Por qué la desaparición de un periodista ha revelado el rostro de la monarquía saudí (pero no la guerra de Yemen)

16.000 muertos, bombardeos sobre la infraestructura civiles del país, incluidos hospitales, centrales eléctricas y de agua, ataques a funerales y entierros, una epidemia de cólera, el bloqueo naval que impide la llegada de alimentos, millones de personas sin comida y casos de desnutrición infantil por todo el país… Una catástrofe humanitaria en Yemen.

El asesinato de un periodista en el consulado saudí de Estambul.

Son dos casos muy diferentes de responsabilidad de la monarquía saudí, en especial de su príncipe heredero Mohamed bin Salmán. El mundo ha respondido con el silencio ante la guerra civil de Yemen y la campaña de bombardeos saudíes, con la excepción del trabajo de las agencias humanitarias de la ONU.

La desaparición y probable asesinato del periodista exiliado Jamal Khashoggi ha suscitado una reacción muy diferente, sobre todo en EEUU. Donald Trump se ha visto obligado a hacer declaraciones sobre esta crisis en varias ocasiones y reconocer su gravedad. Senadores republicanos y demócratas han reclamado a la Casa Blanca una respuesta enérgica en forma de sanciones si se confirma que Khashoggi fue asesinado. Varios medios de comunicación y algunos empresarios se han retirado de una conferencia de negocios que se celebrará en Riad el 23 de octubre. El Gobierno turco intenta que la Casa Blanca obligue a los saudíes a reconocer lo que han hecho. Un exembajador estadounidense en Arabia Saudí ha dicho que está «seguro al 95%» de que Khashoggi ha sido asesinado.

De repente, el mundo ha descubierto que Bin Salmán, futuro monarca saudí, es capaz de cualquier cosa para silenciar una voz crítica en el extranjero, incluso hasta el punto de ordenar un crimen ejecutado en condiciones espeluznantes.

Aparentemente, la guerra de Yemen, la detención sin recurrir a los tribunales de decenas de políticos y empresarios en una investigación anticorrupción y la ofensiva contra Qatar no habían sido suficientes para desvelar el carácter autoritario y errático de MbS.

La existencia de un doble rasero a la hora de analizar la conducta de los gobiernos de Oriente Medio es tan evidente que no merece la pena insistir mucho en ella. El juego de alianzas siempre ha contado con mucha más importancia que los derechos humanos a ojos de los gobiernos. No es la única zona del mundo en que ocurre.

Hay varios factores que ayudan a entender, no a justificar, esta diferencia entre las muertes de Yemen y la del periodista exiliado. La más obvia es el peso económico de Arabia Saudí, como productor y exportador de petróleo y cliente de los países occidentales en la venta de armamento y la ejecución de obras públicas (en el caso de España, los ejemplos más recientes son las obras del AVE de La Meca y la venta de las corbetas).

Ni en los gobiernos de Obama o de Trump, la guerra de Yemen y el sufrimiento de la población civil supusieron un obstáculo para que EEUU y el Reino Unido vendieran a los saudíes los misiles guiados por láser utilizados en los bombardeos. España también lo ha hecho en menor medida, aunque el cargamento que tantos problemas ha supuesto al Gobierno de Pedro Sánchez aún no ha sido entregado.

Por muchos comunicados en favor de una solución pacífica a la guerra, lo cierto es que los países occidentales han hecho posible esta guerra, porque los saudíes no se atreven a utilizar tropas de tierra y necesitan la munición que vende Occidente para continuar con los bombardeos.

La Casa Blanca ha adoptado además la lógica con la que Riad justifica su campaña militar, su enfrentamiento con Irán, cuyo Gobierno presta ayuda a las milicias hutíes, aunque esa intervención iraní no está en el origen del conflicto.

El asesinato de Khashoggi es desde luego una demostración dramática de hasta qué punto Bin Salmán está dispuesto a utilizar los mismos métodos que las peores dictaduras de Oriente Medio del pasado. Por eso, ha sorprendido la osadía de MbS al enviar a Turquía a un equipo de verdugos para ocuparse del periodista. Varios de ellos han sido identificados como mandos militares de la Guardia Real y de los servicios de inteligencia. Ninguno hubiera viajado a Turquía sin la aprobación de los responsables de esas organizaciones, y por tanto de Bin Salmán.

Con las acciones de Rusia y China, los medios y los think tanks de EEUU podían alegar que se trataba de operaciones secretas llevadas a cabo por gobiernos preparados para desafiar a EEUU, en definitiva, sus enemigos. Con Arabia Saudí, no tienen esa excusa. Como dice Robert Kagan, alguien que nunca ha hecho ascos a las intervenciones militares norteamericanas en el exterior, ningún líder saudí habría ordenado algo así sin la seguridad de que Trump se ocuparía de impedir una condena internacional.

Esa pretensión de impunidad es la que más ha llamado la atención en muchos artículos en EEUU. Cualquier idea de que Washington y sus aliados son un factor de estabilidad en Oriente Medio ha quedado hecha pedazos en el consulado de Estambul. MbS ha hecho todo esto porque da por hecho que saldrá indemne, algo que ahora no está tan claro.

En una entrevista en CBS que se emite este domingo, Trump ha dicho que estaría muy «molesto y furioso» si se confirmara el asesinato de Khashoggi. Cuando le preguntan si habrá sanciones en ese caso, como han pedido senadores de ambos partidos, se echa atrás y saca el asunto de la venta de armamento. Viene a decir que otros países como Rusia y China estarían encantados de vender armas a Riad y que ese mercado está ahora a disposición de EEUU: «Boeing, Lockheed, Raytheon, todas esas compañías. No quiero perjudicar el empleo. No quiero perder esas ventas. Hay otras formas de castigar». No concreta cuáles.

Queda bastante claro que la presunción de MbS de que puede salirse con la suya no está tan desencaminada.

Trump y su yerno, Jared Kushner, han invertido mucho tiempo en fomentar su relación con MbS. El apoyo norteamericano fue decisivo para que su nombramiento como príncipe heredero fuera bien recibido en EEUU, a pesar de la destitución del anterior príncipe, Bin Nayef, que tenía una excelente relación con el Pentágono y la CIA por su papel en la guerra contra Al Qaeda. Ahora Trump y Kuhner aparecen como cómplices de un caso de terrorismo de Estado.

Ni siquiera cuando MbS se lanzó contra Qatar por no secundar a Arabia Saudí en su enfrentamiento con Irán, Trump dudó lo más mínimo en apoyarle. En Qatar se encuentra una base aérea fundamental para el despliegue militar de EEUU en Oriente Medio. Cuando el entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, intentó llevar a cabo una labor de mediación entre ambas partes, Trump lo desautorizó.

La desaparición de Khashoggi ha coincidido en el tiempo con el ataque al exespía ruso Sergéi Skripal en Reino Unido, que provocó la muerte de una mujer, cuya autoría se atribuye a una venganza de los servicios de inteligencia rusos y que ha provocado la adopción de sanciones contra Moscú. A ello hay que unir la reciente operación frustrada de varios espías rusos en Holanda. Resulta difícil aprobar sanciones contra Rusia y no hacerlo contra otro Estado dispuesto a ejecutar la eliminación física de un opositor en suelo extranjero, en un país que es miembro de la OTAN.

En Europa y EEUU, hay muchos exiliados que huyeron de dictaduras de Oriente Medio. Khashoggi era uno de ellos. Además, vivía en Washington y colaboraba en la sección de opinión de The Washington Post. Conocía a muchos periodistas norteamericanos y era considerada una voz moderada que en ningún caso pretendía provocar el derrocamiento de la monarquía saudí.

Los mismos periodistas que elogiaron hasta la exageración a MbS por sus proyectos de reformas económicas, que además ofrecen inmensas oportunidades de negocio a empresas occidentales, ahora se ven obligados a reconocer su error, o al menos a exigir que haya una respuesta firme. Obviamente, el hecho de que Khashoggi colaborara con un medio como The Washington Post refuerza su perfil. Por los ejemplos que daré luego, está claro que no todas las víctimas cuentan con la misma repercusión pública.

El dueño del Post, Jeff Bezos, fue uno de los empresarios que recibieron a MbS con los brazos abiertos en su gira por EEUU de hace unos meses. Ahora el periódico está haciendo una cobertura muy intensa sobre la suerte de su colaborador.

El columnista del NYT, Nicholas Kristof, es uno de los periodistas que han reaccionado escandalizados por lo ocurrido. En un artículo, no sólo reclama sanciones contra Arabia Saudí, sino que va más lejos: «América puede también dejar claro a la familia real saudí que debería buscarse otro príncipe heredero. Un príncipe loco que asesina a un periodista, secuestra a un primer ministro (por el libanés Hariri) y mata de hambre a millones de niños (en Yemen) no debería ser homenajeado en cenas de Estado, sino acabar en la celda de una prisión».

Existe entre los comentaristas de política exterior un sentimiento de haber sido traicionados por un príncipe al que concedieron con facilidad la etiqueta de reformista obviando la realidad del país en los últimos años. Lo definían como la mejor esperanza de su país para abandonar el fundamentalismo wahabí que ha inspirado a tantos yihadistas violentos por todo el mundo.

Algunos como David Ignatius, de The Washington Post, que acaba de escribir un emotivo perfil de Khashoggi destacando su valentía, han estado más de una década escribiendo artículos positivos sobre la monarquía saudí e ignorando la concepción teocrática que vulnera los derechos de las mujeres, la minoría chií y cualquier atisbo de oposición. En sus artículos, el país siempre estaba a punto de emprender un camino de reformas.

Había en EEUU pocos portavoces periodísticos más entusiasmados con MbS que Thomas Friedman, columnista del NYT, convencido de que con él la Primavera Árabe había llegado al país, un razonamiento absurdo porque las autoridades saudíes siempre consideraron que ese fenómeno era una amenaza para su existencia. Lo demostraron muy pronto.

Hace unos días, Friedman escribió un artículo para justificarse e intentar recordar que él también había criticado a MbS por los pasos dados «en los últimos meses».

Todos huyen del barco saudí en EEUU, precisamente con la responsabilidad de haber soplado sus velas durante tanto tiempo.

El carácter dictatorial de MbS había quedado claro mucho antes de que Khashoggi entrara en el consulado de Estambul. Loujain al-Hathloul, activista de 28 años en favor de los derechos de la mujer, fue detenida junto a otras mujeres unas semanas antes del fin de la prohibición de conducir un coche para las mujeres. Las arrestadas fueron señaladas en redes sociales como cómplices de Qatar.

Essam al-Zamil, economista, lleva un año en prisión por haber criticado el proyecto de salida a Bolsa de la empresa pública petrolífera Aramco. Ha sido acusado de pertenencia a una organización terrorista –por los Hermanos Musulmanes– y por estar en contacto con gobiernos extranjeros.

Salman al-Awdah, un conocido académico religioso, fue también encarcelado por negarse a escribir un tuit en apoyo de la política saudí contra Qatar. Por el contrario, decidió escribir en favor de la paz entre ambos países. Tras un año en confinamiento solitario, según su familia, la fiscalía ha pedido la pena de muerte contra él en un juicio que se celebrará en secreto.

No son los únicos casos. Sólo las organizaciones de derechos humanos y algunos medios de comunicación denunciaron estas detenciones. Como en el caso de Yemen, recibieron una atención escasa que quedaba oculta por la imagen que se había creado de un príncipe joven que se reunía con los responsables de Google, Amazon y otras empresas de Silicon Valley como parte de su estrategia de abrir Arabia Saudí a la economía mundial. Un tecnócrata que quería que su país abandonara el fundamentalismo teocrático para entrar en el siglo XXI.

La desaparición de Jamal Khashoggi ha puesto fin a esa ficción.

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