baasistas. Cuando los norteamericanos se retiraron de Irak, se acabó el flujo de dinero y Maliki se negó a mantener en nómina a decenas de miles de suníes armados.

El primer ministro contaba con un socio más fiable al otro lado de la frontera. En Teherán estaba su aliado natural. A pesar de todas las especulaciones sobre lo que EEUU puede hacer por Bagdad y del anuncio de Obama de que enviará 300 militares para asesorar al desprestigiado Ejército iraquí, Maliki ya está recibiendo asesoramiento de calidad. De otro lado.

Hace unos días, se informó de que el general iraní Qasim Suleimani estaba en Bagdad inspeccionando las defensas de la capital y ayudando a reorganizar las fuerzas militares de Irak. Suleimani, jefe de la Fuerza Quds, es uno de los personajes más intrigantes de Oriente Medio. Con responsabilidad sobre fuerzas militares y servicios de inteligencia, es responsable de la mayor parte de las intervenciones iraníes en Irak, Siria y Líbano. Cuenta con toda la confianza del líder supremo del país, el ayatolá Jamenei. Y la prioridad del ayatolá es mantener a EEUU alejado de Irak.

Algunas informaciones indican que Suleimani continúa en Irak. Es probable que Teherán ya haya entregado algún tipo de ayuda militar, pero no a gran escala. Todo dependerá de lo que decida el enviado iraní. Según los norteamericanos, esa ayuda no es menor, pero tampoco la única disponible: hay diez divisiones iraníes cerca de la frontera dispuestas a intervenir si fuera necesario. Es improbable que esa fuerza militar pueda utilizarse para recuperar Mosul y otras zonas suníes controladas ahora por el ISIS. Maliki aún se presenta como el único líder que puede mantener unido a Irak y no puede presentarse simplemente como una marioneta de Irán. Pero al menos es un comodín básico para descartar por completo la posibilidad de que Bagdad caiga en manos de los yihadistas.

Esta relación especial entre Bagdad y Teherán no es extraña ni ha surgido de improviso. Tanto Maliki como la mayoría de los dirigentes chiíes iraquíes pasaron años de exilio en Irán y cuentan con una amplia red de contactos en el país vecino. Su objetivo político nunca fue plasmar las fantasías de los neoconservadores, sino asegurar el dominio de Irak por los chiíes, históricamente postergados por los suníes. En ese horizonte estratégico, contaban y cuentan con el pleno apoyo de Irán. Si Teherán cree que al final Maliki es un obstáculo para ese plan, el primer ministro tendrá los días contados. No faltarán candidatos para sustituirlo que tengan el visto bueno iraní.

Suleimani es uno de los grandes rivales directos de EEUU en Oriente Medio, o al menos así se le define en Washington y Londres. «Suleimani es uno de los agentes más inteligentes y fríos de Oriente Medio», ha dicho una «fuente diplomática occidental» a The Times. «Su influencia puede encontrarse en Afganistán, Siria, Irak y Líbano. Es difícil encontrar a una sola persona que haya hecho más por extender la influencia militar de su nación y es aún más difícil encontrar a alguien con quien sea más complicado llegar a un acuerdo».

En cierto modo, los norteamericanos apostaron por Maliki y se han quedado con Suleimani. No ha sido un gran negocio para ellos.

Una demostración gráfica del impacto de la guerra civil entre suníes y chiíes en la composición demográfica de Bagdad. Todo ocurrió ante la complicidad del Gobierno de Maliki y la pasividad de las tropas norteamericanas.

 

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