Laboratorios secretos y conspiraciones biológicas en la guerra rusa de propaganda

Una vez que George Bush y Dick Cheney decidieron en 2002 invadir Irak, el camino más recto para justificar la guerra fue denunciar el arsenal prohibido en poder del régimen de Sadam Hussein. Incluía la fabricación de armas químicas y biológicas y un programa de armas nucleares que podía estar cerca de alcanzar su objetivo. Las tres afirmaciones eran falsas. También se sostuvo que la inteligencia iraquí tenía contactos desde años atrás con Al Qaeda. Esa premisa también era falsa.

Las autoridades rusas están aplicando un manual similar. Vladímir Putin ordenó la invasión de Ucrania para impedir por la fuerza que su Gobierno se aleje de forma irreversible de la influencia de Moscú. En términos de propaganda, eso no era suficiente. De ahí que las autoridades y los medios gubernamentales rusos describan al Gobierno de Kiev como un grupo de nazis –que resulta que están dirigidos por un judío rusohablante como Volodímir Zelenski– que reprimen a los considerados como rusos étnicos. Pero aún necesitaban más. Ahí es donde aparecen los laboratorios biológicos, un recurso que ya se empleó con Georgia hace unos años y que ahora ha tenido una segunda vida.

En la propaganda, nunca se tira nada a la basura. Algún día volverán a necesitarla. Y eso es lo que ha sucedido ahora con la guerra de Ucrania.

La acusación de que EEUU contaba con centros de investigación de armas biológicas no se inició con la invasión. El diario Izvestia ya publicó en mayo de 2021 que EEUU contaba con “ocho laboratorios biológicos” en Ucrania como parte de un programa que se llevó a cabo entre 2005 y 2014 y que se reanudó en 2016. Eso no tiene mucho sentido, porque entre 2010 y 2014 el presidente ucraniano era Viktor Yanukóvich, un político prorruso que nunca hubiera permitido esa presunta amenaza sobre Moscú.

En realidad, acusaciones similares se hicieron en 2015 cuando el primer canal de la televisión rusa afirmó que decenas de miles de cerdos habían muerto en Ucrania y Georgia por una misteriosa enfermedad. Un año antes, un organismo público dijo que Georgia había introducido la peste porcina africana en Rusia. En ambos casos, se apuntaba como responsables a centros de investigación científica financiados por EEUU, aunque ese brote de peste porcina se había producido muchos años atrás, en 2007.

En agosto de 2021, Nikolai Patrushev, uno de los políticos más cercanos a Putin desde el inicio de su presidencia y actual secretario del Consejo de Seguridad, denunció en una entrevista la existencia de una misteriosa red de laboratorios cerca de las fronteras de Rusia y China con otros países. Le preguntaron si creía que los norteamericanos los estaban utilizando para desarrollar armas biológicas. Patrushev respondió: “Tenemos buenas razones para creer que se trata de eso”.

El programa de cooperación entre Ucrania y EEUU iniciado en 2005 es real. Al igual que con otros países del mundo, Washington financia centros de investigación científica de enfermedades zoonóticas que afectan a seres humanos o al ganado. Existen también en países cuyos gobiernos son buenos aliados de Moscú, como Kazajistán y Azerbaiyán. Forman parte del Programa de Cooperación para la Reducción de Amenazas, un organismo del Pentágono que empezó a funcionar en 1991 para ocuparse del desmantelamiento de los programas de armas de destrucción masiva en las antiguas repúblicas de la URSS.

En enero de este año, el departamento difundió un vídeo de cinco minutos con el fin de responder a las acusaciones rusas. Posteriormente, el Gobierno ucraniano informó de que esos centros que cuentan con la ayuda norteamericana dependen de su Ministerio de Sanidad y de los organismos que se responsabilizan de la seguridad alimentaria y las enfermedades infecciosas.

La embajada de EEUU en Kiev tiene información en su página web sobre el alcance de esa colaboración en la lucha contra los patógenos, que durante la pandemia se ha centrado en prestar ayuda sobre el Covid. Si alguno de esos activos se hubiera empleado en ese país para la investigación de armas biológicas sería no ya arriesgado, sino casi suicida. Ucrania no cuenta con ningún laboratorio que tenga un nivel de seguridad BSL-4 y sólo uno con el de BSL-3. Si EEUU estuviera violando los tratados internacionales que ha firmado por esas armas, los centros de investigación dedicados a ello estarían localizados en su territorio bajo fuertes medidas de seguridad, no desperdigados por Europa y Asia Central.

El Ministerio ruso de Defensa afirmó hace unos días que los laboratorios situados en Kiev, Járkov y Odesa tenían como misión “estudiar la posibilidad de propagación de infecciones especialmente peligrosas a través de las aves migratorias, entre ellas la gripe H5N1, altamente patógena”. Según esa versión, que no explicaba cómo habían tenido acceso a los datos, se investigó con dos especies de aves migratorias, “cuyas rutas pasan principalmente por Rusia, y también se recogió información sobre las rutas migratorias a través de los países de Europa del Este”.

En caso de inocular un patógeno a un grupo de aves, no habría ninguna garantía de que esa enfermedad no pusiera en peligro a la propia Ucrania y a muchos países europeos, como se ha puesto en evidencia con la alta propagación del Covid.

Para utilizar a una especie de la que se ha hablado mucho durante la pandemia, el Ministerio ruso también se refirió a supuestos experimentos con murciélagos “como portadores de potenciales agentes de armas biológicas”.

En 2018, Rusia también hizo acusaciones parecidas sobre la existencia de centros de este tipo en Georgia, donde se dijo que habían muerto treinta personas a las que se había utilizado “como cobayas”, según declaraciones públicas de altos mandos del Ejército. Un equipo de BBC visitó las instalaciones y no encontró nada de lo que había denunciado Moscú. Lo que se había dirigido desde allí fue un programa para luchar contra la hepatitis C en el que se trataron con éxito a unas 36.000 personas con fármacos autorizados en EEUU desde 2013 y 2014. En una treintena de los casos más graves de la enfermedad, los medicamentos no fueron suficientes y los pacientes fallecieron.

El republicano Marco Rubio preguntó el 8 de marzo en el Senado a una alto cargo del Departamento de Estado si Ucrania tiene armas químicas o biológicas. “Ucrania cuenta con instalaciones de investigación biológica, por lo que de hecho estamos bastante preocupados ante el riesgo de que tropas rusas intenten hacerse con su control”, respondió Victoria Nuland, subsecretaria de Estado para Asuntos Políticos. La definición genérica que hizo Nuland se ajustaba a las características de esos centros. Como no desaprovechó la oportunidad de utilizarla para atacar a Rusia y alertar de sus intenciones, sus palabras fueron utilizadas después para probar lo contrario.

Nuland ya demostró que es una feroz enemiga de Rusia en la crisis ucraniana de 2014, cuando ocupaba un cargo similar en el Gobierno de Obama. Podría haberse limitado a explicar las características de esos centros, pero quiso introducir un elemento de alarma con el objetivo de dañar la imagen de Moscú. También es cierto que si se hubiera limitado a desmentir las acusaciones, los rusos no se habrían echado atrás. Llevan ya unos cuantos años invirtiendo en esa línea de propaganda.

Para la portavoz del Ministerio ruso de Exteriores, Maria Zakharova, sus palabras fueron suficientes para confirmar la existencia de “actividades criminales” de EEUU en Ucrania. Lo mismo dijo hace una semana Tucker Carlson, uno de los presentadores más influyentes de Fox News y un habitual de las teorías de la conspiración de la derecha norteamericana contra los demócratas. Y también el hijo mayor de Donald Trump, para el que la trama ha pasado “de teoría de la conspiración a hechos”.

Eso animó aun más a las cuentas en redes sociales relacionadas con la extrema derecha o las conspiraciones antivacunas que sostienen sin pruebas que los rusos han atacado todos esos centros de investigación desde el inicio de la guerra, lo que para ellos probaría que existen y que son peligrosos. Llegan a afirmar que los mapas de los ataques rusos en Ucrania marcan precisamente los lugares en que están los laboratorios.

Evidentemente, Rusia no es el único país que puede presentar alegaciones sin evidencias sólidas. La portavoz de la Casa Blanca advirtió el 10 de marzo de que Moscú puede lanzar ataques con armas químicas o biológicas en Ucrania. No ofreció pruebas que respaldaran esa sospecha. Sí afirmó que Rusia “mantiene un programa de armas biológicas que viola el Derecho internacional” y citó la intervención rusa en la guerra de Siria en la que el Gobierno de Asad utilizó armas químicas contra zonas controladas por sus enemigos.

En el mundo de las conspiraciones, raramente es necesario presentar todas las pruebas. Es suficiente con lanzar una hipótesis plausible, incluso aunque no sea muy creíble, y obligar al contrincante a que presente las pruebas que demuestren su inocencia. En una guerra y para justificar una invasión –como hicieron los norteamericanos en Irak–, lo importante es definir al enemigo como responsable de los crímenes más despreciables y asegurar que cualquier respuesta, incluida la invasión de un país, está justificada para impedir que se cometan. Es lo que está haciendo ahora Rusia y es la forma habitual en que los agresores se presentan como víctimas.

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Cuando la propaganda de Putin en televisión se topa con una sorpresa

No hay margen para la disidencia o las dudas en las televisiones de Rusia. Los canales de los medios públicos y privados se atienen a las órdenes del Kremlin sobre la invasión de Ucrania, la guerra que no se puede llamar guerra, sino «operación militar especial». Cuando se utilizan imágenes o se dan noticias que evocan necesariamente lo que es una guerra, se explica que la función del Ejército es defender a los habitantes de las repúblicas del Donbás en el este del país o acabar con «los nazis» que controlan Ucrania, en la línea de los discursos de Vladímir Putin.

Pero la máquina propagandística más perfecta puede quebrarse en momentos puntuales. Eso es lo que ha ocurrido en los últimos días en dos programas de cadenas públicas que ofrecieron opiniones que no son permitidas por el discurso oficial.

En el primer programa, emitido el 9 de marzo en Zvedva TV, un canal oficial del Ministerio de Defensa, un militar en la reserva de la Armada se salió del guion e hizo una referencia indirecta a las bajas que está sufriendo el Ejército en Ucrania. No lo hizo en un sentido crítico, pero la simple mención provocó una respuesta rápida e indignada del presentador.

«El hecho de que haya muchas personas aquí que han estado desde las campañas de Afganistán y Chechenia, y en el Donbás», dice Vladímir Eranosianv, que aparece vestido de uniforme. «Nuestros chicos están allí, y la gente de Donetsk y Lugansk y nuestros chicos de la operación especial están muriendo ahora y nuestro país…».

El presentador le corta. Sale de detrás de la mesa y con gesto enérgico y le dice que se calle. «No, no, no, no, no quiero escuchar eso. ¡Pare! ¿Quiere parar? ¡Ya basta!». Eranosianv sigue hablando e insiste en que «están muriendo»: «Quiero levantarme y conmemorar con un minuto de silencio a esos chicos que están luchando por Rusia en el Donbás».

Pretende homenajear su sacrificio, que es algo que el presentador no va a tolerar desde el momento en que le ha escuchado que hay soldados muriendo. Esa información no se consiente en televisión. «¿Puede parar ya? Yo le diré lo que están haciendo nuestros chicos. Nuestros chicos están destruyendo la basura fascista. Déjeme terminar. Es un triunfo de las armas rusas y del Ejército ruso. Es el renacimiento de Rusia».

El Ministerio ruso de Defensa reconoció el 2 de marzo que 498 militares rusos habían muerto hasta el séptimo día de guerra, a los que había que sumar 1.597 heridos. Desde entonces no se han dado a conocer más cifras. El hecho de que el Ejército reconociera un número significativo de bajas en solo una semana en la que los planes de invasión estaban lejos de haber cumplido sus objetivos no era suficiente como para que se pudiera hablar del tema en un programa televisivo en directo, ni siquiera para ofrecerles ese reconocimiento.

Opiniones aún más pesimistas se han escuchado en un programa más relevante que se emite en ‘prime time’ en el primer canal de la televisión pública Rusia-1 y que presenta Vladímir Soloviev. Con entrevistas a políticos y analistas, está dedicado a la situación de Ucrania desde febrero y ha aumentado sus días de emisión. Soloviev se autodefine como un patriota convencido de que Putin ha recuperado el orgullo ruso. No tiene problemas en cambiar sus puntos de vista para acomodarlos a lo que mande el Gobierno. Es propietario de una villa en el Lago Como, en Italia, que ha sido incautada por la policía italiana en aplicación de las sanciones contra los empresarios cercanos a Putin.

Los invitados al programa no suelen desviarse de las orientaciones del Kremlin. Hasta ahora. En uno de los últimos, se encontraba el cineasta Karen Shakhnazarov, habitual en las tertulias políticas, que siempre se ha posicionado en favor del Gobierno de Putin. En 2014, firmó un manifiesto del mundo de la cultura que apoyaba las decisiones del presidente sobre Ucrania y Crimea. Es miembro de la Cámara Cívica de Rusia, un organismo consultivo de 168 miembros creado por Putin en 2005 que debate y elabora informes sobre los proyectos de ley que se aprobarán en el Parlamento.

Shakhnazarov se mostró sorprendentemente derrotista sobre los planes de Putin en Ucrania, viniendo su opinión de un destacado integrante de la élite cultural. «No veo muchas posibilidades de desnazificación en un país tan enorme. Necesitaríamos enviar un millón y medio de soldados para controlarlo. Al mismo tiempo, no veo que haya allí un poder político que pueda situar a la sociedad ucraniana en una dirección prorrusa. Los que hablan de su sentimiento de apoyo masivo a Rusia no ven las cosas de la forma en que son en realidad».

Sus opiniones cuestionan uno de los elementos esenciales de la versión oficial, según la cual los ucranianos desean seguir ligados a Rusia por razones políticas, históricas y culturales. Además, crea alarma entre los espectadores que han creído que se trata de una operación limitada que culminará pronto con éxito. Ligarla a un despliegue masivo y poco realista –las Fuerzas Armadas cuentan con cerca de un millón de integrantes en su personal activo– es una invitación a que la gente dude de su éxito.

«Lo más importante ahora ante este escenario es poner fin a nuestra acción militar», dijo Shakhnazarov. «Algunos han dicho que las sanciones (contra Rusia) van a continuar en el tiempo. Sí, continuarán, pero en mi opinión interrumpir la fase activa de la operación militar es muy importante».

Otros invitados del programa fueron también muy pesimistas sobre las consecuencias de la guerra en la sociedad rusa. Andréi Sidorov, vicedecano de la facultad de Ciencia Política de la Universidad Estatal de Moscú, advirtió del impacto del aislamiento económico de Rusia. «Para nuestro país, este periodo no será fácil. Será muy difícil. Podría ser incluso más difícil que lo que fue para la Unión Soviética desde 1945 hasta los años sesenta», comentó, recordando una etapa de penurias económicas posterior a la guerra. Sidorov lo justificó por el hecho de que Rusia está ahora más integrada en la economía global que la URSS y que depende más de las importaciones.

Los invitados sí se unieron al mensaje del Gobierno al acusar a Estados Unidos de ser el principal responsable de la guerra. Pero por otro lado admitieron que las sanciones tendrán consecuencias duraderas en forma de aumento del desempleo y de los precios. Al afirmar que esa operación norteamericana estaba «perfectamente planificada», no ocultaban que quizá el Gobierno ruso debería habérselo pensado dos veces antes de morder ese supuesto anzuelo. Y esto último no está en la versión oficial del Kremlin, por la que Putin controla los acontecimientos y tiene todas las cartas en su mano para salir triunfador.

En la misma línea, Semyon Bagdasarov, diputado de la Duma y experto en Oriente Medio, precisó que Rusia aún no ha sufrido el impacto real de las sanciones y que los ciudadanos deben estar preparados para «un aislamiento total», porque nunca se han aplicado en el mundo sanciones tan duras, una perspectiva escasamente prometedora. También dijo que Ucrania es una especie de trampa en la que no hay que permanecer mucho tiempo. «¿Necesitamos meternos en otro Afganistán o algo incluso peor? Hay más gente (en Ucrania) y ellos están más avanzados en el uso de armas. No necesitamos eso».

Cualquier comparación de la guerra de Ucrania con Afganistán tiene repercusiones sombrías en la opinión pública rusa. Recordar una década, la de los ochenta, de constantes combates contra los muyahidines que no pudieron ser derrotados a pesar de la superioridad militar rusa sirve para avisar de la posibilidad muy real de que el Ejército se vea abocado en Ucrania a años de lucha contra un movimiento insurgente que no se rendirá.

Estas opiniones no son las más frecuentes en el programa de Soloviev ni en otras cadenas. Al menos, ofrecen un apunte del inicio de las discrepancias entre políticos y expertos sobre el futuro de la guerra y crean una fisura en lo que es un frente propagandístico destinado a defender las medidas del Gobierno. El mensaje permanente en televisión es que Ucrania es un país gobernado por fascistas –y «drogadictos», según dijo Putin– que oprime a la minoría prorrusa y que podría llegar a contar con armas nucleares.

La inmensa mayoría de los medios audiovisuales independientes se ha visto obligada a cerrar sus emisiones después de que el Parlamento apruebe una ley que castiga hasta con quince años de prisión la difusión de «noticias falsas». Es el Gobierno el que decide cuáles son falsas.

Una encuesta independiente realizada en la primera semana de marzo reveló que el 58% de los rusos apoya las decisiones de Putin en Ucrania y que un 23% la rechaza. Las empresas de sondeos relacionadas con el Gobierno elevan el porcentaje de apoyo al 70%. Ambas cifras están muy lejos del 90% que se mostró a favor de la anexión de Crimea en 2014.

Soloviev, que aparece en el estudio con un portátil que lleva una gran Z pegada a su cubierta, cumple habitualmente con su cometido, por ejemplo cuando esta semana ha afirmado en su programa que el bombardeo de un hospital en Mariúpol no existió y que fue escenificado por los ucranianos. Es seguro que la próxima vez elegirá mejor a sus expertos para que no le den más sustos.

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Una zona de exclusión aérea en Ucrania es una forma de acercar al mundo a una guerra nuclear

El presidente ucraniano reclama a los países de la OTAN una ayuda militar específica con la que hacer frente a los ataques aéreos rusos. El problema es que supondría una intervención que pondría al mundo al borde de una guerra que podría ser nuclear. En una rueda de prensa, Volodímir Zelenski insistió el jueves en pedir que la OTAN imponga una zona de exclusión aérea sobre Ucrania. «¿Cuánto tiempo necesitan? ¿Cuántas brazos, piernas y cabezas deberían ser cortadas para que lo entiendan? Si no tienen la fuerza necesaria para facilitar una zona de exclusión aérea, entréguenos aviones. ¿No sería justo?».

Esa es una escalada militar al máximo nivel que Europa y EEUU no están en condiciones de suscribir por los riesgos que comporta. El secretario general de la OTAN respondió a esa petición el viernes. «No vamos a entrar en Ucrania, sea por tierra o por su espacio aéreo», dijo Jens Stoltenberg. «Comprendemos la desesperación, pero también creemos que acabaríamos con algo que podría ser una guerra total en Europa que implicaría a varios países».

Stoltenberg admitió que el asunto se había discutido en la última reunión de la OTAN, pero que «los aliados estuvieron de acuerdo en que no debería haber aviones de la OTAN en el espacio aéreo ucraniano».

Una zona de exclusión aérea no consiste en una simple prohibición de que sobrevuelen aviones o helicópteros en una zona. Supone una intervención militar directa que obliga a patrullar sus cielos y derribar a cualquier aparato que desobedezca las órdenes de abandonar de inmediato ese espacio. Casi de forma inevitable, acarrearía el riesgo de enfrentamiento entre aviones rusos y norteamericanos.

Los aviones de la OTAN deberían estar situados en los países limítrofes con Ucrania, por ejemplo Polonia, para poder despegar desde allí y cumplir con su misión. Esos aeropuertos serían por tanto un objetivo claro para los ataques rusos de respuesta. Resulta ingenuo o irreal suponer que la Fuerza Aérea rusa no respondería a la decisión con medidas ofensivas.

Los países occidentales han impuesto zonas de exclusión aérea en varias guerras, siempre con la intención de impedir la victoria de uno de los bandos enfrentados. Fue el caso de Bosnia entre 1993 y 1995, Irak después de la guerra de 1991, y Libia en 2011. En el primer y tercer caso, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU daba cobertura a la decisión. En ninguno de ellos, el adversario contaba con una fuerza suficiente como para contestar esa decisión ni evidentemente tenían armas nucleares en su arsenal.

«Es equivalente a (declarar) una guerra», ha dicho el general norteamericano Philip Breedlove, comandante del Mando Supremo de la OTAN entre 2013 y 2016. «Si vamos a declarar una zona de exclusión aérea, tendremos que eliminar la capacidad de fuego del enemigo que pueda afectar a nuestra zona de exclusión aérea».

El debate frustrado desde el inicio por sus escalofriantes consecuencias ayuda a entender mejor la decisión de Vladímir Putin de poner en estado de alerta a sus fuerzas nucleares hace unos días, aunque de forma deliberadamente ambigua. No significa que el uso de esas armas esté siendo realmente considerado por Moscú, sino que se trataba de dejar claro algo de lo que en Europa y EEUU son muy conscientes. Cualquier enfrentamiento entre fuerzas militares de Rusia y la OTAN tiene el potencial de convertirse en una guerra nuclear.


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Las sanciones económicas nunca han parado a un Ejército en una invasión

En las veinticuatro horas posteriores al anuncio de que Vladímir Putin reconocía la independencia de dos provincias ucranianas, EEUU, Reino Unido y los países de la UE compraron 3,5 millones de barriles de petróleo y productos refinados a Rusia por valor de 350 millones de dólares, según Javier Blas, de Bloomberg. El periodista añadió el cálculo de otros 250 millones por el gas ruso exportado ese día, además de decenas de millones en otras materias primas, como aluminio, carbón, níquel o titanio. Por tanto, después de que Putin tomara una medida que violaba el Derecho internacional y las fronteras de Europa, además de ser un aviso sobre la guerra inminente, la factura de las relaciones comerciales de Rusia con Occidente superaba con mucho los 700 millones de dólares diarios. Es una relación económica casi imposible de romper.

Resulta difícil imponer sanciones económicas a un país que es uno de los principales suministradores de materias primas a Europa, en especial gas y petróleo. Los fondos obtenidos por su exportación han permitido a Rusia aumentar las reservas del país hasta superar los 600.000 millones de dólares, además de modernizar las Fuerzas Armadas, las mismas que ahora avanzan sobre territorio ucraniano. Putin está empleando esos fondos facilitados por EEUU y Europa para crear la mayor crisis internacional en territorio europeo desde 1945. Son las reglas del mercado.

En la última década, se ha repetido en varias ciudades europeas que uno de los factores que podía contener al Gobierno de Putin es que la economía rusa estaba totalmente conectada con las del resto del mundo. No puedes atacar a los países que son tus mejores clientes. En 2014, Putin demostró con la anexión de Crimea que esa dependencia mutua no le impediría tomar las medidas que creyera oportunas para defender la posición de Rusia. En 2022 ha vuelto a ocurrir.

«Son sanciones duras», dijo Joe Biden el jueves al anunciar nuevas medidas contra Moscú. «Tengamos esta conversación dentro de un mes para ver si están funcionando». Para entonces, puede que ya no quede mucho del Ejército ucraniano.

Lo más llamativo de la rueda de prensa del presidente de EEUU fue que admitió que las sanciones no afectaban directamente a la principal fuente de ingresos de la economía rusa. «En nuestro paquete de sanciones, hemos decidido específicamente permitir los pagos de exportaciones de energía. Estamos vigilando de cerca los suministros de energía para comprobar si se producen alteraciones».

Traducción: queremos sancionar a Rusia, pero también necesitamos que los precios de los combustibles y del gas de uso doméstico e industrial no alcancen cotas prohibitivas. Son dos objetivos que no son fáciles de compatibilizar.

«El objetivo es ir a por los grandes bancos (rusos) sin castigar por completo a los mercados globales de energía», ha dicho un alto cargo del Departamento de Estado norteamericano, que afirma que mantener bajo el precio del petróleo, una de las mayores exportaciones rusas, servirá para que Putin no se beneficie del aumento de precios. Putin «podría vender la mitad de su producto, pero al doble de precio», dijo Amos Hochstein. «No sufriría las consecuencias, mientras que EEUU y nuestros aliados sí. Eso no es una victoria. Es un fracaso».

Se trata de una forma de ocultar que por encima de todo la prioridad es defender el interés propio. Evidentemente, impedir una escalada del precio del petróleo y gas beneficia a los gobiernos de EEUU y Europa por su previsible impacto en una inflación que ya alcanza dígitos no vistos en las últimas décadas. El riesgo no es menor: una segunda recesión en los últimos tres años.

El jueves, día del inicio de la invasión, el precio del barril de crudo Brent llegó a superar los 100 dólares, pero luego descendió y el viernes cerró en 94 dólares, una cifra similar a los días anteriores al conflicto. Los presupuestos del Estado en España para 2022 parten de la premisa de un precio medio del barril de 60 dólares.

EEUU y la UE han centrado las sanciones más fuertes en los dos mayores bancos rusos, Sberbank y VTB Bank. El Departamento del Tesoro de EEUU afirmó que el 80% de las transacciones financieras globales en divisas de las entidades financieras rusas se hacen en dólares, con lo que las restricciones les supondrán serias consecuencias. Como las sanciones están concebidas para que no dañen el suministro energético a Europa, se autoriza a que los pagos por las importaciones de gas ruso se hagan a través de instituciones financieras que no sean norteamericanas y que no estén afectadas por las sanciones, por ejemplo, bancos europeos. Putin seguirá cobrando por su gas y petróleo, aunque no a través de sus bancos.

En el plano simbólico, los gobiernos europeos están muy cerca de imponer sanciones personales contra Putin y su ministro de Exteriores Lavrov con las que congelar sus activos en el exterior. Ambos cuentan con bienes suficientes en Rusia para que esa decisión no les afecte demasiado. La fortuna personal del presidente ruso es imposible de cuantificar. Si cuenta con propiedades en el extranjero, están registradas a nombre de familiares, amigos o sociedades pantalla.

Una medida más radical sería expulsar a Rusia del registro internacional de pagos Swift. Eso impediría cualquier pago de importaciones de productos rusos. El ministro francés de Economía dijo el viernes que esa sería la última medida de castigo que se tomaría. Alemania e Italia no la han aceptado hasta ahora. El ministro de Exteriores, José Manuel Albares, afirmó que es una decisión que aún no se ha discutido a fondo y que España estaría a favor de adoptarla.

Ucrania exige el veto a Rusia en Swift. «Todos los que duden ahora sobre si Rusia debería ser expulsada de Swift tienen que comprender que la sangre inocente de hombres, mujeres y niños en Ucrania manchará también sus manos», ha escrito el ministro ucraniano de Exteriores.

La expulsión de Swift tuvo graves consecuencias para la capacidad de Irán de exportar petróleo y recibir el pago correspondiente. No está claro su impacto en una economía de las dimensiones de la rusa, que además podría contar con la colaboración de China para organizar sus transacciones financieras. Pero en la práctica haría imposible que los países europeos pudieran pagar las importaciones de gas ruso. Su exportación tendría que interrumpirse y eso tendría efectos dramáticos en el suministro de gas a los hogares europeos. Europa recibe de Rusia el 40% de su consumo total de gas. Qatar, uno de los grandes productores, ya ha avisado que no está en condiciones de ocupar el hueco que dejaría el fin de esas importaciones.

La medida confirmaría además que Swift, que es ejecutado desde Bélgica, se puede convertir con facilidad en un arma de la política exterior de EEUU, como ya se comprobó con las sanciones a Irán. Eso aceleraría la consolidación de otros sistemas de pagos que no se harían en dólares, algo que no conviene a Washington.

Mientras en la superficie las tropas rusas intentan acabar con la resistencia ucraniana, por debajo los oleoductos siguen haciendo su trabajo. Por dura que sea la retórica europea contra Putin, el negocio no se detiene. Después del fuerte incremento del precio del gas en el primer día de la guerra, el viernes tuvo un claro descenso, superior al 30%, hasta caer a 90 euros el megavatio hora. La previsión para el sábado es que se alcance el más alto nivel de suministro ruso a Europa de los últimos dos meses.

Como dice Javier Blas, «capitalismo en tiempos de guerra». Europa dice que plantará cara a Putin, y lo dice en los términos más rotundos, pero al final necesita su gas.

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Siete mil palabras para entender la visión imperial de Putin

No es habitual que el presidente de un país publique un artículo de 7.000 palabras para explicar su visión sobre un conflicto internacional y que dedique una buena parte de él a sus orígenes históricos varios siglos atrás. Es lo que hizo Vladímir Putin en julio de 2021 con el título «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos». El texto se envió a todos los miembros de las Fuerzas Armadas rusas en un claro aviso de que algún día tendrían que asumir la misión de defender esa interpretación de la historia. Putin reiteró sus ideas el pasado lunes en el discurso televisado con el que anunció el reconocimiento de la independencia de dos provincias del Este ucraniano.

Para sustentar su firme convicción de que el Gobierno ucraniano no tiene derecho a tomar decisiones políticas que contradigan las ideas en las que se apoyó el imperio ruso a lo largo de siglos, Putin afirma que «rusos y ucranianos forman un solo pueblo». La soberanía ucraniana y sus fronteras reconocidas internacionalmente desde la desaparición de la Unión Soviética son elementos secundarios. «En primer lugar, quiero destacar que el muro que se ha levantado entre Rusia y Ucrania en los últimos años, entre las partes de lo que es esencialmente el mismo espacio histórico y espiritual, son en mi opinión una gran desgracia y tragedia», escribe Putin.

El presidente ruso ha acusado a los países occidentales en numerosas ocasiones de debilitar y aislar a Rusia a través de la ampliación de la OTAN a Europa del Este desde los años noventa. Pero el mayor responsable en tiempos contemporáneos de lo que él llama una tragedia es la revolución bolchevique de 1917, junto a las decisiones tomadas en la formación de la URSS. El lunes, lo reiteró en los términos más claros: «Comenzaré con el hecho de que la Ucrania moderna fue totalmente creada por Rusia o, por ser más precisos, por la Rusia bolchevique y comunista». Lenin es descrito como el responsable de la creación de una federación de repúblicas a las que se reconocía el derecho teórico a la secesión.

El comunismo creó una estructura estatal falsa «que aseguraba la existencia de tres pueblos eslavos separados, rusos, ucranianos y bielorrusos, en vez de una gran nación rusa», escribe en el artículo de 2021. Califica ese hecho como de «robo a Rusia».

Putin no acepta que la voluntad democrática de los ciudadanos de esos tres países pueda vulnerar esa realidad preexistente. Por eso, no menciona el referéndum celebrado en Ucrania en 1991. Con una participación del 84% de los votantes, más del 90% votó a favor de la independencia del país.

La visión imperial de Putin se remonta a los tiempos en que aún no existía Moscú. Viaja mil años atrás para recordar la Rus de Kiev, la federación de tribus eslavas iniciada a finales del siglo IX, cuya mayor extensión alcanzó desde el Mar Báltico hasta el Mar Negro, y que fue finalmente aniquilada por la invasión mongol en el siglo XIII. La religión cristiana ortodoxa cobra un papel esencial en esa comunión cultural y «aún determina hoy en gran parte nuestra afinidad» entre rusos, ucranianos y bielorrusos.

Putin se refiere a hechos históricos probados a los que suma una interpretación mítica de los orígenes de Rusia, un mecanismo de interpretación y manipulación de la historia que ha existido en la mayoría de las naciones europeas. La diferencia es que Putin cree firmemente en ello y fundamenta su política en esa visión del pasado. Por encima de los votos de los ciudadanos en el presente, está la historia y la religión. Ni siquiera las fronteras actuales tienen más valor que el mito sobre el que se ha construido la nación.

La identidad ucraniana no es ya un factor secundario para él, sino que ni siquiera existe o sólo existe para socavar los intereses de Rusia, entendida no como un Estado moderno, sino como una herencia cultural irrenunciable. Putin se muestra despectivo con la idea de Ucrania y llega a decir que el nombre del país procede de la vieja palabra rusa ‘okraina’, que significa periferia, que dice que «aparecía en textos del siglo XII para referirse a territorios fronterizos».

Para justificar la agresión militar iniciada este jueves, Moscú alega que los ciudadanos rusohablantes de Ucrania son atacados en su país y merecen ser defendidos. «No sería una exageración decir que el camino de la asimilación forzada, la formación de un Estado ucraniano étnicamente puro y agresivo hacia Rusia, es comparable a las consecuencias del uso de armas de destrucción masiva contra nosotros», escribe en julio.

Como ha ocurrido en otros conflictos en los países surgidos de la antigua URSS, como Georgia y Moldavia, Putin se arroga el papel de defensor de esas minorías e impone la soberanía limitada de sus gobiernos a la hora de tomar decisiones sobre política exterior y de defensa.

«Putin no puede imaginar que Ucrania no sea parte de la esfera rusa de intereses. Cree que algún día habrá un cambio en la élite política de Ucrania y que Ucrania volverá a Rusia», ha dicho Vigaudas Usackas, un exministro lituano de Exteriores que se reunió con Putin en varias ocasiones cuando era representante de la Unión Europea en Moscú. Por eso, resulta esencial impedir que Occidente aumente su influencia en Kiev a través del ingreso del país en la UE o en la OTAN. Eso supondría alcanzar un punto de no retorno que alejaría a Ucrania para siempre de la órbita rusa.

La gran paradoja es que el ataque militar a Ucrania reforzará aun más los sentimientos nacionalistas ucranianos, como ya ocurrió en 2014, además de convencer a la inmensa mayoría de sus ciudadanos de que Rusia es la mayor amenaza a la supervivencia política y cultural de su país. Al igual que ha ocurrido con otros imperios, el intento de emplear la fuerza militar para sofocar los desafíos a los intereses de la metrópoli sólo servirá para impulsar a sus adversarios.

Sin embargo, en el plano interno Putin mantendrá su posición como gran salvador de Rusia, el único capaz de hacer frente a la humillación sufrida por el país cuando dejó de ser una superpotencia imperial y pasó en los años noventa a convertirse en un mendigo del que Occidente se aprovechó sin recato. Todo desafío a su autoridad será considerado como un desafío a la nación, un elemento esencial en cualquier sistema político autoritario.

Toda la carrera política de Putin ha tenido como gran objetivo revertir las consecuencias de la ruptura de la URSS y la creación de nuevos países independientes liberados del control de Moscú. Con países como Kazajistán, al que envió tropas rusas hace unas semanas para asegurar la supervivencia del Gobierno, le vale con mantener intensas relaciones políticas y económicas. Con Ucrania y Bielorrusia, es diferente. Forman parte del imaginario histórico del imperio ruso. No puede tolerar que abandonen la tutela de Moscú.

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La muerte lenta de Afganistán

Lo que está ocurriendo en Afganistán es un ejemplo de castigo colectivo a la población del país, escribe Larry Elliott. La ruptura de las relaciones económicas con Occidente después de la victoria de los talibanes y la interrupción de la ayuda procedente de instituciones internacionales han condenado a los afganos a una muerte lenta en el que es uno de los países más pobres de Asia:

«En su momento, era obvio que esta retirada de ayuda exterior económica, que suponía casi la mitad del PIB afgano en 2020, tendría un impacto desastroso, y así ha ocurrido.

Mientras el comercio ilegal de opio continúa siendo importante, el resto de la economía prácticamente ha sufrido un colapso. Las empresas han despedido a una media del 60% de sus trabajadores. El precio de los alimentos básicos ha subido un 40%. Más de la mitad de la población necesita ayuda humanitaria y el nivel de pobreza es del 90%. Con mucha diferencia, son los mayores niveles de angustia que se viven en cualquier lugar del mundo. Unicef calcula que más de un millón de niños afganos están en riesgo de morir por malnutrición o enfermedades relacionadas con el hambre».

Elliott cuenta que sí está ayudando alguna ayuda humanitaria de agencias de la ONU y algunas organizaciones benéficas, pero en cantidades absolutamente insuficientes. Calcula que ese montante está en torno al 10% de los 8.500 millones de dólares que el país recibía cada año antes de la llegada de los talibanes al poder.

El desastre económico ha hecho que los que puedan abandonen Afganistán cuanto antes. Desde octubre hasta enero, un millón de afganos han salido del país con destino a Irán a través de dos pasos fronterizos. Otros parten hacia Pakistán. La UE prometió hace unos meses mil millones de dólares, pero el intento de no fortalecer al Gobierno talibán ha hecho que la entrega de la ayuda no haya empezado realmente.

Foto: reparto de ayuda humanitaria por una organización benéfica afgana en Kandahar el 6 de febrero.

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La guerra inminente que anuncia EEUU y que Ucrania aún no ve tan cercana

Boris Johnson tenía ganas de visitar Kiev. Una vez publicado el informe sobre las fiestas de Downing Street durante la pandemia, no tardó mucho tiempo en coger el avión para reunirse con el presidente ucraniano. En la rueda de prensa del martes, el primer ministro británico insistió en defender una idea que es cuestionada por algunos países de la OTAN, el aviso de que las tropas rusas pueden invadir Ucrania en cualquier momento.

«Algunos dicen que estamos exagerando la amenaza. Eso no es lo que dicen los datos de inteligencia. Hay un peligro claro e inminente», dijo Johnson, que añadió después que los preparativos rusos indican «una campaña militar inminente».

Hace una semana, fuentes del Elíseo no ocultaban que no compartían el análisis de Washington y Londres: «Hay una especie de alarmismo en Washington y Londres que no podemos comprender. No creemos que una actuación militar inmediata de Rusia sea probable».

Lo que resulta sorprendente es que el Gobierno ucraniano, obviamente sin interés en ofender a sus principales apoyos exteriores en Occidente, no comparte esas previsiones tan alarmistas. Y lo hace con datos.

Más de 100.000 soldados rusos se encuentran desplegados no exactamente en las cercanías de la frontera con Ucrania, pero sí a una distancia que podrían solventar en no mucho tiempo. Además, otro número importante de ellos ha llegado a Bielorrusia para realizar maniobras con el Ejército local.

Los datos con los que cuenta el Ministerio ucraniano de Defensa plantean al menos que no es cierto que el despliegue ruso carezca de precedentes. Ocurrió lo mismo en la primavera de 2021. «En términos matemáticos, los números son los mismos», ha dicho esta semana el ministro de Defensa, Oleksii Reznikov. «Vemos que hay unos 110.000 integrantes de las fuerzas de tierra si hablamos de los soldados de las FFAA de la Federación Rusa. Si les sumamos la Fuerza Aérea y la Armada, no habrá más de 120.000-125.000 tropas a lo largo de toda la frontera de Ucrania, incluida la frontera administrativa y la república autónoma de Crimea, que está temporalmente bajo ocupación. Lo repito. Son las mismas cifras que observamos en la primavera de 2021».

La semana pasada, el presidente ucraniano Zelensky se quejó de que las previsiones norteamericanas eran exageradas. La diferencia se hizo aun más acusada el jueves cuando el Pentágono elevó aún más la alerta al anunciar que Rusia contaba ya con tropas suficientes como para invadir toda Ucrania, no sólo las regiones orientales del país.

Zelensky afirmó que el alarmismo podía ser contraproducente, porque ya lo estaba siendo para la economía ucraniana. «El pánico es la hermana del fracaso», apuntó el secretario general de su Consejo de Seguridad Nacional.

El Gobierno ucraniano tiene claro que el principal factor disuasorio sería recibir más armas defensivas con las que reforzar la capacidad de respuesta de su Ejército. Washington ha apostado también por una ofensiva de propaganda en todo el mundo, que da por hecho que la invasión es cuestión de semanas, quizá después de los Juegos de Invierno de Pekín, y por la amenaza de ampliar las sanciones económicas contra Rusia hasta niveles nunca vistos.

En esa línea de actitudes muy diferentes, el Gobierno de Kiev consideró exagerada la decisión de EEUU, Reino Unido y Canadá de retirar al personal diplomático no esencial de sus embajadas. Zelensky dijo que los diplomáticos deberían ser los últimos en abandonar un barco «y no creo que tengamos aquí un Titanic».

No importa lo alta que sea su moral de triunfo, una invasión rusa sería una catástrofe para los ucranianos. Llevan arrastrando un conflicto desde 2014 en el que su Gobierno no ha sido capaz de impedir la partición de hecho del país y la pérdida de Crimea. Kiev necesita que los ciudadanos no den por hecho que están condenados a otra tragedia nacional y que sigan confiando en su Gobierno, un sentimiento que no ha estado muy extendido en la última década.

En el plano político, Zelensky teme que se extienda fuera del país la idea de que la guerra es inevitable en estos momentos, por lo que recibiría la presión para aceptar las condiciones rusas que se planteen en una hipotética negociación.

Sea por la discrepancia con Kiev o por cualquier otra razón, la portavoz de la Casa Blanca sorprendió el miércoles a los periodistas con el anuncio de que el Gobierno no va a calificar más de inminente la posibilidad de una invasión rusa. Jean Psaki dijo que el uso de esa palabra estaba enviando un mensaje que no era el que se deseaba transmitir. Si eso es así, han tardado mucho en darse cuenta de esta disonancia.

Más allá de esta tardía declaración, EEUU se mueve en una dinámica distinta a la de Ucrania. Una guerra inminente traslada la presión a países como Francia y Alemania, que desconfían de las intenciones de los países anglosajones. Algunos conservadores británicos han enarbolado el recuerdo del apaciguamiento de Neville Chamberlain con la intención de denunciar cualquier intento de complacer a Putin para alejar el peligro de un conflicto bélico. Hay políticos en Reino Unido que siempre están combatiendo en la misma guerra.

Cuanto más se habla de una guerra, más fácil es que se produzca, sobre todo si se da por hecho que el enfrentamiento ha llegado demasiado lejos como para que la diplomacia pueda ya surtir efecto.

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Rusia, la OTAN y un viejo motivo de división en la izquierda española

Hubo un tiempo hace décadas en que la falta de canales diplomáticos operativos entre EEUU y la URSS puso al mundo en situaciones de máxima tensión. La crisis de los misiles de Cuba es un ejemplo conocido. En una época anterior, la Primera Guerra Mundial demostró lo que podía pasar cuando los países enfrentados desconocían el potencial militar real de sus adversarios y, en el caso del imperio austriaco, incluso el propio. El mundo de hoy es diferente. Todo se retransmite en directo, cada declaración pública recorre el planeta en cuestión de segundos a lomos de internet, pero persiste el riesgo de que la apuesta por las soluciones militares en algunos conflictos termine por neutralizar los intentos bien publicitados por resolverlos por la vía de la diplomacia. Eso vale para la confrontación actual entre Rusia y la OTAN, y también para comprobar su impacto en la política española.

Lo ocurrido en los últimos días ha resucitado uno de los factores de división que han existido desde los años ochenta entre el PSOE e Izquierda Unida y que se han trasladado al interior del actual Gobierno de coalición. Los socialistas siempre han sido atlantistas desde que Felipe González convocó el referéndum para que España continuara dentro de la OTAN. A su izquierda, en la posición que ahora ocupa Unidas Podemos, siempre se ha rechazado la participación en las estructuras de la Alianza Atlántica y la colaboración militar con EEUU a través de sus bases en España. Hasta ahí, todo normal y hasta rutinario.

Lo llamativo de la crisis que se produce en estos momentos es que todos los partidos españoles apuestan por reclamar que se resuelva con argumentos diplomáticos, es decir, hacer todo lo posible para que no termine solventándose con el uso de la fuerza. Pero eso no quiere decir que todos piensen igual, ni siquiera dentro del propio Gobierno.

«Este conflicto sólo puede resolverse a través del diálogo, la distensión y el convencimiento de que la paz es el único camino», decía el comunicado que firmaron el viernes varios partidos de izquierda, incluido Unidas Podemos, con el que rechazaban «el envío de tropas españolas al Mar Negro y Bulgaria». Pedro Sánchez habló este fin de semana con el secretario general de la OTAN. Según Moncloa, le transmitió «su apuesta por el diálogo y su confianza en que la diplomacia es el camino para la desescalada».

Moncloa difundió cuatro fotografías del presidente hablando por teléfono para ilustrar sus llamadas a Jens Stoltenberg y Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea. Este es un truco de imagen que usan mucho los líderes mundiales. Foto con el teléfono en la mano (¿estaba posando o le hicieron la foto durante la llamada?). Mirada de preocupación. Ropa informal si es en fin de semana. Muy poca información. He llamado a (inserte nombre de jefe de Estado o de Gobierno) para hablar del conflicto de (inserte nombre de país en problemas). Lo hizo por ejemplo David Cameron por una llamada de Obama y eso dio lugar a una broma genial en la que participó el actor Sir Patrick Stewart. Ya se sabe que la gente le saca punta a todo.

Es sencillo hablar en favor de la paz. De hecho, es imprescindible. Sin embargo, todo cambia cuando se explica cómo conseguirla. En ese punto, los gobiernos no suelen ser tan precisos y al ciudadano le falta información sobre cuál es la posición esencial que justifica adoptar un despliegue militar. El Gobierno afirma que España debe cumplir sus obligaciones como miembro de la OTAN y colaborar con sus aliados. Eso es lo que justificaría la salida esta semana de la fragata Blas de Lezo con destino al Mar Negro para participar durante dos meses en una misión de la OTAN cuyo objetivo es mantener la presión sobre Rusia.

Centrado en la crisis económica de hace una década, el Gobierno de Mariano Rajoy no ocultó su falta de interés por implicarse en las crisis de Europa del Este. Sánchez quiso hacer ver que pretendía tener un papel en esa zona a la altura de sus aspiraciones de contar con influencia en los temas europeos. En julio de 2021, se desplazó a Letonia y Lituania en el viaje en que una rueda de prensa con el presidente lituano tuvo que ser finalizada de forma abrupta por el despegue de emergencia de una patrulla aérea.

Lo que no ha hecho Sánchez es explicar qué opina su Gobierno sobre el asunto que está en la base de esta crisis. ¿Está a favor de un futuro ingreso de Ucrania en la OTAN? ¿Cree que la UE debe plantar cara a Rusia y negarse a su veto a futuras ampliaciones de la organización militar? Quizá el ministro de Exteriores arroje algo de luz al respecto en su comparecencia de este martes en la Comisión de Exteriores del Congreso. También es posible que se mueva en una zona ambigua para no ofender a EEUU o a Rusia, una de las opciones a las que recurre la diplomacia española para no tener que definirse.

El comunicado de Unidas Podemos y otros partidos como ERC, EH Bildu y Más País sí se refiere a esos asuntos polémicos. Se opone a una futura integración de Ucrania en la OTAN por ser «una ruptura de los compromisos de la propia organización». Esto es algo que siempre ha sostenido Rusia sobre el acuerdo con que Washington y Moscú pactaron la reunificación alemana.

Nunca se firmó ningún tratado en el que la OTAN renunciara a su ampliación hacia el Este. Pero lo que sí ocurrió fue que los dirigentes de EEUU, Francia y Reino Unido prometieron a Mijaíl Gorbachov que no se produciría.

«Antes de pronunciar unas pocas palabras sobre el asunto alemán, quiero destacar que nuestras políticas no pretenden separar a Europa del Este de la Unión Soviética. Ya tuvimos esa política antes. Pero hoy estamos interesados en construir una Europa estable y hacerlo junto a ustedes», dijo el secretario de Estado norteamericano, James Baker, a Gorbachov en mayo de 1990. Baker había dicho en febrero de ese año que la OTAN no se iba a mover «ni una pulgada hacia el Este».

EEUU y los países europeos estaban concentrados en poner en marcha una nueva relación con la URSS –y después con Rusia– que permitiera la reunificación de Alemania. Años después, se olvidaron de esos compromisos verbales. La imagen de Rusia en los países occidentales cambió además por completo cuando Vladímir Putin tomó decisiones en países como Georgia, Moldavia o Ucrania que dejaban claro que no permitiría que esos países abandonaran la esfera de influencia rusa.

Podemos también pide medidas «que satisfagan a ambas partes en la frontera entre Rusia y Ucrania». Eso a día de hoy es imposible, porque Ucrania exige poder extender su soberanía a las regiones orientales que perdió en 2014 por la intervención militar rusa, así como la península de Crimea anexionada por Rusia, mientras que Moscú no renunciará a ese control si la OTAN no se compromete a impedir la entrada de Ucrania en la alianza.

Las próximas semanas pondrán a prueba la apuesta del Gobierno y el PSOE por las vías diplomáticas. El camino irreversible hacia una guerra aún no se ha iniciado por muy alarmantes que sean las informaciones de los medios de comunicación. Aun así, puede ocurrir que Washington o Moscú, o ambos, decidan que una intervención militar, por limitada que sea, es una opción inevitable para obtener sus objetivos. Es seguro que Sánchez se sentirá obligado entonces a mantenerse junto a sus aliados. Sólo entonces empezará a tener claro el precio político que tendrá que pagar en España.

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¿Existe el riesgo de un ataque ruso inminente a Ucrania o alguien quiere fomentar el pánico?

Primero, llegó el anuncio norteamericano que sostenía que el Gobierno ruso estaba preparando una provocación en territorio ucraniano que justificara su invasión. Eso que se suele llamar «un ataque de falsa bandera». No se aportaron pruebas concretas sobre la operaci´ón. Unos días después, fue el Gobierno británico el que denunció otro supuesto plan secreto. En esa trama, Moscú estaría intentando colocar en el poder en Kiev, obviamente por la fuerza, a un dirigente ucraniano cercano a las tesis de Moscú. Incluso daban su nombre, Yevhen Murayev. Tampoco se han presentado pruebas, más allá del nombre del exdiputado.

En Ucrania, esta última información se ha recibido con escepticismo o simple incredulidad. Murayev es un exdiputado que militó en el partido del expresidente Yanukovich. Después fundó otra formación sin mucho éxito en las urnas. A día de hoy, parece un personaje de escaso nivel político que no tendría ninguna capacidad de recabar apoyos por sí solo.

La utilización de informaciones de los servicios de inteligencia norteamericano y británico no puede ser una garantía después de lo que ocurrió antes de la invasión de Irak. Eso no ha impedido que aparezca en múltiples titulares. La Administración de Joe Biden las ha utilizado para justificar el despliegue militar con el que contrarrestar la presencia de decenas de miles de soldados rusos a lo largo de la frontera con Ucrania. También ha aumentado el temor a que no falte mucho tiempo para que se desencadene un conflicto bélico.

En Francia no piensan igual, según fuentes del Elíseo citadas aquí: «Hay una especie de alarmismo en Washington y Londres que no podemos comprender. No creemos que una actuación militar inmediata de Rusia sea probable. Sólo queremos que se tenga en cuenta nuestra interpretación antes de que se acuerde una posición común occidental».

Es significativo que varios expertos militares ucranianos, incluido un exministro de Defensa, comparten la visión francesa. Sin intentar reducir la gravedad de la amenaza rusa, tampoco creen que una operación militar rusa a gran escala sea probable «en las próximas dos o tres semanas».

El secretario general del Consejo de Seguridad Nacional de Ucrania es de la misma opinión. Oleksi Danilov afirma que algunos aliados de Kiev están fomentando «el pánico» con informaciones sobre un ataque inminente que en el fondo sirve a los intereses de Moscú.

Por el contrario, resulta obvio que EEUU está moviéndose con la máxima urgencia. En la noche del lunes, Biden celebra una reunión por videoconferencia con los líderes de Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Polonia y la Unión Europea, además del secretario general de la OTAN.

En la mañana del lunes, el NYT informó de que Biden está estudiando el envío de miles de tropas norteamericanas (entre 5.000 a 10.000) a países miembros de la OTAN en Europa del Este. Es decir, no a Ucrania. El secretario de Defensa, Lloyd Austin, contó horas después que se ha situado a 8.500 soldados en estado de alerta, aunque no hay aún nada decidido sobre su traslado a Europa.

La lógica de ese despliegue es más política que militar. Nadie se imagina que Rusia vaya a invadir a un país que forma parte de la OTAN. Es útil para extender la idea de que ha llegado la hora de tomar decisiones en el campo militar para ponerse a la altura del despliegue ruso. Ofrece una imagen de contundencia en el Gobierno de Biden que contrastaría con el caos y la sensación de derrota que acompañó a la retirada de sus tropas de Afganistán.

Y deja un espacio muy escaso para que la diplomacia pueda encontrar un desenlace político a un conflicto entre Rusia y Ucrania que lleva enquistado siete años desde la intervención militar rusa en el este del país vecino.

Foto superior: camiones rusos se dirigen a Bielorrusia el 24 de enero para participar en unas maniobras conjuntas.

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Se estrecha el cerco de los diputados tories rebeldes sobre Boris Johnson

Nada motiva más a un diputado tory a la hora de pensarse si debe decapitar a su líder que saber que es la única manera de conservar su escaño. Los más de veinte diputados que ganaron en las elecciones 2019 en circunscripciones anteriormente dominadas por los laboristas, en lo que se suele llamar el ‘muro rojo’ (red wall) se han conjurado para provocar el cese de Boris Johnson. Uno de ellos no ha esperado más. Christian Wakeford ha anunciado en la mañana del miércoles que se pasa a las filas laboristas.

La movilización de estos diputados novatos, que se reunieron el martes, hace más probable que se supere el umbral de 54 diputados que se exige para convocar una votación con el objetivo de forzar la dimisión de Johnson como líder del partido y por tanto como jefe de Gobierno.

La encuesta de Channel 4 centrada en los escaños del ‘muro rojo’ confirma los temores de esos diputados.

La impresión hasta hace unos días es que la mayoría de los diputados conservadores prefería esperar al resultado de la investigación que lleva a cabo Sue Gray, la segunda secretaria permanente del Gabinete. Gray es funcionaria del Civil Service y por tanto se la considera una figura independiente. Las últimas palabras de Johnson en una entrevista en Sky News, negando que alguien le dijera que se iba a celebrar el 20 de mayo de 2020 una fiesta que contravenía las reglas Covid impuestas por el Gobierno, han contribuido a enfurecer aún más a los diputados que creen que el primer ministro les ha mentido, a ellos y al Parlamento.

The Sunday Times informó el domingo de que al menos dos personas en Downing Street dijeron a Johnson que la fiesta de mayo contravenía las normas y no debía celebrarse. El primer ministro les respondió que no era para tanto y que estaban sobreactuando.

Este fin de semana, Downing Street se ocupó de filtrar a los periódicos su intención de lanzar unos cuantos huesos a los diputados para tranquilizarlos. Es decir, contarles lo que quieren escuchar sobre sus futuros proyectos. En primer lugar, congelar durante dos años el presupuesto de BBC e incluso amenazar con eliminar en el futuro la tasa que paga cada ciudadano. El ala derecha de los tories siempre ha considerado a BBC como uno de sus más cordiales enemigos. Hay otros como Rupert Murdoch que llevan tiempo presionando a Johnson para que haga algo al respecto.

Fue la viceministra de Cultura, Nadie Dorries, fiel aliada de Johnson, la que hizo públicos los cambios sobre la radiotelevisión pública sin que hayan sido discutidos antes dentro del Gobierno. Lo hizo con el estilo despectivo con que los conservadores más radicales se refieren a la BBC.

Además, se anunció que se utilizarán unidades navales militares para impedir la llegada de pateras con inmigrantes al Reino Unido, una medida de dudoso encaje legal, porque cualquier barco, militar o civil, está obligado por el Derecho internacional a socorrer a las embarcaciones que estén en peligro.

Por lo visto en los últimos dos días, estos regalos no han tenido el efecto deseado. Johnson ha vuelto a intentarlo este miércoles con el anuncio del fin de la mayoría de restricciones de la pandemia. Una vez que la ola de contagios por Ómicron ha pasado en Reino Unido su punto más alto de contagios y lleva un tiempo descendiendo, la nueva situación permite cerrar la mayoría de los centros de test y poner fin a medidas como la recomendación del teletrabajo y el uso de pasaportes Covid en los locales de ocio a partir de 26 de enero.

Será la última oportunidad de Boris para calmar la tormenta interna o para ganar la votación si las firmas de 54 diputados obligan a celebrarla.

20.00

La sesión matutina del Question Time de esta mañana ha ofrecido un momento singular. El diputado conservador y exministro David Davis ha reclamado con vehemencia la dimisión de Boris Johnson con un llamamiento final: «En el nombre de Dios, vete». Si suena demasiado melodramático o procedente de otra era, es porque es así. El mensaje completo utilizado no es suyo, sino que forma parte de otro conocido y exitoso intento de deshacerse de un primer ministro tory. Fue lo que Leo Amery dijo a Neville Chamberlain en 1940.

Y en realidad su auténtico origen es anterior, nada menos que de Oliver Cromwell en 1653.

La deserción de un diputado tory ha supuesto un cierto alivio para Johnson. Por un lado, suponía una humillación, pero al serlo también para todo el partido ha hecho que la bancada conservadora haya estado especialmente agresiva contra la oposición. Un breve cierre de filas con el que pasar la vergüenza.

No hay que dar por sentado que los rebeldes terminarán reuniendo las firmas necesarias para que se convoque una moción de censura. Muchos diputados que dan a Johnson por imposible prefieren esperar a ver qué sucede en las elecciones municipales de mayo. Una amplia derrota sería entonces el momento perfecto para el regicidio.

Otro factor que tienen en consideración es que si Johnson supera la moción, no podrá presentarse otra en los próximos doce meses. Se trata de una norma interna del grupo parlamentario. ¿Cuál es la última noticia del día? Se está estudiando cambiarla para reducir a seis meses el periodo de tiempo mínimo a la espera de otra moción de destitución. Sólo necesitan una votación para cambiarlo, que podría celebrarse la próxima semana.

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